El caso de Betty Kane. Josephine Tey

El caso de Betty Kane - Josephine Tey


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entonces, al inspector Hallam? —preguntó Marion Sharpe—. Este es el inspector Grant, de la jefatura.

      Al escuchar la palabra «jefatura», Robert se preguntó si aquella mujer ya se habría visto antes envuelta en tratos con la policía o simplemente trataba de evitar la connotación ligeramente sensacionalista de «Scotland Yard».

      Grant le estrechó la mano y dijo:

      —Me alegra que haya venido, señor Blair. No solamente en interés de la señorita Sharpe, también en el mío.

      —¿El suyo?

      —No era posible proceder sin que la señorita Sharpe contase con algún tipo de apoyo, amistoso o legal. Pero si es legal, tanto mejor.

      —Ya veo. ¿Y de qué la acusan?

      —No ha sido acusada de nada… —comenzó a decir Grant, pero Marion lo interrumpió.

      —Soy sospechosa de haber secuestrado y haberle dado una paliza a alguien.

      —¡Una paliza! —exclamó Robert, asombrado.

      —Sí —respondió la mujer, como si se deleitase ante semejante enormidad—. Al parecer la he golpeado hasta dejarle cardenales.

       —¿La?

      —Así es, una chica. Ahora mismo está ahí fuera, sentada en uno de esos coches.

      —Creo que lo mejor será empezar por el principio —dijo Robert, apegándose al procedimiento.

      —Quizá deba ser yo quien exponga los detalles —propuso Grant, con suavidad.

      —Sí, hágalo —dijo la señorita Sharpe—. Después de todo es su historia.

      Robert se preguntó si Grant había percibido la ironía. Se preguntó también qué clase de persona tiene la suficiente sangre fría como para burlarse de un agente de Scotland Yard, allí sentado en una de sus mejores sillas en el salón de su casa. Por teléfono su voz no le había resultado en absoluto serena. Más bien excitada, casi desesperada. Quizá ahora la presencia de un aliado le había infundido algo de valor. O quizá sencillamente había recuperado la compostura.

      —Justo antes de Pascua —comenzó Grant, con un lacónico estilo policial—, una muchacha llamada Elisabeth Kane, que vive con sus tutores cerca de Aylesbury, se fue a pasar unas breves vacaciones a casa de una tía suya casada en Mainshill, el suburbio de Larborough. Fue en autobús, ya que la línea Londres-Larborough atraviesa Aylesbury y también pasa por Mainshill antes de llegar a Larborough. De ese modo podía bajarse del bus en Mainshill y estaba a tres minutos paseando de casa de su tía, en lugar de ir en tren hasta Larborough para después desandar todo el camino hasta allí. Al finalizar la semana, sus tutores —el señor y la señora Wynn— recibieron una postal de la joven en la que les decía que lo estaba pasando muy bien y que había decidido quedarse más tiempo. Ellos obviamente imaginaron que se quedaría mientras durase su periodo de vacaciones, es decir, otras tres semanas. Al no aparecer el día en que se reanudaban las clases dieron por hecho que estaba haciendo novillos y decidieron escribirle a su tía para que la subiera en el siguiente autobús de regreso. La tía, en lugar de responder mediante una llamada telefónica o un telegrama, envió a los Wynn una carta en la que les explicaba que su sobrina había regresado a Aylesbury hacía ya quince días. El intercambio de cartas se prolongó durante buena parte de otra semana, de modo que, cuando los tutores acudieron a la policía para denunciar la desaparición, la chica llevaba cuatro semanas desaparecida. La policía dispuso el operativo habitual, pero antes de que la investigación se iniciara propiamente, la chica apareció. Se presentó bien entrada la noche en su casa, cerca de Aylesbury, ataviada únicamente con un vestido y unos zapatos y en un estado de completo agotamiento.

      —¿Cuántos años tiene la muchacha? —preguntó Robert.

      —Quince. Casi dieciséis. —Esperó un instante, por si Robert tenía alguna otra pregunta, y continuó (Sin duda un gesto de deferencia entre profesionales, pensó Robert complacido. Una conducta que armonizaba con el automóvil tan cuidadosamente aparcado en el exterior de la casa)—. Dijo que había sido «secuestrada» en un coche. Esa fue toda la información que pudieron obtener de ella en los dos días siguientes, durante los cuales permaneció en un estado semiinconsciente. Cuando se recuperó, unas cuarenta y ocho horas más tarde, consiguieron obtener de ella el resto de la historia.

      —¿Consiguieron?

      —Los Wynn. Por supuesto, la policía quería encargarse personalmente del interrogatorio, pero la muchacha se ponía histérica ante su mera mención. De modo que puede decirse que obtuvieron la información de segunda mano. Contó que, mientras esperaba la llegada del autobús de regreso a Mainshill, un coche con dos mujeres a bordo se detuvo a su lado. La más joven de las dos, que conducía, le preguntó si estaba esperando el autobús y si quería que la llevaran a algún lado.

      —¿La muchacha estaba sola?

      —Sí.

      —¿Por qué no fue nadie a despedirla?

      —Su tío estaba trabajando y su tía había asistido como madrina a un bautizo. —De nuevo hizo una pausa en espera de algún comentario de Robert—. La joven les explicó que estaba esperando el autobús procedente de Londres y ellas le dijeron que ya había pasado. Dado que había llegado muy justa a la parada y su reloj no era especialmente preciso, creyó lo que le decían. De hecho, estaba casi convencida de que había perdido el autobús antes de que el coche se detuviera. Comenzaba a inquietarse, pues ya eran las cuatro de la tarde, llovía y la luz comenzaba a declinar. Las dos mujeres se mostraron muy amables y se ofrecieron a llevarla hasta un lugar cuyo nombre no entendió bien y desde donde sin duda podría coger otro autobús hacia Londres en una media hora. Ella aceptó agradecida, subió al coche y se sentó, junto a la mayor de las dos mujeres, en la parte trasera.

      Robert se imaginó entonces a la anciana señora Sharpe, sentada muy erguida e intimidante en su pose habitual, en el asiento trasero. Dirigió una mirada a Marion Sharpe, pero su expresión parecía tranquila. Al fin y al cabo ella ya conocía la historia.

      —La intensa lluvia golpeaba las ventanillas e impedía ver claramente el paisaje que atravesaban, de modo que la muchacha comenzó a hablar sobre sí misma con la anciana y dejó momentáneamente de prestar atención al rumbo que tomaba el automóvil. Cuando por fin salió de su ensimismamiento ya había oscurecido bastante y tuvo la sensación de que llevaban mucho tiempo en la carretera. Les dijo entonces que le parecía un gesto extraordinariamente amable por su parte llevarla alejándose tanto de su ruta. Fue entonces cuando la mujer más joven, hablando por primera vez desde que el coche se pusiera en marcha, le dijo que no se habían desviado en absoluto, al contrario, aún tendría tiempo para tomarse algo caliente con ellas antes de que la acercaran a la parada. Ella manifestó sus dudas pero la mujer más joven le dijo que sería una tontería esperar veinte minutos bajo la lluvia cuando podía estar caliente, seca y con el estómago lleno mientras tanto. Ella se mostró de acuerdo. Finalmente la mujer joven detuvo el coche, se bajó un instante para abrir lo que a la muchacha le parecieron unas puertas automáticas y enseguida el coche continuó avanzando hasta apagar el motor ante una casa que la oscuridad reinante no le permitió ver. La condujeron entonces hasta una gran cocina…

      —¿Una cocina? —repitió Robert.

      —Sí, una cocina. La anciana puso café en el fogón mientras la más joven preparaba unos sándwiches. «Sándwiches sin tapa», en palabras de la chiquilla.

      —Sí. Mientras comían y bebían, la más joven le dijo que en esos momentos no tenían asistenta y le preguntó si no le gustaría trabajar para ellas. Ella respondió que no. Trataron de convencerla pero ella insistió en que no era ese el tipo de trabajo que buscaba. Sus rostros se volvieron borrosos a medida que ella hablaba y, cuando le sugirieron que al menos podía acompañarlas a la planta superior para ver el bonito dormitorio que ocuparía si se quedaba,


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