Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov
hablaba del hombre que había llevado a cabo todo el trabajo práctico para conquistar el poder, el hombre que había dicho con toda sinceridad a su esposa: «Yo no vivo, el Führer vive en mí». Y no lo había dicho para las grabadoras, pues no imaginaba en aquel momento que algún día lo escucharían sus «hermanos de lucha», sino a ella, de noche, en su cama.
El piloto de combate de la primera guerra mundial, el héroe de la Alemania del káiser, después del fracaso de la primera intentona nazi, escapó a Suecia. Allí comenzó a trabajar en la aviación civil. En una ocasión en que llevaba a bordo al conde Rosen, durante una terrible tempestad, aterrizó milagrosamente en el castillo Rocklstadt, donde conoció a Karina von Katzov, hija del coronel Von Fock. Se la quitó al marido y se fue a Alemania, encontró al Führer y participó en el fallido putsch de los nacionalsocialistas el 9 de noviembre de 1923; fue herido, se salvó milagrosamente del arresto, emigró a Innsbruck, donde ya lo esperaba Karina. No tenían dinero, pero el dueño del hotel les dio alojamiento gratuito. Era como Goering, un nacionalsocialista que sufría la tiranía de los judíos propietarios de tres cuartas partes de los hoteles de Innsbruck. El dueño del Hotel Britania invitó posteriormente a los Goering a Venecia, donde vivieron hasta 1927, cuando fue declarada la amnistía en Alemania. En medio año se convirtió en diputado del Reichstag junto a once nazis más. Hitler no había podido presentar su candidatura: era austriaco.
Como debía prepararse para las nuevas elecciones, el Führer decidió que Goering dejase el trabajo en el partido y solo fuese un miembro del Reichstag. En aquel momento, su misión consistió en establecer contactos con los omnipotentes. El partido que se proponga conquistar el poder debe tener un amplio círculo de relaciones. Por decisión del partido, Goering alquiló una lujosa villa en Badenstrasse. Allí lo visitaron los príncipes Hohenzollern y Koburg y ricos magnates. El alma de la casa era Karina: mujer encantadora, aristócrata, cautivaba a todos. Era la hija de un alto funcionario sueco, convertida en esposa de un héroe de guerra, proscrito, luchador, opositor de la podrida democracia occidental que carecía de fuerzas para enfrentarse al vandalismo bolchevique.
Cada vez que daba una recepción, llegaba temprano por la mañana el Parteileiter de la organización berlinesa de los nacionalsocialistas, Goebbels. Era un enlace entre el partido y Goering. Goebbels se sentaba al piano y Goering, Karina y Thomas, hijo del primer matrimonio, cantaban canciones populares. En la casa del líder nazi del Reichstag no soportaban los ritmos desenfrenados del jazz norteamericano o francés.
Precisamente a esta villa, alquilada con dinero del partido, llegaron Hitler, Schacht y Tissen el 5 de enero de 1931. Precisamente en esta villa de lujo se pudieron oír las palabras de la conspiración entre magnates financieros e industriales y el líder de los nacionalsocialistas, Hitler.
Después vendría el triunfo de Hitler. Karina regresó a Suecia en avión, donde murió de un ataque epiléptico. Su último deseo fue que Herman hiciese todo lo que pudiera para ser también en el futuro un «obrero del Führer».
A raíz del putsch de Röhm,3 muchos veteranos se opusieron al Führer aduciendo que había traicionado la causa porque este había suscrito un pacto con el capital; en las organizaciones de base del partido se decía:
—Goering ha dejado de ser Herman. Se ha convertido en un presidente. No recibe a sus compañeros. Los obliga de manera humillante a hacer cola en su oficina. Está rodeado de lujo…
Al principio, los miembros rasos del partido lo comentaban en voz baja. Pero en 1935, cuando Goering se construyó el castillo Karinhalle, en las afueras de Berlín, se quejaron a Hitler, no los nacionalsocialistas corrientes, sino los cabecillas Ley y Saukel. Goebbels consideraba que ya desde su estancia en la villa, Goering había empezado a echarse a perder.
—El lujo corrompe —decía—. Hay que ayudar a Goering. Nos es demasiado querido.
Hitler fue a Karinhalle, examinó el castillo y dijo:
—Dejen en paz a Goering. Al fin y al cabo, solo él sabe cómo tratar a los diplomáticos de Occidente. Será una residencia para recibir a huéspedes extranjeros. ¡Que lo sea! Herman lo merece. Debemos considerar que Karinhalle pertenece al pueblo y que Goering solo vive aquí…
Durante el día se dedicaba a cazar venados domesticados y por la noche, pasaba largas horas en la sala de proyecciones. Podía ver cinco películas de aventuras seguidas. Durante la función tranquilizaba a sus visitantes:
—No se preocupen —les decía—. Acaba bien.
INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. GOEBBELS
Stirlitz echó a un lado el papel con la gruesa figura de Goering y tomó la hoja con el perfil de Goebbels. Por sus aventuras en Babelsberg, donde estaban los estudios cinematográficos del Reich y donde vivían todas las artistas, era apodado el Torito de Babelsberg. En su expediente se conservaba la grabación de la conversación entre la esposa de Goebbels y Goering a propósito de las relaciones de aquel con la actriz checa Lida Baarova.
—¡Se echará a perder a causa de las mujeres! ¡Qué vergüenza! ¡El hombre que responde por nuestra ideología, se deshonra por aventuras casuales! —le había dicho Goering a la esposa de aquel.
El Führer le recomendó el divorcio.
—A usted la voy a apoyar —dijo—, pero hasta que su esposo no aprenda a comportarse como un verdadero nacionalsocialista, hombre de alta moral y estricto cumplimiento del deber sagrado ante la familia, le negaré todas las entrevistas personales.
Ahora todo esto había sido relegado a un segundo plano. En enero de ese año, Hitler visitó la casa de Goebbels el día de su cumpleaños. Le llevó a su esposa un ramito de flores y le dijo:
—Le pido perdón por mi retraso, pero recorrí todo Berlín buscando un ramo. El Gauleiter de Berlín, Parteigenosse Goebbels, ha cerrado todas las floristerías: la guerra total no necesita flores.
Cuando cuarenta minutos después Hitler se hubo marchado, Magda Goebbels dijo:
—El Führer no hubiera visitado jamás a los Goering.
Berlín estaba en ruinas, el frente pasaba a 140 kilómetros de la capital del milenario Reich, pero la resplandeciente Magda Goebbels celebraba su victoria. Su esposo estaba junto a ella, su cara se había puesto pálida de felicidad. Tras un lapso de seis años, el Führer visitaba su casa.
«Ahora esto carece de importancia —continuaba analizando Stirlitz—. Ahora todo esto es vanidad de vanidades.»
Dibujó un gran círculo y comenzó a sombrearlo despacio con líneas precisas y muy rectas. Ahora recordaba todo lo relacionado con los diarios de Goebbels. Sabía que el Reichsführer se interesaba por ellos y en su momento hizo el máximo esfuerzo para leerlos de algún modo. Solo pudo ver la copia de varias páginas. La memoria de Stirlitz era fenomenal: fotografiaba visualmente el texto y lo memorizaba casi mecánicamente, sin esfuerzo alguno.
«9 de diciembre de 1943. Epidemia de gripe en Inglaterra—había anotado Goebbels—. Hasta el rey está enfermo. Sería maravilloso que esta epidemia resultase fatal para Inglaterra, pero es demasiado bueno para ser verdad.
»2 de marzo de 1943. No descansaré hasta que todos los judíos sean sacados de Berlín. Después de la conversación con Speer en Obersalzberg fui a visitar a Goering. Este nacionalsocialista tiene en sus bodegas 25 000 botellas de champaña. Estaba vestido con una túnica cuyo color me produjo alergia. Pero qué le vamos a hacer, hay que aceptarlo como es.»
Stirlitz sonrió. Recordó que en 1942 Himmler había dicho lo mismo, palabra por palabra, sobre Goebbels. Este no vivía en una gran casa de campo con su familia, sino en una pequeña y modesta villa construida «para el trabajo». Estaba junto a un lago y se podía llegar a ella por el propio lago, pues el agua solo llegaba a los tobillos y el puesto de guardia de las SS se encontraba apartado. Hasta aquí venían las actrices en un tren eléctrico y después continuaban a pie a través del bosque. Goebbels consideraba un lujo excesivo e indigno