Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov


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considerable de tropas desde el sur y desde el norte. Tendremos margen. Stalin necesitará dos o tres meses para reagrupar las reservas, nosotros necesitaremos cinco días para trasladar los ejércitos; las distancias en Alemania nos permiten hacerlo, desafiando las tradiciones de la estrategia.

      »Jodl: De todas maneras, sería deseable coordinar este problema con las tradiciones de la estrategia…

      »Hitler: ¿Qué quiere decir con eso, Jodl?

      »Jodl: Creo que todo esto es muy sabio y perspicaz, pero me permito expresar mi desacuerdo solo en lo siguiente: que no deben coordinarse los detalles de este plan con las tradiciones de la ciencia militar.

      »Hitler: No se trata de detalles, sino del conjunto. Al fin y al cabo, los problemas particulares siempre pueden resolverse en los estados mayores por los grupos limitados de especialistas. Los militares tienen más de cuatro millones de personas organizadas en un poderoso puño de resistencia. La tarea consiste en convertir ese poderoso puño de resistencia en el golpe demoledor de la victoria. Estamos ahora en las fronteras de agosto de 1938. Nuestra industria militar produce cuatro veces más armamento que en 1939. Nuestro Ejército es dos veces mayor que en 1939. Nuestro odio es terrible y la voluntad de vencer, inmensa. Les pregunto: ¿acaso no ganaremos la paz a través de la guerra? ¿Acaso el éxito militar no engendra el éxito político? Les ruego que me preparen para mañana proposiciones concretas, señor mariscal de campo.

      »Keitel: Sí, mi Füher. Prepararemos el plan general y, si usted lo aprueba, comenzaremos a precisar todos los detalles.»

      Al llegar al estado mayor de Himmler, el Obergruppenführer SS Fegelein, cuñado de Hitler, le informó sobre la reunión en el búnker.

      —Cualquier solución política del problema —dijo— está rechazada categóricamente por el Führer.

      —¿Cómo aceptaron su plan los militares? —preguntó Himmler.

      —Con ironía. Aunque parezca raro, precisamente los militares han llegado ahora a la firme convicción de que el resultado de la guerra no puede decidirse por más caminos que los políticos.

      —¿Capitulación? —preguntó Himmler pensativo.

      —¿Por qué necesariamente capitulación? Negociaciones…

      (Del expediente del miembro del NSDAP desde 1933, Standartenführer SS Von Stirlitz, sexta sección de la Dirección de Seguridad: «Ario genuino. Carácter nórdico, sólido. Buenas relaciones con los compañeros de trabajo. Cumple su deber de forma intachable. Implacable con los enemigos del Reich. Excelente deportista: campeón de tenis de Berlín. Soltero; no ha tenido relaciones comprometedoras. Condecorado por el Führer. Obtuvo felicitaciones por parte del Reichsführer SS…»)

      Stirlitz llegó a su casa a las siete, cuando apenas había empezado a oscurecer. Le gustaba esta época del año: casi no había nieve y, por las montañas, el sol alumbraba las cumbres de los pinos como si hubiera llegado el verano y fuera posible irse a Müggelsse y permanecer allí todo el día pescando o durmiendo en una silla plegable.

      Aquí, en Babelsberg, muy cerca de Potsdam, vivía ahora solo en su pequeña villa. Su ama de llaves se había marchado la semana antes a Turingia, a las montañas, a casa de su sobrina. La mujer no pudo soportar más las interminables incursiones aéreas: los nervios le fallaban.

      La hija del dueño de la taberna El Cazador hacía ahora la limpieza. Era jovencita, muy espabilada y bella. «Debe de ser de Sajonia —pensaba Stirlitz mientras observaba cómo la muchacha manejaba una gran aspiradora para limpiar la alfombra de la sala—. Tiene el cabello negro y ojos azules. Habla con acento berlinés, pero seguro que es de Sajonia».

      Stirlitz miró su reloj pasado de moda y pensó: «Ya hay que cambiarlo. Si este Longines adelantara o atrasara, podría acostumbrarme; pero a veces atrasa y otras adelanta. No sirve para nada».

      —¿Qué hora es? —preguntó Stirlitz.

      —Cerca de las siete.

      Stirlitz sonrió: «Una criatura feliz… Puede permitirse decir “cerca de las siete”. La gente más feliz de la Tierra es la que puede manejar su tiempo sin temor a las consecuencias. Pero ella habla con acento berlinés, estoy seguro. Incluso con un poco del dialecto de Mecklemburgo…».

      Al oír el ruido del automóvil que se acercaba, pidió:

      —Niña, vete a ver quién ha llegado.

      Oyó el sonido de la puerta al abrirse. Asomándose al pequeño despacho en que estaba sentado él en un sillón junto a la chimenea, la muchacha dijo:

      —Es un señor de la Policía.

      Stirlitz se levantó, se estiró y fue a la antesala. Allí estaba el Unterscharführer SS con una gran cesta en la mano.

      —Standartenführer, su chófer ha enfermado y he venido a traerle su ración.

      —Gracias —dijo Stirlitz—. Póngala en la fresquera. La muchacha le ayudará.

      No acompañó al Unterscharführer cuando abandonó la casa. No abrió los ojos hasta que la muchacha, que había vuelto al despacho silenciosamente, le dijo en voz baja desde la puerta:

      —Si herr Stirlitz lo desea, puedo quedarme también por la noche.

      «Es la primera vez que ve tanta comida junta—pensó—. Pobre.»

      Stirlitz se estiró de nuevo y contestó:

      —No hace falta. Puedes coger la mitad del salchichón y el queso sin necesidad de eso.

      —Oh, no, herr Stirlitz —contestó ella—. No es por la comida…

      —¿Estás enamorada, estás loca por mí? Sueñas con mi pelo canoso, ¿verdad?

      —Los hombres canosos son los que más me gustan en el mundo.

      —Está bien, niña, seguiremos hablando de las canas. Después de que te cases. ¿Cómo te llamas?

      —Marie. Ya le dije: Marie.

      —Sí, sí, perdóname, Marie. María Magdalena. Todas vosotras, las pequeñas Marie, sois pecadoras, ¿no? Coge el salchichón y deja de coquetear. ¿Qué edad tienes?

      —Diecinueve.

      —Oh, una muchacha ya adulta. ¿Hace mucho que llegaste de Sajonia?

      —Sí. Desde que mis padres se mudaron para aquí.

      —Bien, Marie, vete a descansar. Temo que empezará el bombardeo y tendrás miedo de caminar cuando comience.

      La muchacha se fue. Stirlitz cubrió las ventanas con pesadas cortinas para que no se vieran las luces y encendió la lámpara de la mesa. Se agachó junto a la chimenea y notó de repente que los leños habían sido colocados precisamente como a él le gustaba: formando un pocito, y la corteza de abedul estaba lista en un rústico platillo azul.

      «No le hablé nunca de esto… O sí… Se lo dije. De todos modos, la niña tiene memoria —pensó encendiendo la corteza—. Pensamos en los jóvenes como lo hacían los maestros viejos. Visto desde fuera, debe de ser muy ridículo. Yo mismo me he acostumbrado a considerarme un viejo: cuarenta y cinco años…»

      Esperó a que el fuego empezara a lamer con avidez los leños de abedul, se acercó a la radio y la encendió. Una emisora de Moscú: estaban transmitiendo viejas novelas. Stirlitz recordó la vez que Goering dijo a sus hombres: «No es patriótico escuchar la radio enemiga, pero a veces me gustaría tanto oír las tonterías que dicen de nosotros». Fue entonces cuando Stirlitz comprendió que Goering era un cobarde estúpido: la información de que él escuchaba la radio enemiga llegaba de sus criados y de su chófer, reclutados por Müller. Si el «Nazi número 2» trataba de excusarse de esta manera, evidenciaba con ello su cobardía y la total inseguridad en el día de mañana. Stirlitz, en cambio, pensaba que no valía la pena ocultar que oía la radio enemiga. Al contrario, debería simplemente comentar del modo más adecuado


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