Los cuadros de la muerte. Alcides Bertran
Martina, que vivía en las afueras, lejos del consultorio donde ejercía y que se hallaba sobre la calle principal del pueblo; allí, la joven analista, que cobraba aranceles bajos, orientaba y asesoraba psicológicamente a personas que atravesaban problemas laborales, conflictos de familia y conductas de violencia, y los trataba con métodos de terapias grupales dos veces a la semana. Su bella casa era el lugar de relax que usaba para escaparse de las extenuantes atenciones que demandaban sus clientes. Kesman visitaba dicha casa, era el lugar apropiado porque con su dueña podía intimar y sincerar todas sus preocupaciones. No hallaba la misma actitud de parte del párroco que, siempre que lo veía, ahondaba sus sermones en prédicas de moral y espiritualidad y no le concedía nada; inclusive hasta llegó a decirle que la infidelidad le traería inconvenientes. De esas palabras se guardó la incógnita de saber cómo Agustín se enteró de su relación con Mariana, la última víctima. Y sobre la infidelidad, nada le preocupaba: estaba separado de su mujer desde hacía mucho tiempo. Su juventud y su buen aspecto imperaban dándole réditos amorosos. Aun así, notó en los últimos tiempos que la joven psicóloga se molestaba cuando hablaba con suma libertad de sus andanzas. Le restó importancia, pues la sabía comprensiva, incluso sumisa; aunque muchas veces, indescifrable. De todos modos y, a pesar de ser socavado con las preguntas que esta le enmarcaba para los tests de la terapia, en su interior sabía que, de esas reuniones privadas, no era bueno que la sociedad se enterara.
En una de sus visitas, le comentó que tenía intención de pedir colaboración a los federales, pero la joven psicóloga intentó, por todos sus medios, disuadirlo argumentando que pondría en juego su prestigio. Sin embargo, le hizo caso omiso; pretendía, con buena relación, lograr apaciguar los comentarios antes de que llegaran a los funcionarios gubernamentales y ellos tomaran cartas en el asunto. Pero vaya suerte, esquivando mensajes y documentaciones que a posterior atestiguarían dicho pedido, un agente federal respondió a su llamado diciéndole que el inspector Güaita se hallaba comisionado desde hacía más de un mes y que su ausencia dependería de la investigación que había ido a realizar.
Cierta sensación de alivio sintió al cortar la comunicación; quizá por el prejuicio de la joven profesional de que fuera a perder su prestigio. Aunque comprendió, y más que nunca, que esto lo dejaba solo.
El pueblo, preocupado por los crímenes, parecía sumergirse en el silencio. Dudas y sospechas se percibían en las calles, en los cafés, en las oficinas públicas y en todo lugar de trabajo o de reuniones que hacía que cada individuo se recluyera en su propia conciencia. A causa de la extrañeza, nadie reparaba en el hombre que todos los días tomaba la calle principal con la gorra hundida hasta las orejas, con su maletín y con su caballete de pintura y salía del pueblo; es más, nadie había notado su presencia. Con pasos lentos caminaba las seis cuadras que lo separaban desde donde se había instalado hasta la calle principal, para desviarse luego hacia el Camino Real, donde obligadamente debía pasar frente a la casa que a su llegada pareció llamarle la atención. Ahí se quedaba por algunos instantes y luego sí se dirigía al arroyo. Una vez allí, instalaba su caballete, desplegaba su banqueta y abría la caja de pinturas. Tras un cuarto de hora, atento al bello paisaje, su atención se centraba en el horizonte que, frente a él, era un calmo tránsito de aguas con somnolientas caricias de sauces llorones. Pero, antes de sentarse, caminaba por la orilla del arroyo hasta un risco de piedras basálticas, lugar donde el cauce se estrechaba. Con ese paisaje era imposible imaginar que un artista no lograra sellar en el lienzo una buena obra; aunque el hombre buscaba perspectivas diferentes, porque su minuciosa mirada solo podía atribuírsele a quienes dominaban la materia con holgura. Se trasladaba caminando por la margen del arroyo hasta lejanas ubicaciones y, luego, cuando guardaba en sus retinas retazos de la mágica naturaleza, bosquejaba en la tela, con ágiles trazos, añosos troncos de árboles y brumosos cúmulos que emergían de entre los cerros. Proyectaba en las telas imágenes de puro realismo y tenía el ocre como tonalidad predilecta; en cada imagen elegida, lo combinaba con una increíble luminosidad de estación. Lo hacía con una extraña particularidad, dado que, en algún lugar, unos inusuales pincelazos hacían que la vista se fuera hacia allí. Ese escape de genialidad, en la mayoría de los casos, era de un rojo intenso, igual a manchas de sangre.
Se pasaba horas y horas ensimismado en su arte, pero luego, cuando la noche se extendía mortalmente oscura y el fresco de la madrugada se tornaba apacible, se quedaba dormido. Más tarde se despertaba de ese letargo y se descubría sorprendido observando la paleta reseca y la tela a la espera de los últimos retoques. Pero algo sorprendente ocurría de vez en cuando al estar la pintura a la espera de halagos: se acercaba a las aguas y, con un puñado de arena y arcilla, la refregaba una y otra vez como queriendo borrar cada trazo; o tal vez guardándose el derecho de ser el único observador de su creación; o, quizá, estando disconforme con lo que solo su mente podía calificar.
Recogía luego sus elementos y, cabizbajo, regresaba a su morada. Hasta que un día, y vaya a saber por qué motivo, tras dirigirse hasta el centro de la Villa y detenerse por momentos en lugares en donde nada había de interés para observar, imprevistamente su retraimiento pareció obstruido cuando pasaba frente al conservatorio de música; quizá por las melodías graves de una obra de Chopin que se oía a través de la ventana. Alguna alumna avezada dejaba deslizar sus manos sobre las teclas gastadas de un piano de cola que se resistía a la osada intención de asemejarse al maestro: su resonancia denunciaba que era principiante. Escuchó por un instante en silencio ese cóctel de notas que mansamente le llegaban a los oídos y, sin darse vuelta, levantó una de sus manos y simuló acompañarlas con alguna batuta imaginaria cristalizada en su mente. Algunos vecinos comenzaron a observarlo; su extraño aspecto llamaba la atención. Pigmentadas alfombras, vanos púrpura, arañas encendidas en lo alto de una acústica sala quizá hayan conformado su virtual escenario. Sin embargo, hubo comentarios reales de un público selecto que comenzaba a juzgarlo. Ajustó su levita y abrió los brazos a la espera de aplausos. Pero estos nunca llegaron. Y, tras ese telón que era la noche, se escuchó: “¿Quién es ese hombre? ¿Es el que llegó hace poco?”, preguntas que se hacían a escondidas los vecinos, sorprendidos de la opacidad y de la actitud extraña que llevaba consigo.
Luego continuó caminando sin detenerse y, al pasar frente a la parroquia, pareció ignorarla, no así al puesto de diarios que ostentaba con cierto sarcasmo una edición vieja de Ecos de mi pueblo; su titular decía: El pueblo sospechado. Se detuvo sin ver al viejo alemán que desbordaba de abdomen y que estaba mirándolo. Tampoco escuchó al grupo de chicas que salía en ese preciso instante del magisterio; avanzaban joviales y sonrientes ganando toda la vereda. Pareció ni oírlas y, apoyando el cuadro en el quiosco de diarios, siguió observando el periódico, seriamente. De pronto, al levantar la vista, se encontró con los expectantes ojos de Miguel, quien esperaba que le hiciera alguna pregunta. Pero nada le dijo, giró sobre sí con actitud violenta y fue a dar contra el cuerpo de una futura maestra, que trastrabilló y, por milagro, esquivó un pequeño cactus de espinas filosas.
—¡Perdón, señor! —dijo la joven, extendiéndole la mano por lo que le cupo de culpa. Pero nada le contestó; se escabulló entre el resto de las chicas, que le dieron paso sorprendidas.
—¡Señor! —gritó Miguel cuando vio recostada la pintura; pero, tras doblar por la esquina, se esfumó en la noche.
—¡Ah, qué hermoso cuadro! —exclamó entonces Isabel, asombrada y ya respuesta del susto—. ¡Chicas! ¡Chicas! ¡Vengan a ver esto! —llamó a sus amigas.
De inmediato, todas se le reunieron y, entusiasmadas, se quedaron observando el increíble paisaje. De pronto, Isabel reaccionó.
—Don Miguel, ¿qué va a hacer con él?
Por primera vez, el rostro simpático del quiosquero adoptó seriedad; aunque parecía imposible que tan buen hombre tuviera algo de qué preocuparse.
—No sé, no sé... ¿Qué se puede hacer? Se lo olvidó —respondió.
—¡Es hermoso! ¿Me lo puedo quedar? —dijo entonces