Limited Inc. Jacques Derrida

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que el terreno firme del prejuicio se desliza bajo nuestros pies es excitante, pero tiene sus inconvenientes.)” (p. 105)? Poco antes, un “impasse” había aparecido, al cual se llega “cada vez que buscamos un criterio simple y único, de orden gramatical o lexicológico” [p. 103. Trad. esp. modif.], al distinguir entre los enunciados performativos y constatativos. (Debo decir que esta crítica del lingüisticismo y de la autoridad del código, crítica realizada a partir de un análisis del lenguaje, es lo que más me ha interesado y más me ha convencido en la empresa de Austin). A continuación, por razones no lingüísticas, intenta justificar la preferencia que él ha manifestado hasta ahora, en el análisis de los performativos, por las formas de la primera persona, del indicativo presente, por la voz activa. La justificación, en última instancia, es que se hace referencia a lo que Austin denomina el origen [source] de la enunciación. Esta noción de origen –cuya apuesta es tan evidente– reaparece a menudo a continuación y domina todo el análisis en la fase que estamos examinando. Ahora bien, no sólo no duda Austin que el origen de un enunciado oral en la primera persona del presente del indicativo (en la voz activa) esté presente en la enunciación y en el enunciado (he intentado explicar por qué teníamos razones para no creerlo), sino que, aún más, no duda que el equivalente de esta ligadura con el origen en las enunciaciones escritas, sea simplemente evidente y esté asegurado en la firma: “Cuando, en la enunciación, no hay referencia a la persona que la emite (y realiza así el acto) mediante el pronombre ‘yo’ (o su nombre propio), dicha persona a pesar de todo está ‘referida’ en una de estas dos formas:

      a) En las enunciaciones verbales, el autor es la persona que emite la enunciación. (Por así decir, el origen [source] de la enunciación –término usado generalmente en cualquier sistema de coordenadas verbales).

      b) En las enunciaciones escritas (o ‘inscripciones’), el autor pone su firma (la firma es evidentemente necesaria, pues las enunciaciones escritas no están ligadas [rattachées] a su origen de la manera en que lo están las verbales) (p. 104. [Trad. esp. modif.])*.

      Desde este punto de vista, intentaremos analizar la firma, su relación con el presente y con el origen [source]. De aquí en adelante, considero como ya implicado en este análisis que todos los predicados establecidos también valdrán para esta “firma” oral que es, que pretende ser, la presencia del “autor” como “persona que enuncia”, como “origen”, en la producción del enunciado.

      Por definición, una firma escrita implica la no-presencia actual o empírica del signatario. Pero, se dirá, ella también marca y retiene su haber-sido presente en un ahora [maintenant] pasado, que seguirá siendo [restera] un ahora futuro, por tanto en un ahora en general, en la forma trascendental del mantenimiento [maintenance]. Este mantenimiento general está, de alguna manera, inscrito, sujeto [épinglée] en la puntualidad presente, siempre evidente y siempre singular, de la forma de la firma. Esta es la originalidad enigmática de todas las siglas [paraphes]. Para que la ligadura [rattachement] con el origen se produzca, hace falta, por tanto, que sea retenida la singularidad absoluta de un acontecimiento de firma y de una forma de firma: la reproductibilidad pura de un acontecimiento puro.

      ¿Existe tal cosa? ¿La singularidad absoluta de un acontecimiento de firma, nunca se produce? ¿Hay firmas?

      Sí, por supuesto, todos los días. Los efectos de firma son la cosa más común en el mundo. Pero la condición de posibilidad de estos efectos es simultáneamente, una vez más, la condición de su imposibilidad, de la imposibilidad de su rigurosa pureza. Para funcionar, es decir, para ser legible, una firma debe tener una forma repetible, iterable, imitable; ella debe poder desligarse de la intención presente y singular de su producción. Es su mismidad lo que, alterando su identidad y su singularidad, divide el sello. Ya he indicado antes, el principio de este análisis.

      Para concluir este asunto muy en seco [sec]:*

      1) en tanto que escritura, la comunicación, si se quiere mantener esta palabra, no es el medio de transporte del sentido, el intercambio de las intenciones y del querer-decir, el discurso y la “comunicación de las conciencias”. No asistimos a un fin de la escritura que seguiría siendo [restaurerait], siguiendo la representación ideológica de Mac Luhan, una transparencia o una inmediatez de las relaciones sociales; sino más bien al despliegue histórico cada vez más potente de una escritura general, cuyo sistema del habla, de la conciencia, del sentido, de la presencia, de la verdad, etc., no sería sino un efecto, y debe ser analizado como tal. Es este el efecto puesto en cuestión, al que en otra parte he denominado logocentrismo;

      2) el horizonte semántico que habitualmente dirige la noción de comunicación está excedido o reventado [crevé] por la intervención de la escritura, es decir, de una diseminación que no se reduce a una polisemia. La escritura se lee, no da lugar, “en última instancia”, a un desciframiento hermenéutico, al desencriptado de un sentido o una verdad;

      3) pese al desplazamiento general del concepto clásico, “filosófico”, occidental, etc., de escritura, parece necesario conservar, provisoria y estratégicamente, el viejo nombre. Esto implica toda una lógica de la paleonimia que no puedo desarrollar aquí.11 Muy esquemáticamente: una oposición de conceptos metafísicos (por ejemplo, habla/escritura, presencia/ausencia, etc.), no es nunca el cara a cara de dos términos, sino una jerarquía y el orden de una subordinación. La deconstrucción no puede limitarse, o pasar inmediatamente, a una neutralización: debe, por un doble gesto, una doble ciencia, una doble escritura, practicar una inversión [renversement] de la oposición clásica y un desplazamiento general del sistema. Es por esta única condición que la deconstrucción proporcionará los medios para intervenir en el campo de las oposiciones que critica y que es también un campo de fuerzas no discursivas. Cada concepto, por otra parte, pertenece a una cadena sistemática y constituye él mismo un sistema de predicados. No hay concepto metafísico en sí. Hay un trabajo –metafísico o no– sobre los sistemas conceptuales. La deconstrucción no consiste en pasar de un concepto a otro sino en invertir [renverser]* y en desplazar un orden conceptual, así como el orden no conceptual con el cual se articula. Por ejemplo, la escritura, como concepto clásico, comporta predicados que han sido subordinados, excluidos o mantenidos en reserva por fuerzas y según necesidades por analizar. Estos son predicados (he recordado algunos) cuya fuerza de generalidad, de generalización y de generatividad, se encuentra liberada, injertada sobre un “nuevo” concepto de escritura que se corresponde también con lo que siempre ha resistido a la antigua organización de fuerzas, lo que siempre ha constituido el resto [reste], irreductible a la fuerza dominante que organizó la jerarquía –digamos, para ir rápido, logocéntrica. Dejar a este nuevo concepto el viejo nombre de escritura, es mantener la estructura de injerto, el paso y la adherencia indispensable a una intervención efectiva en el campo histórico constituido. Es dar a todo lo que se juega en las operaciones de deconstrucción la chance y la fuerza, el poder de la comunicación.

      Sin embargo, se entenderá lo que es obvio, sobre todo en un seminario filosófico: operación diseminante, separada de la presencia (del ser) según todas sus modificaciones, la escritura, si la hay, comunica quizás, pero, seguramente, no existe. O apenas, para los presentes, en la forma de la más improbable firma.

      (Nota: El texto –escrito– de esta comunicación –oral– debía ser enviado a la Association des sociétés de philosophie de langue française antes de la sesión. Tal envío debía entonces estar firmado. Lo que yo he hecho y falsificado aquí. ¿Dónde? Allí. J. D.).

      * Jacques Derrida remite a la traducción francesa de Gilles Lange (“Pour nous en tenir toujours, par souci de simplicité, à l’énonciation parlée”, Austin, J. L. Quand dire, c’est faire. Paris: Seuil, 1970, p. 122). Más adelante Derrida volverá a referir a esta edición y a citar el prólogo del traductor. Por nuestra parte, respecto del texto de Austin, hemos utilizado la versión


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