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voces:
—¡Camarero, cerveza!
—Son rusos —susurró Karl—. Ahora pedirán vodka y pan negro. Los rusos, aunque delgados, jóvenes y educados, se comportan como puercos. Perdone un momento…
Se levantó de la mesa y gritó hacia el sótano, apoyándose en el pasamanos de la escalera:
—¡Dos cervezas, rápido!
«Estaría bien saber si estos muchachos me vieron en la farmacia o esperaron a que saliera del médico —pensó Isaiev—. Seguramente, me esperaban cerca de la consulta. Pero no me he dado cuenta de que me siguieran. Mal asunto, pero que muy malo…» «Creo que estoy dormido —se dijo Isaiev—. También a ella la engaño con mi respiración acompasada, con mi mano pendiendo de la cama y el cuello estirado. Me veo desde fuera incluso cuando duermo. ¡Qué horror! Y si le digo que me doy cuenta de que está a mi lado, de que me mira a la cara, de que veo temblar la venita azul de su cuello, de que se cubre el pecho con el brazo izquierdo y de cuánto dolor veo en sus ojos, me consideraría como el último canalla, porque podría creer que la estoy mirando a través de los párpados semicerrados. ¿Tal vez la miro así? No. Mis ojos están cerrados; simplemente, la veo porque estoy acostumbrado a sentir todo lo que está cerca de mí. Yo pensaba que esto me ocurriría solamente allí, detrás de la frontera; pensaba que en casa todo esto desaparecería y me convertiría de nuevo en un hombre común, como todos, y no sentiría esta constante tensión; pero, por lo visto, es imposible, y siempre seré así: alguien que solo cree en sí mismo y en dos enlaces: Rosa y Walter, y en nadie más. Tengo que engañarla, tengo que volverme torpemente y abrir los ojos, pero no de pronto, para no asustarla, sino poco a poco: primero, estirarme, después, empezar a murmurar algo, y, por fin, de un tirón, sentarme en la cama y abrir los ojos. Así tendrá tiempo de cubrirse con la sábana; sin duda se tapará con la sábana y se secará los ojos, porque está llorando.»
Últimamente, Isaiev vivía en un hotel cerca del puerto, y todas las ventanas de su cuarto daban al mismo. Se pasaba horas apoyado en el alféizar viendo los barcos de Rusia. Al principio, se paraba junto al muelle donde atracaban los buques soviéticos, pero después de haber visto a su lado a dos mozos de la Unión de Liberación que fingían contemplar los barcos solo cuando él advertía su presencia, dejó de ir al puerto. «Cuídate, que alguien te cuidará», le decía el cazador Timoja, temiendo pronunciar el nombre de Dios en vano, porque los rojos «no entienden nada de eso y, además, se ríen».
A pesar de que los jóvenes del contraespionaje blanco habían empezado a seguirlo, Isaiev había transmitido en varias ocasiones a Yerzinski1 el informe de que los exiliados de Shanghái —y, por supuesto, los de Dairen— no eran ya una una fuerza real y que los juegos de complots, chequeos y planes a largo plazo no eran sino un medio de conseguir dinero en algún sitio para dar de comer a sus familias. Los más listos se dedicaron al comercio, y los más ricos se fueron a los Estados Unidos; en la política, en el «movimiento de liberación», quedó gente desgraciada, condenada, tontos que cifraban sus esperanzas en un milagro: la explosión interna, la guerra en Occidente, la intervención desde Oriente. Los exiliados políticos reunían dinero en cantidades míseras, mandaban emisarios, unas veces, a Tokio, y otras, a París, pero los echaban de todas partes. Moscú ofrecía concesiones, y esto era una ventaja real y no quimérica. Los exiliados eran mirados como los parientes pobres que molestan y a los que no se les puede echar, pero tampoco se les puede dar dinero; acabarían por malcriarse definitivamente.
Sin embargo, Yerzinski criticó fuertemente a Isaiev:
—Hay que analizar con más profundidad y amplitud —replicó—. La situación es tal, que el exilio no interesa en modo alguno a los gobiernos de Europa, y, además, están divididos entre ellos. No obstante, si en el mundo aparece una fuerza extremista organizada y dirigida, el exilio encontrará un apoyo más amplio. Los contactos de Savinkov permiten señalar como tal fuerza a los fascistas de Mussolini y a los nacionalsocialistas de Hitler.
—¿Enciendo la luz, Maximushka?
—Pero aún se ve, ¿no?
—Sí. Pero a mí me parece que ya es de noche.
—Ven, Sashenka…
—¿Tomarás té?
—Ven a mí…
—He calentado el agua en el samovar. ¿Quieres lavarte, después del viaje?
—Quiero que te acerques a mí, Sashenka.
«Me parte el corazón su modo de mirarme. Se ha puesto los brazos en el pecho, como si rezara. Niña, amor mío, ¡qué miedo he pasado por ti durante todos estos años! No me mires así. Estaré callado. No preguntaré nada de nada. Tampoco me preguntes. No debemos humillarnos con mentiras.»
Después de la muerte de Yerzinski, a Isaiev le pareció que lo habían olvidado. Dirigió a la Lubianka ocho cartas pidiendo permiso para ir a Moscú: sus nervios se resentían. No había respuesta. Pero, un mes antes, Walter le había transmitido la orden de que se alojara en este hotel y esperase la llegada de nuevos documentos para salir de China, y todo el mes lo había pasado insomne, andando por la ciudad hasta sentir mareos o náuseas; se sentaba en el banco de un parque, cerraba los ojos, se hundía en una pesada modorra de diez minutos, y, entonces, le parecía como si alguien le diera un golpe en la cabeza. «¡No te duermas! ¡Abre los ojos! Tienes que resistir una semana más. ¡No te duermas!».
Isaiev estaba sentado en el alféizar, viendo cómo la penumbra invadía la ciudad. Esperaba, al fin, sentir deseos de dormir, pero mientras más se acercaba el día de la partida, más terrible le era volver a la habitación. Los cinco años pasados en Shanghái, Cantón y Tokio se vengaban ahora con un frío interior y una constante sensación de escalofrío y de miedo. Lo mismo le ocurría en la infancia, cuando planeaba con su padre ir a Grenoble y estaba esperando este viaje todo el año como una fiesta, mientras se preguntaba: «¿Y si luego no hiciéramos el viaje?». Esperaba sin cesar tener ganas de acostarse y de estirarse hasta que los huesos crujieran, con los brazos debajo de la cabeza, viendo la cara de Sashenka cerca, muy cerca, y dormirse después, y despertarse cuando solo faltaran cinco días para la partida.
—Te quiero mucho, Maxim; tal vez solo ahora he llegado a comprender cuánto te quiero…
—¿Por qué solo ahora?
—Porque se espera lo soñado, pero se quiere lo nuestro.
—¿No es al contrario?
—Tal vez sea al contrario. Ahora no tenemos por qué hablar, querido. Estamos diciendo tonterías como si jugáramos al escondite. Déjame quitarte la corbata, agáchate.
«Antes no sabía quitarme la corbata», pensó Isaiev, y tomó entre sus manos los helados dedos de ella y se los apretó.
Llamaron a la puerta suave y cautelosamente; pero como quiera que el pasillo estaba cubierto con una gruesa alfombra que ahogaba los pasos, la suave llamada pareció un trueno. Maxim Maximóvich, llevándose la pistola al bolsillo de la chaqueta, dijo:
—Adelante.
Walter vestía un traje de dril blanco, manchado con gotas de vino tinto.
—Toma —dijo alargando el sobre—, para ti. —Su tonante dialecto bávaro resultaba hoy especialmente brusco.
En el sobre estaba un pasaporte alemán a nombre de Max Otto von Stirlitz y el billete de primera clase para Sidney.
Walter cerró los ojos y empezó a hablar; memorizaba fácilmente los datos cifrados después de apuntarlos dos veces en varias hojitas de papel:
Camarada Vladímorov:
Entiendo la magnitud de sus dificultades, pero la situación es tal, que no tenemos derecho a aplazar para manaña lo que podemos hacer hoy. La documentación que le enviamos «para Stirlitz» es totalmente segura y le ofrece la posibilidad, dentro de dos o tres años, de infiltrarse en las filas de los nacionalsocialistas de Hitler, quien