Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov
Cuando estoy muy mal y me lanzo al riesgo con ojos abiertos, y mis riesgos siempre son mortales, me pongo en el pecho un amuleto: el medallón donde guardo un mechón de pelo de Sashenka. Tuve que tirarlo porque era demasiado ruso y compré uno alemán, pesado, intencionalmente ostentoso, pero el mechón de pelo dorado y blanco de Sashenka está conmigo y es mi amuleto».
Hacía veintitrés años, en Vladivostok, había visto a Sashenka por última vez, antes de partir a cumplir una misión encomendada por Yerzinski entre los rusos blancos exiliados, primero a Shanghái y después, a París. Pero, desde aquel día terrible, lejano y ventoso, su imagen vivía en él; ya convertida en parte de sí mismo, se había disuelto en él, era una parte de su propio yo.
Se acordó del inesperado encuentro con su hijo en Cracovia, ya casi de noche. Se acordó de la llegada de Grishanchikov a su hotel y de cómo hablaban en un susurro, con la radio puesta, y de lo atormentador que había sido alejarse del lado de su hijo que, por la voluntad del destino, había escogido también su camino. Stirlitz sabía que su hijo estaba ahora en Praga y que debía salvar esta ciudad de la aniquilación de la misma forma en que él y el mayor Torbellino habían salvado Cracovia. Sabía lo sumamente difícil que le era ahora llevar a cabo su tarea, pero comprendía también que cualquier esfuerzo por ver a su hijo —el viaje de Berlín a Praga solo duraba seis horas— podía exponerlo al peligro.
Se levantó y, cogiendo la vela, se acercó a la mesa. Sacó varias hojas de papel y las extendió como los naipes de un solitario. En una de ellas dibujó un hombre alto y gordo. Deseó escribir abajo
«Goering», pero no lo hizo. En la segunda hoja dibujó la cara de Goebbels, en la tercera, un rostro duro con una cicatriz: Bormann. Después de reflexionar unos instantes, escribió en la cuarta hoja «Reichsführer SS». Era el cargo de su jefe, Heinrich Himmler.
Apartando las otras, Stirlitz acercó la hoja en la que había dibujado a Goering y comenzó a trazar círculos y cuadrados solo comprensibles para él. Los unió con líneas: dos gruesas, una fina y otra intermitente apenas visible.
Si un agente se encuentra en el Centro de acontecimientos importantísimos, debe ser un hombre infinitamente emocional, hasta sensitivo como un actor; pero tiene que cubrir por completo esta desnudez emocional con sangre fría y una lógica implacable.
En las noches en que, muy raras veces, Stirlitz se permitía sentirse como Isaiev, se hacía estos razonamientos: ¿qué significa ser un verdadero agente? ¿Reunir la información, procesar los datos objetivos y transmitirlos al Centro para que se saquen conclusiones generales y se tomen decisiones? ¿O sacar sus propias conclusiones, ofrecer sus puntos de vista y exponer sus previsiones?
«Considerando que eres precisamente tú, tú el que siente exactamente lo que hay que esperar en el futuro; ¿tienes derecho tú, Maxim Isaiev, a influir en este futuro? La desgracia de la inteligencia —pensaba Isaiev—, consiste en que la excesiva abundancia de información corriente oculta la perspectiva, la encubre, obliga a las decisiones a ser subjetivas y no objetivas consecuencias del análisis de la verdad, sea esta siniestra o satisfactoria». Isaiev pensaba que si se permitiera a la inteligencia ocuparse de la planificación de la política, podría resultar entonces que hubiese muchas recomendaciones y pocos datos. Isaiev creía que él, el agente, debía de ser, ante todo, objetivo. Da malos resultados cuando la inteligencia está totalmente subordinada a la línea política trazada de antemano: así le pasó a Hitler. Creía que la Unión Soviética era débil y no prestaba atención a las cautelosas opiniones de los militares: «Rusia no es tan débil como parece». Del mismo modo, está mal que la inteligencia se esfuerce en dominar la política. Lo ideal es que el agente entienda la perspectiva del desarrollo de los acontecimientos y ofrezca a los políticos varias soluciones posibles y, desde su punto de vista, razonables.
«Un agente —pensaba Isaiev—, tiene derecho a dudar de la infalibilidad de sus predicciones, pero no tiene derecho a una sola cosa: a alejarse del método objetivo de investigación de la realidad.»
Comenzando ahora el último análisis de aquel material que había podido reunir en todos estos años, Stirlitz debía sopesar todos sus pros y sus contras. Se trataba del destino de millones de personas y de ningún modo podía equivocarse en el análisis.
INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. GOERING
Stirlitz empezó a fijarse por primera vez en Goering después de una incursión de fortalezas volantes norteamericanas en Kiel. La ciudad fue quemada y destruida. Goering comunicó al Führer que en el raid habían participado trescientos aviones enemigos. El Gauleiter2 de Kiel, Groche, que encaneció en aquellas veinticuatro horas, refutó a Goering: dijo que en la incursión habían tomado parte ochocientos aviones y que la Luftwaffe había sido incapaz de salvar la ciudad.
Hitler miraba a Goering en silencio. Una mueca de asco recorría su cara; movía su mano izquierda con inquietud; parecía que el Führer se rascaba como un enfermo de psoriasis. Después estalló:
—«Ni una sola bomba enemiga caerá sobre las ciudades de Alemania» —empezó a citar nervioso, dolido, sin mirar a Goering—. ¿Quién decía esto a la nación? ¿Quién se lo hizo creer a nuestro partido? ¡He leído libros sobre juegos de azar y sé lo que es un bluf! ¡Alemania no es el paño verde de una mesa de timbas! —Hitler miró a Goering gravemente y continuó—: ¡Está usted sumido en la abundancia y en el lujo, Goering! ¡Está usted viviendo en tiempo de guerra como un emperador o un plutócrata judío! ¡Tira usted con arco a los venados, mientras que mi nación es asesinada por la metralla de los aviones enemigos! ¡La vocación del líder es la grandeza de la nación! ¡El destino del líder es la modestia! ¡La profesión de un líder es la correlación exacta entre las promesas y su cumplimiento!
Más tarde se supo que, al escuchar estas palabras de Hitler, Goering había vuelto a su casa y se había acostado con fiebre y un fortísimo ataque de nervios. Iba constantemente a las ciudades bombardeadas, allí se reunía con el pueblo, exigía la ayuda inmediata para las víctimas, organizaba de nuevo la defensa antiaérea de la ciudad y después, se acostaba con fiebre: la presión le subía y bajaba, los dedos se le ponían morados, la cabeza se le partía en dos y sentía las sienes y la frente oprimidas como por un aro de dolor. Himmler, que trataba de obtener materiales comprometedores para el expediente de Goering —¿y si todo esto fuese teatro?—, le pidió que le consiguiera un diagnóstico médico. Sin embargo, los datos de las investigaciones médicas confirmaron que, efectivamente, la presión de Goering subía de un modo brusco.
Así, por primera vez, en 1942, Goering, sucesor oficial de Hitler, fue sometido a tan humillante crítica y, además, en presencia de la plana mayor del Führer. Esto llegó de inmediato al expediente de Himmler y, al día siguiente, sin pedir permiso a Hitler, el Reichsfführer SS dio la orden de empezar a escuchar todas las conversaciones telefónicas del «compañero de lucha más íntimo del Führer». Himmler escuchó durante una semana las conversaciones de Goering tras el escándalo de su hermano Albert. Goering lo había trasladado de Viena a Praga con el cargo de jefe de exportación de las fábricas Skoda. Albert, que tenía fama de defensor de los desgraciados, escribió en el papel timbrado del hermano una carta al comandante del campo de Mauthausen: «Libere inmediatamente al profesor Kisch. No hay pruebas serias contra él. Firmado: Goering». Sin el nombre. El comandante del campo de concentración, asustado, liberó a dos Kisch a la vez: uno era profesor y el otro, miembro de una organización clandestina. A Goering le costó mucho trabajo salvar al hermano: lo protegió del golpe, contándoselo al Führer como una anécdota divertida. Esto salvó la situación y Himmler se retiró inmediatamente, compartiendo el mismo tono jocoso del Führer.
Lo principal, como pensó Isaiev, era lo que el Führer había imputado a Goering después del bombardeo de Kiel: su lujo y aires de gran señor. Precisamente aquello que durante años trataron de utilizar los demás compañeros de lucha del Führer sin que este lo admitiera, el propio Hitler se lo echaba ahora en cara a su sucesor.
Sin embargo, aun después de lo ocurrido, Hitler le repetía a Bormann:
—Nadie más puede