Los cuadros de la muerte. Alcides Bertran
que se extendía a lo largo de la calle principal para finalizar en la plaza. Las oficinas públicas distribuidas alrededor del paseo entregaban sus fachadas blancas con solemnidad y señorío; la mayoría poseía en su arquitectura un marcado estilo de la España colonial. La más discreta era la municipal, en cuyo frente, restablecido hacía poco tiempo, resaltaban las rejas oscuras de los amplios ventanales que circundaban la pesada puerta de madera. Recobrada su importancia, resguardaba el afán intachable del intendente, quien, con asombrosa capacidad, cuidaba y diseñaba el urbanismo; además, no había quejas y todos estaban orgullosos de su administración.
La región era hermosa, prados verdes con lánguidas arboledas absorbían las callecitas que se extendían adormecidas bajo las sombras asoleadas de los álamos; el crecimiento de estos obligaba a que los chañares y los algarrobos quedaran como siluetas indomables vigilando la periferia árida, donde, además, las manos de los habitantes simulaban respetar los enmarañados árboles que trepaban por las laderas de los cerros. Uno de los caminos que había, denominado Camino Real, era el más transitado, casi alcanzaba la margen apacible de un arroyo que desaparecía en el ondular lejano del horizonte. Este camino, en viejas épocas, había sido un escabroso sendero que permitía unir las postas con diligencias y galeras que llegaban cargadas de desafíos cuando la región era administrada por el Marqués de Sobremonte; por allí, muy cerca, también había intentado pasar Facundo Quiroga cuando iba obstinadamente hacia su muerte.
La primavera embellecía toda la región debido a que la flora, imponente, conservaba la más agreste virginidad. Los sembrados crecían en el pequeño valle con fuerza, ajenos aún a cuantos fertilizantes y químicos comenzaban a emplearse en otras regiones. Pero las muertes de las jóvenes llegaban arrastradas por la brisa primaveral.
Por el Camino Real, un hombre se acercaba al pueblo, traía en su andar lentitud y sensación de cansancio; imposible saber su edad, parecía ocultarse tras una barba espesa. Vestía con humildad y cubría su cabellera con una gorra negra que usaba con sus tapa orejas abrochadas por sobre su cabeza; poseía pocos enseres, nada más que una valija antigua y un caballete de pintura. Al ir transitando, daba la sensación de que se extasiaba con el abundante paisaje, observaba la distancia con eterna placidez.
En las afueras del pueblo, se detuvo frente a una casa que mostraba un tejado enmohecido y unos ventanales casi ocultos por unas tupidas madreselvas. Allí se quedó por un instante observando la chimenea empotrada en uno de los mojinetes y el palomar que se hallaba en un sector de orondo césped; la casa parecía estar deshabitada. Luego continuó caminando cuando ya la tarde se moría y el sol era solo una línea sangrante detrás de los cerros mortecinos.
Habrá hecho tres cuadras desde el arco que daba la bienvenida cuando vio el vehículo policial que transitaba a toda velocidad por la calle principal, para luego girar bruscamente por una adyacente y detenerse frente a una persiana oxidada de garaje. De él bajó Kesman, acompañado de dos agentes, quienes golpearon la puerta con energía y esperaron. La sorpresa del hombre moreno que salió a atenderlos fue enorme porque se vio inmovilizado de improviso; lo tomaron de los brazos y lo obligaron a subir al automóvil; luego, en veloz marcha, se dirigieron de nuevo hacia el centro.
El hombre de la gorra giró la vista en el instante en que el vehículo pasaba a su lado ahogándolo con monóxido de carbono y produciéndole increíble tos. Luego, el silencio volvió a reinar.
Más tarde, en el interior del despacho, el comisario indagaba:
—¿Por qué la mató?
—No soy ningún asesino —respondió el hombre frente a él, sentado en un banquillo. Kesman lo observaba acusatoriamente asentándose el bigote.
—Fue usted la última persona que estuvo con ella. Dígame, ¿por qué la mató?
—Estuve con ella…, pero eso no le da derecho a pensar que soy un asesino.
—¡Maldita sea! ¡Usted debe confesar! —gritó levantándose del sillón y rodeándolo.
El moreno, sorprendido por la exaltación del uniformado, se mantuvo en silencio; aunque luego, observándole de reojo la mirada hosca, creyó que era necesario defenderse.
—¿Por qué habría de matarla, comisario?
—Por varios motivos, pero fundamentalmente porque... porque se comenta que usted...
Cuando intuyó la intención tendenciosa de ese comentario, sus ojos se desorbitaron.
—¿Qué? ¿Que yo qué?... —exclamó.
—¿Se sorprende? —Reaccionó Kesman, luego agregó—: Se dice que usted...
—¡Bueno, bueno! ¡Lo que le faltaba! —interrumpió entonces el moreno, mirándolo fijo—. ¿Y eso le da derecho a pensar que yo la asesiné? —dicho esto, ondeó sus brazos y concluyó amenazante—: No vamos a sacar los trapitos al sol.
Kesman enrojeció, asombrado, y, atisbándole la mirada —pues sabía del poder de los secretos— preguntó dubitativo:
—¿A qué se refiere con eso de... de los trapitos al sol?
—Mariana también era su amante, comisario. ¿O lo va a negar? —aseveró el moreno, ahora sin regodeos, plantándosele exultante pese a estar sentado.
—¡¿Qué dijo?! —gritó Kesman como un demonio, zamarreándolo; no podía creer lo que acababa de escuchar.
Los dos agentes presentes en la sala se miraron y Kesman descargó su ira en ellos; de inmediato comprendieron que debían salir de allí porque los ojos del jefe apuñalaban. Se fueron casi haciendo estallar los cristales a sus espaldas, y ni que hablar de la campanilla que pendía del marco: entró en oscilaciones de locura.
Una vez a solas, y abrumando al moreno con la mirada, susurró:
—No quiero que esto sea algo personal, ¿me entiende? —le dijo por lo bajo como intentando que nadie lo escuchara, y luego aseveró enérgico—: ¡Por hoy, sabe, y solo por hoy, usted queda en libertad, pero no se olvide de que tiene muchas cosas que explicar a la Justicia!
—Como usted diga, comisario, estaré a su disposición —respondió el demorado, levantándose y saliendo del despacho. Nuevamente la campanilla sonó, aunque esta vez más acompasada.
Kesman, una vez en la soledad de su despacho, tomándose el rostro con las manos, pareció comprender su situación. No podía imaginar el final de su carrera. No, no podía permitir que eso sucediera. En su interior, presentía que los hechos iban acorralándolo; es más, el estrés y las preocupaciones lo hacían sentirse incoherente e intuía que al otro día la calle estaría llena de rumores. La detención del moreno, a pesar de las dudas que le quedaron, no logró darle fundamentos de que fuera el asesino; de todos modos, precavido, ordenó que uno de sus agentes le vigilara todos los movimientos. No quería sorpresas como la que le había causado que aquel supiera de su secreto; además, tenía la seguridad de que las críticas y los prejuicios resaltarían una vez más en Ecos de mi pueblo.
—Martina —dijo consumido por la desesperación—, estoy confundido, necesito tus consejos, quiero verte esta noche.
A medida que transcurría ese diálogo telefónico, su semblante iba adquiriendo una suave tonalidad; su voz áspera fue acentuándose y terminó siendo serena y mezquina. Apoyó el pulgar en la sien y se frotó la frente con los dedos, una y otra vez. Su nerviosismo fue atenuándose; ya no había rigidez en su mirada cuando por lo bajo dijo:
—Esperame, voy a visitarte.
Las semanas transcurrían y sus investigaciones no iban a buen puerto; no había encontrado ningún indicio para dar con el asesino o los asesinos y el desconcierto lo invadía. Muchos vecinos fueron citados. Kesman era guiado por una intuición equívoca que hacía que de él se tuviera la irritante sensación de no respeto. Aunque, amparándose