Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov


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de allí? Y si vuelve, ¿no se habrá aliado allí con la oposición o con otros canallas? Y no soy capaz de contestarme en sentido positivo o negativo.

      Müller preguntó:

      —¿Quiere ver su expediente o me lo llevo?

      —Lléveselo —respondió Kaltenbrunner con astucia, pues ya había tenido tiempo de estudiar todos los materiales—. Tengo que ir a ver al Führer enseguida.

      Müller miró a Kaltenbrunner interrogativamente. Esperaba que le diera noticias frescas del búnker, pero Kaltenbrunner no dijo nada. Tiró de la gaveta inferior de la mesa, sacó una botella de Napoleón, acercó la copa a Müller y preguntó:

      —¿Bebió mucho anoche?

      —Nada en absoluto.

      —¿Y por qué tiene los ojos enrojecidos?

      —No he dormido. Mucho trabajo en Praga. Nuestros hombres están vigilando las organizaciones clandestinas. En las próximas semanas ocurrirán allí cosas interesantes.

      —Krüger será una gran ayuda para usted. Es magnífico, aunque de poca imaginación. Tome coñac, le levantará el ánimo.

      —Al contrario, el coñac me deprime. Me gusta el vodka.

      —Este no lo deprimirá —sonrió Kaltenbrunner—, Prosit!

      Se lo bebió de un golpe, y la nuez de Adán le subió rápidamente, como la de un alcohólico.

      «No lo hace mal —pensó Müller, bebiéndose lentamente su coñac—. Seguro que ahora se servirá la segunda copa.»

      Kaltenbrunner encendió un Karo, cigarrillo fuerte y barato, y preguntó:

      —¿Otra?

      —Gracias —dijo Müller—. Con mucho gusto. Es bueno de verdad este coñac.

      2

      «¿POR QUIÉN ME TOMAN?». LA MISIÓN

      (Del expediente del miembro del NSDAP desde 1938, Obersturmbannführer SS Holtoff, cuarta sección de la Dirección de Seguridad: «Ario genuino. Carácter cercano al nórdico, fuerte. Mantiene buenas relaciones con los compañeros. Buenos índices en el trabajo. Deportista. Implacable con los enemigos del Reich. Soltero. No ha tenido relaciones comprometedoras. Condecorado por orden del Führer y felicitado por el Reichsführer SS…»)

      Stirlitz había decidido terminar hoy más temprano, para trasladarse de Prinz-Albrecht-Strasse a Nauen. Allí, en el bosque, en la bifurcación de caminos, se encontraba el pequeño restaurante de Paul, y, lo mismo que uno o cinco años atrás, el hijo de Paul, Thomas el Cojo, conseguía milagrosamente la carne de cerdo y ofrecía a sus habituales clientes el verdadero eisbein con col o, en el peor de los casos, conejo fresco con remolacha encurtida.

      Cuando cesaban los bombardeos, era como si la guerra no existiera. Igual que antes, se oía en el tocadiscos la voz grave de Bruno Warnke, cantando: «¡Oh, qué maravilloso era estar allí, en Müggelsee…!».

      Pero Stirlitz no había logrado aún salir. Entró Holtoff y dijo:

      —Estoy confuso. O mi detenido tiene una enfermedad mental o tenemos que mandárselo a ustedes, a los del espionaje, porque habla igual que esos cerdos ingleses de la radio.

      Stirlitz fue al despacho de Holtoff y estuvo allí sentado hasta las siete, escuchando los gritos histéricos de un astrónomo detenido dos días antes en Wansee. Distribuía octavillas escritas por él mismo. El texto era distinto en cada una de ellas. Holtoff alargó a Stirlitz una carpeta. Stirlitz empezó a revisar las hojas arrancadas de una libreta escolar: «¡Alemanes, abrid los ojos! ¡Nuestros locos líderes nos llevan al desastre! ¡El mundo nos maldice! ¡Poned fin a la guerra, rendíos!». Eran de este tenor en su mayor parte. Las había más cortas: «¡Nos dirigen unos maníacos! ¡NO a Hitler! ¡SÍ a la paz!».

      Y ahora, sentado en un taburete atornillado al suelo, el astrónomo gritaba por enésima vez:

      —¡No puedo más! ¡No puedo, no puedo! ¡Quiero vivir, simplemente vivir! ¿Entiende usted esto? ¡En la monarquía, en el capitalismo, en el bolchevismo! ¡No puedo más! ¡Me ahogan su ceguera, estupidez y locura!

      —¿Quién te ordenaba escribir las proclamas? — repetía Holtoff, metódicamente, en voz baja—: Esa porquería no se te puede haber ocurrido a ti. ¿Quién te transmitía los textos? Tu mano era dirigida por una voluntad ajena, enemiga, ¿verdad? ¿Con qué enemigos te has puesto en contacto, dónde y cuándo?

      —¡Nunca me he puesto en contacto con nadie! ¡Si tengo miedo de hablar hasta conmigo mismo! ¡Tengo miedo de todo! —gritaba el astrónomo—. ¿Acaso ustedes no tienen ojos? ¿Acaso no entienden que todo está perdido? ¡Estamos perdidos! ¿Acaso no entienden que cada nueva víctima es ya un acto de auténtico sadismo? ¡Ustedes repetían constantemente que vivían en nombre de la nación! ¡Están condenando a morir a niños desgraciados!

      ¡Son fanáticos, fanáticos ávidos que conquistaron el poder! ¡Están bien alimentados, fuman cigarros caros y beben café! ¡Déjennos vivir como personas y no como esclavos enmudecidos! —De pronto, el astrónomo quedó inmóvil, se secó el sudor de la frente y concluyó en voz baja—: O, mejor, mátenme aquí rápidamente. Es preferible volverse loco a comprender nuestra impotencia, y la estupidez de una nación que ustedes han convertido en un cobarde rebaño…

      —Espere —dijo Stirlitz—. Un grito no es un argumento. ¿Tiene algunas proposiciones concretas?

      —¿Cómo? —preguntó el astrónomo, asustado.

      La voz tranquila de Stirlitz, su manera de hablar sin prisa y sonriendo ligeramente, causaron en el astrónomo una impresión contraria: en la cárcel se había acostumbrado a los gritos y a los puñetazos en la cara. Uno se acostumbra con rapidez y pierde la costumbre lentamente.

      —Le pregunto: ¿cuáles son sus proposiciones concretas? ¿Cómo debemos salvar a los niños, mujeres y ancianos? ¿Qué propone usted? Siempre es más fácil criticar y renegar. Mucho más difícil resulta proponer un programa razonable de acción.

      —Rechazo la astrología. —Tras quedar pensativo durante largo rato, el astrónomo continuó lentamente—. Pero admiro la astronomía. Me quitaron la cátedra en Kiel…

      —¿Por eso eres tan rencoroso, perro? —gritó Holtoff.

      —Espere —dijo Stirlitz, frunciendo el ceño con irritación—. No hay que gritar… Continúe, por favor.

      —Vivimos en el año del Sol intranquilo. Las explosiones de las protuberancias, la transmisión de una energía solar excesiva influye en los cuerpos celestes, y los planetas y estrellas influyen, a su vez, en nuestra pequeña


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