El caso de Betty Kane. Josephine Tey

El caso de Betty Kane - Josephine Tey


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que Broadmoor está un poco alejado de su jurisdicción.

      —¡Broadmoor!

      —El asilo de criminales lunáticos.

      —Lo encuentro extraordinariamente estimulante —respondió Robert, dispuesto a no dejarse intimidar por ella.

      Su respuesta pareció agradar a la buena señora y en su cara destelló algo parecido a una sonrisa. Robert tuvo la extraña sensación de que de repente le caía bien, aunque de ser eso cierto no hizo el menor amago de manifestarlo verbalmente. Al contrario, respondió con voz seca y cortante:

      —Sí, creo que las distracciones en Milford son pocas y no demasiado excitantes. Mi hija, sin ir más lejos, se dedica varios días a la semana a perseguir un pedazo de gutapercha por el campo de golf…

      —Ya no se le llama así, madre —puntualizó la hija.

      —En cualquier caso, a mi edad, Milford ni siquiera puede ofrecerme ese tipo de distracción. He de conformarme con pasar el rato rociando con herbicida las malas hierbas… Una forma legítima de sadismo al mismo nivel que el ahogamiento de pulgas. ¿Tiene usted por costumbre ahogar pulgas, señor Blair?

      —Me limito a aplastarlas. Pero mi hermana tenía la costumbre de perseguirlas con una pastilla de jabón.

      —¿Jabón? —repitió la señora Sharpe, con genuino interés.

      —Tengo entendido que las golpeaba con el lado blando y húmedo y se quedaban pegadas.

      —Muy interesante. Nunca había oído hablar de esa técnica. La probaré la próxima vez.

      Al tiempo que conversaba con la anciana procuraba prestar atención a lo que Marion le decía al desairado inspector local.

      —Juega usted muy bien, inspector —la oyó decir.

      Tenía la sensación de estar a punto de despertar de un sueño, cuando todo el absurdo y la falta de sentido pierden importancia porque uno tiene la certeza de que está a punto de regresar al mundo real. Algo, en cualquier caso, que siempre resulta engañoso, pues en ese momento volvió el inspector Grant. Él entró en primer lugar, para estar en una posición que le permitiera observar la expresión de todas las caras implicadas en aquel asunto, y sujetó la puerta para que pasara una funcionaria del cuerpo en compañía de la muchacha.

      Marion Sharpe se puso en pie lentamente, como si creyera que debía enfrentarse sin ambages a lo que se le venía encima. Su madre, por el contrario, permaneció sentada en el sillón como quien está a punto de dirigirse a una audiencia, con su espalda en pose victoriana, tan erguida como la de una chiquilla, y las manos serenamente posadas sobre el regazo. Ni siquiera sus desgreñados cabellos lograban desmentir la impresión de que era la dueña de la situación.

      La joven llevaba puesto su abrigo del colegio y unos zapatos de tacón bajo, también parte del uniforme, que le daban un aire algo torpe e infantil, por lo que a Blair le pareció más joven de lo que había imaginado. No era muy alta y desde luego no era especialmente bonita. Sin embargo, tenía —¿cómo decirlo?— cierto atractivo. Los ojos, de un azul oscuro, bien separados en uno de esos rostros de los que la gente dice que tienen forma de corazón. Su pelo era de color castaño claro, pero nacía de su frente dibujando una hermosa línea. Bajo cada uno de los pómulos, un leve hoyuelo, delicadamente moldeado, que daba encanto y cierto dramatismo al conjunto de su cara. El labio inferior era generoso y, sin embargo, su boca resultaba demasiado pequeña. Y también sus orejas eran demasiado pequeñas y estaban excesivamente pegadas al cráneo.

      Una muchacha corriente, después de todo. Desde luego no de las que destacan entre la multitud. Mucho menos el tipo de heroína que acapara portadas en la prensa sensacionalista. Robert se preguntó qué aspecto tendría con otro tipo de ropa.

      La mirada de la muchacha se detuvo primero en la anciana y después siguió hasta encontrarse con Marion. Sus ojos no traslucían ni sorpresa ni triunfo, y tampoco demasiado interés.

      —Sí, estas son las mujeres —dijo.

      —¿No tienes ninguna duda? —le preguntó Grant, y a continuación añadió—: Es una acusación muy grave.

      —No, no tengo ninguna duda. ¿Cómo podría?

      —¿Son estas dos señoras quienes te retuvieron, te arrebataron la ropa, te obligaron a coser ropa de cama y te azotaron?

      —Una embustera excelente —dijo la anciana señora Sharpe, en el mismo tono en que podría haber dicho: «Un retrato excelente».

      —Sí, estas son las mujeres.

      —Dices que te invitamos a tomar café en la cocina —dijo Marion.

      —Sí, lo hicieron.

      —¿Puedes describir la cocina?

      —No presté mucha atención. Era grande, con suelo de piedra, creo. Y una hilera de campanillas.

      —¿Cómo eran los fogones?

      —No me fijé en los fogones pero el cazo en el que la anciana preparó el café era de color azul pálido con el borde superior azul oscuro y muy descascarillado en la parte inferior.

      —Dudo que haya una sola cocina en toda Inglaterra en la que no haya uno exactamente igual —dijo Marion—. Tenemos tres de esos.

      —¿Es virgen la chiquilla? —preguntó la señora Sharpe, con el mismo tono amable e inofensivo de quien pregunta: «¿Es un Chanel?».

      En la incómoda pausa que siguió al comentario, Robert no pudo dejar de percibir la escandalizada expresión de Hallam, cómo la sangre ruborizaba las mejillas de la muchacha y la llamativa ausencia de algún comentario recriminatorio por parte de la hija. Se preguntó si su silencio era de tácita aprobación o si después de toda una vida en común la señorita Sharpe ya estaba inmunizada ante ese tipo de sobresaltos.

      Grant intervino con frialdad, diciendo que dicha cuestión carecía de relevancia en el asunto que les ocupaba.

      —¿Eso cree? —dijo la anciana dama—. Si yo hubiera desaparecido de mi casa durante un mes, es lo primero que mi madre querría saber. En fin, da igual. Ahora que la chica nos ha identificado, ¿qué es lo que propone? ¿Arrestarnos?

      —Oh, no. No adelantemos acontecimientos. Quiero llevar a la señorita Kane a la cocina y al ático, para que sus descripciones puedan ser verificadas. De ser así, informaré sobre el caso a mi superior y él será quien decida qué medidas se han de tomar.

      —Ya veo. Admirable precaución, inspector —se puso lentamente en pie—. Pues bien, si me disculpan, intentaré retomar mi interrumpido descanso vespertino.

      —Pero, ¿no quiere estar presente cuando la señorita Kane inspeccione?… ¿Oír lo que tiene que…? —soltó bruscamente Grant, perdiendo por primera vez la compostura.

      —Oh no, querido —dijo la anciana en tono irascible y frunciendo levemente el ceño mientras alisaba con ambas manos su vestido negro—. ¡Han logrado dividir átomos invisibles, pero a nadie se le ha ocurrido inventar un material que no se arrugue! No me cabe la menor duda de que la señorita Kane podrá identificar debidamente el ático. De hecho, me sorprendería muchísimo que no lo consiguiera.

      Comenzó a caminar hacia la puerta y en consecuencia hacia la muchacha y, por primera vez, los ojos de la joven transmitieron cierta emoción difícil de definir y un espasmo de alarma crispó su rostro. La funcionaria de la policía dio un paso hacia delante, con ademán protector. La señora Sharpe continuó su parsimonioso avance hasta detenerse a algo más de un metro de distancia de la joven para que pudieran mirarse cara a cara. Durante cinco segundos, mientras la anciana observaba con interés aquel rostro, todos se mantuvieron en silencio.

      —Para ser dos personas que supuestamente han llegado a las manos no estamos muy familiarizadas —dijo finalmente—. Espero llegar a conocerla mejor antes de que todo este asunto termine, señorita Kane. —Se volvió hacia Robert e hizo una leve inclinación con


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