Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov
camaradas. Pastor, usted no traicionará a los inocentes…»
Tras oír la grabación, Stirlitz se levantó rápidamente y se alejó hacia la ventana para no encontrarse con la mirada de quien el día antes había pedido ayuda al pastor y ahora sonreía maliciosamente escuchando su voz, tomando coñac y fumando ávidamente.
—¿No tenía cigarros el pastor? —preguntó Stirlitz sin volver la cabeza.
Estaba junto a la enorme ventana, que ocupaba toda la pared, y veía cómo los cuervos se peleaban en la nieve disputándose el pan. El guardia recibía ración doble de comida, y le gustaban mucho las aves. No sabía que Stirlitz pertenecía al SD, y estaba completamente convencido de que la villa era propiedad de homosexuales o magnates financieros: nunca había estado en ella una sola mujer, y cuando se reunían hombres, hablaban en voz baja, y sus comidas y bebidas eran exquisitas. Casi siempre, norteamericanas y de primera calidad.
—Sí, casi me vuelvo loco por falta de tabaco. El viejo hablaba en exceso, y estuve a punto de ahorcarme por no poder fumar.
El agente se llamaba Klaus. Lo habían reclutado dos años antes. Él mismo lo había pedido: antiguo corrector tipográfico, ansiaba sensaciones fuertes. Trabajaba artísticamente, desarmando a sus interlocutores con la sinceridad y la brusquedad de sus opiniones. Se le permitía hablar de todo, pero su trabajo debía dar resultados y ser rápido. Stirlitz, que había estudiado bien a Klaus, le tenía más miedo en cada nueva entrevista.
«¿No estará enfermo? —pensó una vez—. La sed de traición es de algún modo una enfermedad. Es curioso: Klaus en modo alguno se ajusta a Lombroso.3 Es más terrible que todos los criminales que he visto, pero parece tan decente y encantador…»
Stirlitz volvió a la mesa, se sentó frente a Klaus y le sonrió.
—Bien —dijo—, entonces, ¿está usted seguro de que el viejo le arreglará los contactos?
—Sí, ese problema está resuelto. Me encanta trabajar con intelectuales y curas. ¿Sabe?, es tremendo ver cómo un hombre va a la muerte. A veces me gustaría decirle a alguno: «¡Detente, estúpido! ¿Adónde vas?».
—Creo que no vale la pena hacerlo —dijo Stirlitz—; sería poco razonable.
—¿No tendrá usted conservas de pescado? Me vuelvo loco si no como pescado. Es el fósforo, ¿sabe? Las células nerviosas lo necesitan…
—Le conseguiré buenas conservas de pescado. ¿Cuáles quiere?
—Me gustan en aceite.
—Entiendo. ¿De qué producción? ¿Nuestra o…?
—«O» —rio Klaus—. Aunque no sea patriótico, me gustan mucho las comidas y bebidas de Norteamérica y Francia.
—Le conseguiré una caja de genuinas sardinas francesas. El aceite es de oliva, muy picante. Un montón de fósforo… ¿Sabe?, ayer examiné su expediente…
—Pagaría lo que fuera por verlo, aunque fuese con un solo ojo…
—No crea que es tan interesante… Resulta impresionante que usted hable, se ría o se queje de dolor de hígado, si tenemos en cuenta que ha llevado a cabo hace poco una ardua operación. Sin embargo, su expediente es aburrido: informes y más informes. Todo se ha mezclado: sus denuncias, las denuncias contra usted. No, no es interesante… Es curioso lo otro: calculé que, según sus informes, y gracias a su iniciativa, fueron arrestadas noventa y siete personas. Nadie dijo nunca nada sobre usted. Nadie. Y en la Gestapo los trabajaron con bastante dureza…
—¿Por qué me habla de eso?
—No lo sé… Trato de analizar. ¿Le dolió alguna vez cuando detuvieron a la gente que antes lo había ayudado a usted?
—¿Usted qué cree?
—No lo sé.
—Tampoco yo. Creo que me sentía fuerte al enfrentarme con ellos… Me interesaba la lucha. Lo que les ocurría después, no lo sé… ¿Qué nos ocurrirá después a nosotros, a todos nosotros?
—Es verdad —convino Stirlitz.
—Después de nosotros, el diluvio… Además, los nuestros son cobardes, envidiosos, delatores. Todos son así. Es imposible ser libre entre esclavos… Entonces, ¿no es mejor ser el más libre entre los esclavos? Todos estos años he gozado de total libertad espiritual.
Stirlitz preguntó:
—Dígame, ¿quién visitó al pastor anteayer por la noche?
—Nadie…
—Alrededor de las nueve…
—Se equivoca —dijo Klaus—. En todo caso, de los suyos no vino nadie; yo estaba allí completamente solo.
—Tal vez visitaron al pastor… Mis hombres no pudieron ver sus caras.
—¿Vigilaban ustedes la casa?
—Por supuesto. Todo el tiempo. Entonces, ¿está usted seguro de que el viejo trabajará para usted?
—Puede apostar su cuello a que lo hará. En general, siento vocación de opositor, de tribuno, de líder. La gente se somete a mi empuje y a la lógica del razonamiento…
—Bien. Es usted estupendo, Klaus. Pero no se jacte en exceso. Ahora, vayamos al trabajo… Durante varios días vivirá usted en una de nuestras casas. Después, le espera un trabajo serio, que no tiene relación conmigo.
Stirlitz decía la verdad. Los colegas de la Gestapo habían pedido prestado a Klaus durante una semana. En Colonia habían sido capturados dos pianistas4 rusos en pleno trabajo, junto al receptor. Como no hablaban, había que mandar a su celda al hombre adecuado. Imposible encontrar a uno mejor que Klaus. Stirlitz había prometido buscarlo.
—Tome una hoja de papel de la carpeta gris —dijo Stirlitz— y escriba lo siguiente: «¡Standartenführer! Estoy terriblemente cansado. Mis fuerzas están al borde del agotamiento. He trabajado honradamente, pero no puedo más. Quiero descansar».
—¿Para qué todo eso? —preguntó Klaus, firmando la carta.
—Creo que no le vendría mal irse una semana a Innsbruck —contestó Stirlitz, alargándole un fajo de billetes—. Allí funciona un casino, y las jóvenes esquiadoras, como siempre, se deslizan por las montañas. Sin esta carta no podré conseguirle una semana de felicidad.
—Gracias —respondió Klaus—, pero tengo bastante dinero…
—Nunca está de más. ¿Sí o no?
—Claro que no —convino Klaus, guardándose el dinero en el bolsillo trasero del pantalón—. Dicen que ahora cuesta mucho curar la gonorrea. —Se rio.
—Trate de recordarlo otra vez: ¿no lo vio nadie en casa del pastor?
—No tengo nada que recordar. Nadie me vio.
—Me refiero incluso a nuestra gente.
—Es posible que me hayan visto si vigilaban la casa, pero no lo creo. No vi a nadie.
Stirlitz recordó que, una semana antes, él mismo lo había vestido de presidiario, antes de fabricar el espectáculo de hacer desfilar a los presos a través de la aldea donde ahora vivía el pastor Schlag. Recordó la cara de Klaus en aquella ocasión: sus ojos eran un poema de bondad y valor; había asumido el papel que debía desempeñar. Entonces, Stirlitz le había hablado de modo diferente; era un santo el que estaba sentado junto a él en el automóvil: la cara luminosa, la voz afligida, y precisa cada una de las palabras que pronunciaba.
—Esta carta la enviaremos de camino a su nueva casa —dijo Stirlitz—. Escriba otra al pastor, para no despertar sospechas. Intente escribirla usted mismo. No le molestaré, voy