Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov
cansado. Las mujeres no ayudan.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Entonces es que no ha encontrado a la adecuada. Algo en ellas le habrá irritado. La mujer tiene que ser armoniosa, y así usted se cansará; la armonía cansa mucho… Tome el ejemplo de un museo: después de la tercera sala ya le entran unas ganas insoportables de dormir, pero tratando de no parecer un nuevo rico, mira usted los cuadros con ojos desorbitados y se queda largo rato leyendo los nombres de los pintores en las placas metálicas para salvarse de los bostezos. ¿No es cierto?
—Me gusta la pintura.
—¿Qué quiere decir? ¿Es usted una excepción? ¿No bosteza en los museos?
—No bostezo.
—No es lo normal. A todo el mundo le entra sueño en los museos. Usted dice: «No soy psicópata». Pero, en mayor o menor grado, todos somos psicópatas, aunque algunos saben fingir.
«Tengo que soportar una semana más —pensó Isaiev—; dentro de una semana me meteré en un barco, me dormiré enseguida y acabará este horror. Pero tendrá que recetarme algo fuerte, porque de otro modo no aguantaré, sé que no aguantaré…»
—En la farmacia inglesa me dijeron que había llegado un «preparado del sueño» que es una garantía contra el insomnio.
—¿Y usted aún cree en garantías? —El doctor lanzó una carcajada y, levantándole el párpado izquierdo, echó su aliento de borracho en la cara de Isaiev—. Mire hacia abajo. Hacia mí. A la izquierda. Ahora a la derecha.
«Moscú huele distinto, huele a tilos en flor —se dijo Isaiev—. En otoño también huele a tilos en flor, si uno va al bosque por la mañana temprano cuando el campo parece una cortina de brocado que cubre el cielo y hay que pintarlo de una manera dura y precisa, sin adornos y sin tratar de embellecerlo aún más… Es posible que aquí huela a tilos en flor, porque ha llovido recientemente y el andén es negro y está resbaladizo, hinchado por las aguas primaverales; caerse en este andén no es vergonzoso: uno resbalaría sobre él como lo hacía en la infancia por las plaquitas de hielo de diciembre, y no habría ningún desamparo ni humillación en ello, pero que no caiga Sashenka. Por lo visto, lo ha comprendido. Me está mirando, camina más despacio, la locomotora resopla con más lentitud y ya es posible saltar al andén; aunque no, no hay que darse prisa; es decir, sí hay que darse prisa, aunque me acuerdo demasiado bien del cuento de Kuprín en el que un ingeniero, que se apresuraba por ver a su familia, cayó bajo las lentas ruedas del tren en el momento en el que solo faltaban los dos últimos minutos, los más largos y superfluos de todo el camino… ¡Oh, cómo la quiero! Pero la quiero como estaba en aquel momento en el muelle de Vladivostok, asustada, mía, hasta la última gota mía; toda ella al descubierto, y me pertenecía, y todo lo sabía de antemano: cuando estaba triste y cuando reía, y ahora han pasado cinco años y es la misma, pero tal vez completamente distinta, pues yo soy otro, y, ¿cómo lo pasaremos juntos? Dicen que las separaciones son la prueba del amor. No se trata de contraespionaje: es el amor. Aquí todo lo determina la confianza. Si tratásemos alguna vez de probar el amor como lo hemos aprendido a hacer con la lealtad, se produciría una traición, más terrible que la de una noche casual de ella con alguno o la de una mujerzuela ocasional conmigo.
»¡Tren, para! ¡Tranquilízate! ¡Cobra aliento! Ya hemos llegado. Para.»
El doctor abrió los dedos y solo entonces sintió Isaiev dolor en el párpado.
—El «preparado del sueño» —dijo el doctor, encendiendo un largo habano— lo hace, en Cantón, Israel Mijailovich Rudnik. Como nuestro sistema estatal, pasado y actual, provoca desconfianza crónica en todo el mundo civilizado, Rudnik envasa su invento en cajitas inglesas. Se las han hecho aquí, en Shanghái, y las vende como rosquillas. Lo más asombroso es que la gente de Yoffe, del Consulado General, ha comprado un gran lote del «preparado inglés». Parece que en el Kremlin hay alguien que no puede dormir.
«Pues yo me dormiría aquí —pensó Isaiev—. En la consulta de los médicos, si uno no tiene cáncer, se siente la tranquilidad de lo inmortal. Las ilusiones son la garantía más segura del bienestar humano. Por eso al cine lo llamaban “la gran ilusión”. Deberían hacer películas sobre la felicidad; pero no, siempre filman desgracias, siempre sufrimientos.»
—¿Le gusta la miel? —preguntó el doctor sentándose a la mesa—. ¿La de tilo o la miel blanca?
—Únicamente a los tontos no les gusta —contestó Isaiev—. Pero yo soy pragmático, doctor. No creo en curaciones con miel, hierba y paseos. Creo en las pastillas.
—Excelentísimo señor, un verdadero galeno se parece a una ramera del puerto; ya que usted me paga, estoy dispuesto a cumplir cualquiera de sus deseos. ¿Quiere píldoras? Pues enseguida lo arreglaremos. Pero si quiere dormir, miel, paseos y hierba.
—¿Raíz de valeriana, hierbabuena y un poco de salvia?
El doctor miró a Isaiev por encima de las gafas. Cuando miraba a través de ellas, sus ojos parecían muy grandes, como los de una mujer encinta y, de la misma forma, vigilantes.
«La medicina será impotente hasta que la humanidad no acabe con la mentira —pensó Isaiev—. Le estoy diciendo mentiras. Hablando con más exactitud, no le digo la verdad. Si le hubiera dicho que no puedo dormir porque espero regresar a casa, y allí, entre los míos, no necesitaré ningún remedio, y que el insomnio comenzó hace un mes, porque Walter me habló de la próxima salida (no se puede hablar a un hombre de felicidad si no se la pueden ofrecer enseguida), entonces sabría dónde radica la causa de mi insomnio.»
—Buenos días, mi amor…
—Maximushka… Maxim Maximich… Maxim…
—Buenos días, Sashenka. ¿Cómo estás?
«¿Qué estoy diciendo? Las palabras están gastadas como monedas. (¿Eran acaso esas palabras las que le había dicho todos aquellos años, cuando soñaba con ella? ¿Por qué nos avergonzamos de expresarnos? ¿Es sincero el hombre solo cuando habla consigo mismo, en secreto y sin emitir sonido alguno?»
—Qué raro. «¿Cómo estás?», ¿por qué me lo preguntas, Maxim?
—Siempre me pareció que tenías los ojos grises y ahora veo que son azules.
—¿Por qué no me besas?
«¡Qué labios tan suaves y tiernos tiene…!»
Seguramente, solo las mujeres que aman tienen esos labios, dóciles, que se esfuerzan en callar y no pueden callar, ni tampoco hablar; por eso tiemblan todo el tiempo y tienes miedo de que digan lo que tanto temes oír; por eso, bésalos, Maxim, besa esos labios secos, suaves, y no mires su cara, ni trates de comprender por qué cierra los ojos y tiene lágrimas en las mejillas. ¿Tal vez con ellas se vaya la desgracia? ¿Quién es el culpable de su desgracia? ¿Tú? Tú. ¿Quién más? Tú la dejaste durante estos cinco largos años; no la pudiste encontrar, aunque la buscaste; no le escribiste ni una sola vez una sola palabra. ¿Quién más puede ser el culpable de su desgracia? Su desgracia… Nuestra desgracia, o, más exactamente aún, mi desgracia. Porque yo puedo perdonar, pero nunca olvidar…
—¿No ha tenido sífilis? —le preguntó el doctor—. Entonces le tranquilizaremos la «cabeza» con mercurio. Durante una epidemia de tifus, muchos contrajeron sífilis y no lo sospecharon. Hace poco hicimos una autopsia curiosa; destripamos al coronel Rosenkranz. Pensamos que se trataba de una apoplejía; bebía mucho, pero en la «cabeza» le encontramos un tumor sifilítico de tercer grado. Sus hijas están en edad de casarse. Y aquí viene un problema para una mente ágil: ¿dónde está la frontera entre la moral y el deber? Tenemos que obrar de manera inmoral: llamar a las muchachas para hacerles un reconocimiento. Los chinos y los ingleses insisten. Shanghái —dicen— es el puerto más limpio de China. Rosenkranz, antes de morir, no pegó ojo durante tres semanas; se desgañitaba. Pensábamos que tenía el síndrome de la resaca y que le había subido la presión. Pero no… no le hablo de sífilis por casualidad.
—¿Cuánto