El caso de Betty Kane. Josephine Tey

El caso de Betty Kane - Josephine Tey


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Hay una gran diferencia.

      Decidió que le agradaba su costumbre de bromear. Especialmente ante la posibilidad de ser acusada de un delito tipificado en el código penal.

      —Adiós —dijo ella—. Ha sido muy amable al venir. Su presencia me ha reconfortado.

      Y Robert, recordando lo cerca que había estado de pasarle el muerto a Ben Carley, se sintió avergonzado mientras caminaba hacia la puerta.

      4

      ¿Has tenido un día atareado, querido? —preguntó la tía Lin mientras desplegaba una servilleta y la colocaba sobre su mullido regazo.

      Era esta una frase que, aunque nacía de una sincera preocupación e interés, con el paso del tiempo había perdido su significado. Era una manera más de dar comienzo a la cena, tanto como el gesto de extender su servilleta o de tantear el suelo con los pies hasta dar con el escabel en el que los apoyaba para compensar la brevedad de sus gordezuelas piernas. En cualquier caso, no esperaba respuesta alguna. O, más bien, puesto que no se percataba de haber hecho la pregunta, tampoco prestaba atención a la respuesta.

      Robert levantó la vista de la mesa y la miró con una benevolencia aún mayor que de costumbre. Tras su insólita visita de esa tarde a La Hacienda, la serenidad de tía Lin le resultaba reconfortante y observó con ojos nuevos aquella pequeña y sólida figura de cuello gordezuelo, cara redonda y sonrosada y cabellera de color gris acero cuyos rizos se escapaban de las grandes horquillas que pretendían contenerlos. Linda Bennet vivía inmersa en su pequeño mundo de recetas de cocina, estrellas de cine, criaturitas de Dios y mercadillos caritativos en la parroquia. Y era obvio que no necesitaba nada más. La alegría y la satisfacción la envolvían como un manto que protege contra el frío. Leía cada día la Sección Femenina del periódico (artículos del tipo «cómo elaborar una boutonnière a partir de unos viejos guantes de seda») y, que Robert supiera, nada más. A veces, cuando cogía el periódico después de que Robert lo leyera —tenía la costumbre de dejarlo abierto sobre la mesa—, la anciana se dedicaba a leer algunos titulares y los comentaba: «¡UN HOMBRE PONE FIN A UN AYUNO DE OCHENTA Y DOS DÍAS! ¡Estúpida criatura!»; «¡DESCUBREN PETRÓLEO EN LAS BAHAMAS! ¿Te he contado, querido, que la parafina ha subido un penique?». Sin embargo, daba la impresión de que nunca creía realmente que lo que contaban los periódicos fuera verdad. El mundo de la tía Lin empezaba con Robert y terminaba en un radio de menos de dos kilómetros de distancia.

      —¿Qué te ha retenido hasta tan tarde, querido? —preguntó ella, al terminar la sopa.

      Gracias a una larga experiencia, Robert supo que la pregunta entraba en una categoría diferente a, por ejemplo, «¿Has tenido un día atareado, querido?».

      —He tenido que ir a La Hacienda. La casa que hay en la carretera de Larborough. Necesitaban asesoramiento jurídico.

      —¿Esa gente tan extraña? No sabía que las conocías.

      —Así es, no las conocía. Solo querían hacerme una consulta.

      —Espero que te paguen por tus servicios. No tienen ni un penique, ¿sabes? El padre estaba metido en algún negocio de importación —frutos secos o algo por el estilo— y bebió hasta morir. Las dejó en la ruina, pobres mujeres. La vieja señora Sharpe regentó durante un tiempo una pensión en Londres para poder llegar a fin de mes, y la hija se empleaba donde podía como chica para todo. Estaban a punto de quedarse de patitas en la calle, tan solo con sus muebles, cuando murió el viejo de La Hacienda. ¡La Providencia!

      —¡Tía Lin! ¿De dónde sacas esas historias?

      —Pero es cierto, querido. Absolutamente cierto. He olvidado quién me lo contó, fue alguien que vivía entonces en su misma calle en Londres. Pero la información es de primera mano, te lo aseguro. Ya sabes que no soy como esas gallinas ociosas que se dedican a difundir chismorreos que no se sostienen. ¿Es bonita la casa? Siempre me he preguntado qué había tras esa enorme puerta de hierro.

      —No, bastante fea. Pero aún tienen algunos bonitos muebles.

      —Seguro que no tan bien conservados como los nuestros —dijo mientras contemplaba satisfecha el perfecto aparador y las hermosas sillas colocadas contra la pared—. El vicario dijo ayer mismo que si esta casa no fuera obviamente una vivienda haría a la perfección las veces de museo.

      La mención del vicario siempre parecía recordarle alguna otra cosa:

      —Por cierto, trata de ser especialmente amable estos días con Cristina. ¿Lo harás? Creo que va a ser «salvada» una vez más.

      —Oh, pobre tía Lin, qué inconveniencia para ti. Pero ya me lo temía. Había un pequeño mensaje en el platillo de mi té esta mañana temprano. «¡Tú eres el Dios que ve!», ponía, escrito en un rollito de papel rosa con un bonito diseño de lirios de Pascua como fondo. ¿De veras va a cambiar de iglesia una vez más?

      —Sí. Al parecer ha descubierto que los metodistas son todos unos «fariseos». De modo que ha ido a ver a esa gente de la congregación que se reúne en el piso que hay sobre la panadería de Benson y será bautizada cualquier día de estos. ¡Se ha pasado toda la mañana cantando himnos a voz en grito!

      —Pero eso siempre lo hace.

      —¡No, esta vez eran esos himnos airados que alaban la ira del Señor! Mientras salmodia su «perlada corona» y su «dorado sendero» todo va bien. Pero en cuanto la oigo cantar sobre la «espada del Señor» sé que ese día me tocará a mí ocuparme del horno.

      —Bueno, querida, tú cocinas tan bien como Cristina.

      —Oh, no, eso no es cierto —dijo Cristina, mientras entraba con una fuente de carne. Era una criatura corpulenta y entrada en carnes, de desordenado pelo liso y con un ojo vago—. Solo hay una cosa que su tía Lin hace mejor que yo, señor Robert: los panecillos de Pascua. ¡Y eso ocurre una vez al año! Y si no se me aprecia en esta casa, me iré adonde sepan hacerlo…

      —¡Cristina, querida! —dijo Robert—. Sabes muy bien que no podríamos imaginarnos esta casa sin ti, y si te marcharas yo mismo te seguiría hasta el fin del mundo. Aunque solo sea por tus tartaletas de crema. Por cierto, ¿puedes hacerlas mañana?

      —Las tartaletas de crema no son para los pecadores impenitentes. Además, no hay crema. Pero ya veremos. Mientras tanto, señor Robert, examine usted su alma y deje de tirar piedras sobre su propio tejado.

      La tía Lin suspiró suavemente mientras la puerta se cerraba tras la mujer.

      —Veinte años —dijo, pensativa—. Quizá no te acuerdes de cuando llegó del orfanato. Quince años, y tan delgadita, la pobre chiquilla. Se comió un bollo entero de pan con su té, y me dijo que rezaría por mí durante el resto de su vida. Y creo que ha cumplido su promesa, ¿sabes?

      Algo parecido a una lágrima brilló en uno de los azules ojos de la señorita Bennet.

      —En fin, espero que posponga su salvación hasta que haya hecho esas tartaletas —dijo Robert, con brutal pragmatismo—. ¿Te ha gustado la película?

      —¡Ay, querido! ¡No se me iba de la cabeza que tuvo nada menos que cinco mujeres!

      —¿A quién te refieres?

      —Las tuvo, querido. Una después de otra. Gene Darrow. He de decir que esos pequeños programas que reparten son muy informativos, aunque algo decepcionantes. Era un estudiante, ¿sabes? En la película, quiero decir. Muy joven y romántico. Pero yo no dejaba de pensar en esas cinco mujeres, y la cosa ha acabado por estropearme la tarde. ¡Pero qué encanto tenía! Se dice que en una ocasión dejó a su tercera mujer colgando de la ventana, sujeta por las muñecas, hasta que se cansó. Pero eso no puedo creerlo, no. Para empezar, no creo que sea lo suficientemente fuerte. Parece que tuvo algún problema pulmonar cuando era niño. No me parece lo suficientemente fuerte para sostener a nadie de esa manera. Y menos aún desde un quinto piso.

      El amable monólogo continuó mientras degustaban el pudin. Robert enseguida perdió interés y meditó sobre el asunto


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