Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov


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como negar por completo su culpabilidad. Había aprendido la exactitud y el control de su conducta en todos los lugares y circunstancias. Hasta en su propia casa se descubría transformado en un hombre completamente distinto. Al despertarse por la noche, permanecía a veces durante largo rato con los ojos abiertos, escuchando el silencio: le parecía que incluso allí, en un cuarto oscuro, alguien de ojos fríos y serenos continuaba observando. Al principio hablaba con su mujer por la noche, en un susurro; pero, a medida que iban desarrollándose técnicas especiales de escucha —y Krüger mejor que nadie conocía sus éxitos—, dejó de decir en voz alta lo que a veces se permitía pensar. Hasta en el bosque, paseando con su mujer, callaba o le hablaba de nimiedades, porque le parecía que en el Centro ya habían inventado un aparato capaz de grabar a grandes distancias.

      Así, paulatinamente, se había operado la transformación. El Krüger de antaño había desaparecido; en su lugar, y con la envoltura de un hombre conocido por todos, sin ningún cambio externo, existía otro, creado por el anterior, desconocido para todos, que no solo tenía miedo a decir las verdades, sino que temía incluso pensarlas.

      —No —dijo Krüger con sentimiento, frunciendo el ceño y ahogando a duras penas un suspiro—, no tengo una justicación suficiente… Soy un soldado, la guerra es la guerra y no espero indulgencia alguna.

      Jugaba con precisión. Sabía que mientras más severo fuera consigo mismo, más desarmaría a Kaltenbrunner. Nada hace rabiar tanto a un galgo como la huida de una liebre. Claro que Krüger ignoraba el comportamiento de un galgo ante una liebre que se detuviese en su carrera y levantara las patitas; pero conocía bien las relaciones dentro de las SS: cuanto mayor fuese el rigor con que se castigase a sí mismo, tanto más suave sería Kaltenbrunner o cualquier otro en su lugar.

      —No se comporte como una mujer —replicó Kaltenbrunner, encendiendo un cigarro; Krüger comprendió que su línea de conducta había sido correcta: se había salvado. Había que analizar el fracaso para que no se repitiera jamás.

      Krüger dijo:

      —Obergruppenführer, sé que mi culpa es enorme. Pero quisiera que escuchara usted al Standartenführer Stirlitz. Estaba al tanto de nuestra operación, y puede confirmar que todo había sido preparado a conciencia. A él lo ascendieron, mientras que a mí…

      —¿Qué tenía que ver Stirlitz con esta operación? —Kaltenbrunner se encogió de hombros—. Trabajaba en el servicio de espionaje y se ocupaba de otros asuntos en Cracovia.

      —¿Estaba incluido Stirlitz en la lista de personas que debían conocer esta operación?

      —No lo sé.

      Kaltenbrunner llamó al secretario:

      —Averigüe, por favor, si Stirlitz, de la sexta sección, estaba incluido en la lista de personas encargadas de llevar a cabo la operación Schwarzfeuer.

      Cuando el secretario hubo salido, Krüger comprendió que había desviado demasiado pronto el golpe hacia Stirlitz y dio marcha atrás.

      —Toda la culpa es mía —continuó, inclinando la cabeza y hablando en voz baja y con dificultad—. Para mí sería terrible que castigara usted a Stirlitz. Lo respeto profundamente como a un soldado leal. No tengo justificación, y solo podré expiar mi culpa con mi propia sangre en el campo de batalla.

      —¿Y quién va a luchar contra los enemigos aquí? ¿Yo? ¿Solo? Es demasiado sencillo morir en el frente por la patria y por el Führer. Mucho más difícil es vivir aquí, bajo las bombas, y eliminar las inmundicias con hierro candente. ¡Aquí no solo se necesita valor, sino cabeza! ¡Y cabeza inteligente, Krüger!

      Krüger comprendió que no lo enviarían al frente, que era el castigo más terrible. Terrible no por las balas rusas —por supuesto, él sería un oficial de alto rango en el frente—, sino, simplemente, porque conocía el odio feroz que los oficiales del Ejército tenían a los antiguos funcionarios del SD. Siempre buscaban un pretexto para someter a la gente del SD a los procesos del partido o a un tribunal militar, y allí no se podía esperar misericordia; las leyes del frente son las de la muerte…

      El secretario abrió sigilosamente la puerta y puso sobre la mesa de Kaltenbrunner varias carpetas delgadas. Kaltenbrunner las ojeó y, tras una exclamación de asombro, dijo:

      —Gracias. Averigüe, por favor, si Stirlitz visitó a los jefes después de su regreso de Cracovia y, si lo hizo, con quién se entrevistó. Averigüe, además, qué problemas se discutieron.

      —Ya lo he hecho —dijo el secretario—, por si acaso. A su regreso, Stirlitz comenzó a trabajar inmediatamente en el asunto del transmisor estratégico que envía informaciones a Moscú…

      Krüger se acordó de cuando escuchó en Cracovia la conversación, grabada, que sostuvo el coronel del Ejército, Berg, con el general Neubuth, en la que el coronel pedía que lo mandaran al frente. Krüger decidió imitarlo: imaginó que, como todas las personas crueles, Kaltenbrunner sería muy sentimental.

      —Sin embargo, Obergruppenführer, pido su permiso para ir a primera línea de combate.

      —Siéntese —dijo Kaltenbrunner—y no se comporte como una Gretchen. Hoy puede descansar, pero mañana escríbame detalladamente, paso a paso, todo lo relativo a la operación. Ya pensaremos después dónde mandarlo. Hay poca gente y mucho trabajo, Krüger. Mucho trabajo.

      Cuando Krüger se hubo retirado, Kaltenbrunner llamó a su secretario:

      —Revise todo lo concerniente a Stirlitz en los dos últimos años, pero de modo que no se entere Schellenberg. No hay por qué alarmarse: Stirlitz es un funcionario valioso y un hombre valiente, no debemos arrojar sobre él ninguna sombra de sospecha. Simplemente, es un chequeo mutuo y de rutina entre compañeros… Prepare también una orden para Krüger: lo mandaremos como segundo jefe de la Gestapo a Praga, que ahora es un lugar caliente.

      12-2-1945 (18 H 38 MIN)

      «—Pastor, ¿qué cree usted que predomina en el ser humano, el hombre o la bestia?

      »—Creo que en el hombre están equilibrados a partes iguales.

      »—No puede ser.

      »—Solo puede ser así.

      »—No.

      »—De lo contrario, uno de los dos ya habría vencido hace mucho tiempo.

      »—Ustedes nos reprochan que apelamos a los bajos instintos y relegamos lo espiritual a un plano secundario. Lo espiritual es verdaderamente secundario. Lo espiritual crece como los hongos con la levadura.

      »—¿Y en este caso cuál es la levadura?

      »—La ambición. Lo que ustedes llaman lujuria, yo lo llamo un deseo sano de acostarse con una mujer y hacerle el amor. Ser el primero en el trabajo es una sana aspiración. Sin estas aspiraciones, habría cesado el desarrollo de la humanidad. La Iglesia ha hecho muchos esfuerzos por frenar este desarrollo. ¿Comprende usted a qué periodo de la Iglesia me refiero?

      »—Sí, sí, por supuesto, lo conozco. Conozco perfectamente ese periodo, pero también conozco otras cosas. No veo la diferencia entre sus opiniones sobre el hombre y las que tiene sobre el Führer.

      »—¿De veras?

      »—Sí. Él ve en el hombre una bestia ambiciosa. Sana, fuerte y ansiosa de ganarse el espacio vital.

      »—No se da usted cuenta de lo equivocado que está; el Führer no ve en cada alemán solo una bestia, sino una bestia rubia.

      »—Pero usted ve en cada hombre una bestia en general.

      »—Veo


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