Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov


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sobre el asunto. No lo ha palpado, no puede palparlo. Usted lo cree, porque tal creencia corresponde a su formación espiritual.

      »—¿Acaso Dios le ha dicho a usted que él creó al hombre?

      »—Por supuesto que no, nadie me ha dicho nada y no puedo demostrar la existencia de Dios. Es imposible de demostrar; solo se puede creer en él. Usted cree en el mono, yo creo en Dios. Usted cree en el mono, porque ello corresponde a su formación espiritual; yo creo en Dios, porque ello corresponde a la mía.

      »—Está usted tergiversando las cosas. No creo en el mono. Creo en el hombre.

      »—Que procede del mono. Usted cree en el mono, en el hombre. Yo creo en Dios, en el hombre.

      »—Y ese Dios, ¿está en cada hombre?

      »—Por supuesto.

      »—Pero, ¿dónde está en el Führer? ¿Dónde está en Goering? ¿Dónde está en Himmler?

      »—Es una pregunta difícil. Estamos hablando sobre la naturaleza humana. Claro que en cada uno de esos villanos se pueden encontrar las huellas del ángel caído. Pero, desgraciadamente, toda su naturaleza se sometió hasta tal punto a las leyes de la crueldad, necesidad, mentira, bajeza y violencia, que en ellos prácticamente no queda ya nada humano. Pero, en principio, no creo que el hombre, al nacer, traiga necesariamente consigo la maldición de su descendencia del mono.

      »—¿Por qué la maldición de la descendencia del mono?

      »—Hablo mi propio idioma.

      »—Entonces, ¿se puede aprobar la ley de Dios de aniquilar a los monos?

      »—Probablemente no.

      »—Constantemente evita usted, de una manera muy moral, contestar las preguntas que me atormentan. No me dice ni «sí» ni «no», pero a todo hombre que busca la fe le gusta lo concreto: un solo «sí» y un solo «no». Usted siempre ofrece «sí-no», «mejor dicho, no», y todos los matices semánticos del «sí». Y esto es lo que odio profundamente; no tanto su método, como su práctica.

      »—Usted desaprueba mi práctica. Está claro… Sin embargo, usted, en la práctica, al fugarse del campo de concentración, se dirigió a mí concretamente. Sería interesante saber cómo lo explica.

      »—Simplemente, demuestra una vez más que en cada hombre, como usted dice, existe lo divino y lo simiesco. Si en mí hubiera predominado lo divino, no me habría dirigido a usted. No me habría escapado, habría aceptado morir a manos de los verdugos de las SS y les habría ofrecido mi otra mejilla para despertar en ellos algo humano. Ahora bien, si usted hubiera caído en sus manos, me pregunto si habría ofrecido la otra mejilla o hubiera tratado de evitar el golpe.

      »—¿Qué significa ofrecer la otra mejilla? De nuevo proyecta usted mi alegoría bíblica sobre la maquinaria real del Estado nazi. Una cosa es poner la mejilla en la parábola, que, como ya le he dicho, se trata de una alegoría de la conciencia humana, y otra cosa es caer en la maquinaria que no te pregunta si ofreces o no la otra mejilla. Significa caer en una maquinaria que, por principio, por su misma idea, carece de conciencia. Naturalmente que a una máquina, a una piedra en el camino o a una pared contra la que uno choca, no se les puede tratar como si fueran seres vivientes.

      »—Pastor, me resulta embarazoso preguntárselo. Tal vez me meta en uno de sus secretos, pero la señora Eisenstadt me dijo… Quizá lo dejó escapar sin darse cuenta, y no me atrevo a hacerle la pregunta… ¿Es cierto que, en una ocasión, fue detenido usted por la Gestapo?

      »—¿Qué puedo responderle? Sí, estuve allí.

      »—Comprendo. No quiere abordar el tema, porque es un asunto delicado. Pero, ¿no cree usted, pastor, que, después de la guerra, sus feligreses le tendrán poca confianza?

      »—Tantas personas han sido detenidas y encerradas en las cárceles de la Gestapo…

      »—¿Y si alguien les dijera que su pastor era enviado como provocador a las celdas de los otros presos que no regresaron? Los que volvieron, como usted, son pocos entre millones… Sus feligreses no lo creerán. ¿A quién, entonces, predicará la verdad?

      »—Por supuesto que empleando esos métodos se puede aniquilar a cualquiera. En ese caso, nada podría mejorar mi situación.

      »—¿Y qué haría usted?

      »—Pues lo negaría. Lo negaría hasta más no poder, lo negaría hasta que me oyeran. Y si no me oyeran, moriría interiormente.

      »—Interiormente. O sea, que seguiría siendo un hombre vivo, de carne y hueso, ¿no?

      »—El Señor juzga. Si hubiera de seguir así, seguiría siéndolo.

      »—Su religión, ¿se opone al suicidio?

      »—Eso me impediría suicidarme.

      »—¿Qué hará sin la posibilidad de predicar?

      »—Creeré sin predicar.

      »—¿No ve usted otra salida: trabajar como los demás, por ejemplo?

      »—¿Qué entiende usted por «trabajar»?

      »—Cargar piedras para construir los templos de la ciencia, por ejemplo.

      »—Si un hombre que se ha graduado en teología solo puede servir a la sociedad cargando piedras, no tengo nada más que decirle. En este caso, lo mejor es volver al campo de concentración e incinerarse en el crematorio…

      »—Solamente le digo «en caso de». Me interesa oír sus conjeturas; es decir, la proyección de sus ideas hacia el futuro.

      »—¿Le parece a usted que un hombre que se dirige a los feligreses con un mensaje espiritual es solo un vago y un charlatán? ¿No cree que realiza un trabajo? Para usted, el trabajo es cargar piedras, pero yo creo que el trabajo espiritual no solo debe ser considerado como cualquier otro trabajo, sino que es particularmente importante.

      »—Soy periodista, y mis artículos fueron condenados al ostracismo por parte de los nazis y de la Iglesia ortodoxa.

      »—Fueron condenados por la Iglesia ortodoxa, por la sencilla razón de que usted interpretaba al hombre de manera incorrecta.

      »—Yo no interpretaba al hombre. Mostraba el mundo de ladrones y prostitutas que vivían en los tugurios de Bremen y Hamburgo. El Estado de Hitler lo consideró una calumnia vil a la raza superior, mientras que la Iglesia lo consideró una calumnia al hombre mismo.

      »—No tenemos miedo a las verdades de la vida.

      »—¡Sí que lo tienen! Yo mostraba cómo estas personas trataban de acudir a la Iglesia y cómo la Iglesia los rechazaba. Hasta los feligreses los rechazaban, y el pastor no podía oponerse a ello.

      »—Por supuesto que no. No lo critico a usted por la verdad. No lo critico porque haya mostrado esa verdad. Tenemos opiniones distintas en los pronósticos del futuro del hombre.

      »—Pastor, ¿no le parece que en sus respuestas no es usted un pastor, sino un político?

      »—Lo que pasa es que usted me juzga con sus propios patrones. Me ve en una sola dimensión política. De igual modo se podría ver en la regla logarítmica un objeto para clavar clavos. Con la regla es posible hacerlo, porque tiene longitud y una masa conocida. Pero esa es su décima o vigésima función. Lo que importa es que con su ayuda se pueden hacer cálculos y no solo clavar clavos.

      »—Pastor, le estoy haciendo preguntas, pero usted me clava a mí los clavos sin contestarme. Muy hábilmente, hace que pase de plantear las preguntas a tener que contestarlas. ¿Por qué dice usted que está fuera del combate, cuando participa en él?

      »—Es cierto. Estoy en el combate y, efectivamente, estoy en guerra, pero yo lucho contra la guerra misma.

      »—Usted discute de un modo muy materialista.

      »—Discuto con un materialista.

      »—Entonces,


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