Los cuadros de la muerte. Alcides Bertran
sin embargo, era claro que esto se debía a los abominables crímenes que venían sucediendo.
No logró desayunar, su estado de ánimo no le permitió ingerir alimento alguno a pesar de que las tostadas y la manteca junto con la exquisita fragancia del café eran irrechazables. Así y todo, la desazón y la angustia que sentía pudieron más y renunció al apetito.
Vistió su sotana y salió a la calle; afuera todo era calmo y desolado. Luego de andar y andar, y casi sin darse cuenta, recorrió las cuadras que lo separaban de la redacción de Quintana. Cuando llegó frente a la puerta, observó a través de los cristales y vio al hombre en su escritorio leyendo un diario viejo. Golpeó y esperó a que saliera a recibirlo.
—Padre, ¿cómo está usted? —saludó Quintana, sorprendido al verlo.
Tras estrecharle un buen tiempo la mano, Quintana se quitó los anteojos y entonces pudo verle los ojos cansados. Lucía como siempre: camisa blanca arremangada y un chaleco de traje oscuro que usaba desprendido. Sin dudas, su rostro era el reflejo de las personas entregadas a la labor; sus manos lo demostraban: siempre impregnadas de tinta.
—Bien, hijo, bien —le respondió.
—Pase, padre, pase. Por favor, siéntese.
No bien se ubicó en uno de los sofás, notó la austeridad de la pequeña sala. Solo algunos cuadros barrocos colgaban de la pared y junto a ellos, unos recortes enmarcados de periódicos que no alcanzaba a distinguir bien; dedujo que serían notas importantes. En un rincón había un perchero de pie, antiguo, y al lado, una pequeña mesita en la que se recortaba la oscura silueta del teléfono; este daba la sensación de que su timbre interrumpiría en cualquier instante. También pudo notar un gran reloj de pared al lado de la ventana, cuyas cortinas desplegadas dejaban ver la confluencia de las calles Sucre y Estanislao del Campo; por esta, al 1178, se encontraba la redacción. Detrás del escritorio de fino roble, estaba la escalera que daba ingreso al sótano; de allí salía un espeso hedor a tinta que impregnaba todo el ambiente, más el aturdimiento monótono y molesto de las planchas impresoras.
—¿Qué lo trae por acá, padre? —preguntó Quintana recogiendo los papeles y guardando el viejo periódico cuidadosamente en un cajón del escritorio.
—Tantas cosas, hijo mío. No he podido dormir anoche —confesó con inocultable abatimiento.
—Creo que nadie puede hacerlo en los últimos tiempos, padre —agregó Quintana—. El pueblo está conmocionado, necesitamos saber qué nos pasa.
—Es cierto, es una necesidad imperante, necesitamos volver a la calma, la paz debe volver a reinar en nuestra sociedad.
—Padre, ¿usted sabe lo fundamental que es la Iglesia en estos días? Precisamos mucha ayuda espiritual hasta tanto no logremos que...
Agustín notó ese titubeo, entonces, y con acierto, dijo:
—Joaquín, sus recuerdos aún lo acongojan, ¿verdad?
—Sí, —afirmó Quintana, y agregó—: ¡Pobre Natalia, qué destino le ha tocado!
Entonces, Agustín, no queriendo ser inoportuno, dijo mirándolo:
—Hijo mío, pensemos que está en el reino de Dios.
—¿Y su cuerpo, padre? ¿Dónde está su cuerpo, podría usted decírmelo? Ella merece un lugar para su descanso, un lugar donde podamos llorarla.
—Sí, tiene razón, pero es muy extraño todo esto —balbució Agustín con un dejo de nostalgia.
—¿Comprende usted lo que es vivir con esa incertidumbre? Muerta, perdida, raptada. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Quién? Ya me cuesta creer en la justicia —aseveró Quintana.
Agustín, compungido por el dolor, solo hizo silencio, pero su mirada se escapó por la ventana y fue a enfrentarse con el cielo matinal cuando escuchó que Quintana le decía:
—Padre, ¿ve esas magnolias? Fueron plantadas por ella, y es lo único que conservo, ahora dígame, ¿cómo hacer para que cada mañana al mirarlas no la recuerde? ¿Cómo olvidarme de haberla visto enchastrada bajo la lluvia con la azada, cuidándolas y sin descuidar nada del hogar? ¿Usted cree que no se habrá sentido indefensa cuando esa bestia la atacó? ¿Cómo puedo convencerme de que no fue por mi culpa?
Agustín observó las bellas plantas del jardín y se llenó de tristeza.
Pasaron algunos minutos, luego, Quintana, levantándose, dijo:
—Quiero enseñarle algo, padre.
Agustín se incorporó complacido, creyó oportuno un cambio de aire; era necesario quitarse de la cabeza aquellos hechos desagraciados.
Ambos salieron por la puerta que daba al fondo y se internaron en el jardín cuando de pronto la sorpresa se instaló en el rostro del religioso; petrificado, se quedó observando el frente inmaculado de una pequeña vivienda. Transitaron a través de un caminito embaldosado y se detuvieron frente a un alero que de manera oblicua dejaba ver sus tejas enmohecidas. La puerta estaba cerrada al igual que las ventanas; aunque una de ellas se encontraba con las cortinas recogidas. El interior era sombrío. Dentro había una pequeña mesa con un mantel violeta que casi ocultaba las dos sillas de mimbre que la rodeaban. Por la blanca pared pendían algunos pósteres juveniles y un pequeño mural cuyas dos placas de acrílico hacían resaltar la sonrisa de una joven pareja; igual, el sintético pelaje de un oso panda que se encontraba a su lado, daba la sensación de apocarles la alegría porque unas minúsculas y casi invisibles telarañas que resaltaban incandescentes bajo el rayo del sol lo cubrían dándole una ligera sensación de olvido.
—Son sus padres, él es mi hermano Carlos —dijo Quintana, y agregó, señalando al oso panda—: Y ese es el regalo que le hice a mi sobrina para su comunión.
Agustín tocó con sus manos la pared fría de la vivienda y luego sacó el rosario que llevaba colgando del cuello, lo entrelazó en sus manos y aferrándose a él con fuerza, casi estrujándolo, bajó la vista al piso y dijo una oración en silencio.
Luego, casi sin palabras, retornaron a la sala. Las voces de los jóvenes que operaban en las máquinas en el interior del sótano se dejaron oír; el ruido sórdido continuaba sin interrupción. Quintana, sin molestarlos, se asomó y observó que todo estuviera bien, y luego se dirigió a la cocina a preparar café.
—Nunca entré en su habitación desde que ha desaparecido —dijo desde allí con voz grave—. Sus cosas deben permanecer tal cual quedaron, porque sabe, padre, aún no perdí las esperanzas de encontrarla —aseveró con valentía luego de un pronunciado silencio.
El religioso, al escucharle este comentario, comprendió su increíble fuerza, su inquebrantable fe, y, como no era ajeno a los comentarios de la calle ni adepto a la conducta del comisario Kesman, de quien por cierto se esperaba que tuviera más cordura y menos atropellos, preguntó casi con resignación:
—¿Qué ha dicho Kesman de todo esto?
—¿Kesman? ¡Eh!... —respondió Quintana, sarcástico, mientras volvía de la cocina—. Solo hallo de él protestas porque parece no gustarle mi forma de informar. Pero debo decirle que no me atemoriza —aseveró—, aprendí de mis padres a ser fuerte y a sobrellevar cualquier circunstancia hasta las últimas consecuencias.
Quintana era hijo de una pareja albanesa, albanesa por adopción porque en realidad en sus venas corría sangre cántabra, de la España más antigua. Habían llegado al país cuando él era pequeño escapando de las persecuciones políticas y luego de que se radicaran unos años en Durazzo. Su padre, Edmundo Quintana, había tomado en su juventud el oficio y el arte de la imprenta, que a posteriori lo llevaría a ser acusado de anarquista; en su tiempo de universitario le descubrieron que imprimía de manera clandestina ciertos folletos que lo comprometían con facciones disidentes del poder. Él, Edmundo Joaquín Quintana, adoptó su oficio y por todos los medios trató de