El caso de Betty Kane. Josephine Tey

El caso de Betty Kane - Josephine Tey


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propicias.

      —Y si un día observaras una fotografía del respetado vicario de Nethar Dumbleton mientras está siendo homenajeado por sus agradecidos parroquianos tras cincuenta años de devotos servicios y de repente observaras esa asimétrica tipología, ¿a qué conclusión llegarías?

      —Pues pensaría que su esposa le satisface, que sus hijos le obedecen, que su salario es suficiente para cubrir sus necesidades, que no profesa ninguna ideología política, que se lleva bien con los peces gordos de su comunidad y tiene permitido celebrar el tipo de servicios que quiere. En suma, que nunca en su vida ha tenido la más mínima necesidad de matar a nadie.

      —Ya veo. Tú te lo guisas y tú te lo comes.

      —¡Ah! —exclamó Hallam, con cierto disgusto—. Pierdo el tiempo explicando los métodos policiales a un abogado. Pensaba —añadió, poniéndose en pie para salir— que una mente legal como la tuya agradecería algunos buenos consejos acerca de cómo juzgar a perfectos extraños.

      —Lo único que estás consiguiendo —dijo Robert— es corromper a una mente inocente. A partir de ahora ya nunca seré capaz de examinar a un nuevo cliente sin que mi subconsciente registre el color de sus ojos y la simetría con la que están dispuestos en mitad de su cara.

      —Bueno, me conformaré con eso. Ya era hora de que aprendieras algunas cosas acerca de cómo funciona este mundo.

      —Gracias por venir a ponerme al día sobre el caso —dijo Robert, de nuevo con seriedad.

      —El teléfono en este pueblo —dijo Hallam— procura tan poca discreción como la radio.

      —En cualquier caso, muchas gracias. Informaré ahora mismo a las Sharpe.

      Cuando Hallam salía por la puerta, Robert descolgó el auricular.

      No podía, como bien había dicho Hallam, hablar abiertamente por teléfono, pero al menos podía decirles que iría a visitarlas de inmediato y que las noticias eran buenas. Así les quitaría un pequeño peso de encima. En esos momentos la señora Sharpe estaría disfrutando de su siesta, de modo que quizá esta vez conseguiría evitar al viejo dragón. Y, por supuesto, tendría también oportunidad de mantener un pequeño tête-à-tête con Marion Sharpe, aunque este último pensamiento lo dejó a medio formular, en un rincón apartado de su mente.

      Pero nadie respondió a su llamada.

      Con la reticencia y desgana habituales, la centralita transfirió sus llamadas durante al menos cinco minutos, pero sin obtener respuesta. Las Sharpe no estaban en casa.

      Mientras aún hablaba con la centralita, Nevil Bennet entró en el despacho vestido con su espantoso traje de tweed, una camisa color salmón y una corbata púrpura. Mirándolo por encima del auricular, Robert se preguntó por enésima vez qué sería de Blair, Hayward y Bennet cuando la sociedad cayera en manos del joven vástago de los Bennet, una vez que él ya no estuviera. Sabía que el chico era inteligente, pero la inteligencia no le llevaría muy lejos en Milford. La pequeña comunidad de Milford esperaba que todo hombre dejara de comportarse como un estudiante en cuanto hubiera alcanzado la edad suficiente para ser considerado adulto. Pero aún no había ni un solo indicador de que el joven Nevil fuera a aceptar a corto plazo la idea de adaptarse a la realidad existente más allá de su cuadrilla de amigos. Quizá inconscientemente, no dejaba ni un solo momento de intentar impresionar al mundo. Y su forma de vestir era un claro ejemplo de ello.

      No es que Robert sintiera deseos de ver al muchacho vestido con los clásicos trajes de riguroso negro. Él mismo llevaba un traje de tweed gris y su clientela del campo solía mirar con cierta desconfianza esas ropas de ciudad. «Ese terrible hombrecillo con sus trajes a rayas», había dicho Marion Sharpe del abogado urbanita durante su inesperada llamada telefónica. Pero es que afortunadamente había diversos tipos de tweed, y los trajes de Nevil Bennet formaban parte de una espantosa categoría.

      —Robert —dijo Nevil, mientras su interlocutor se daba por vencido y colgaba el auricular—, ya he terminado con los papeles del traspaso Calthorpe, así que creo que iré a Larborough esta tarde si no quieres que me ponga con otra cosa.

      —¿No puedes hablar con ella por teléfono? —preguntó Robert.

      Nevil se había comprometido recientemente, de manera algo informal como es habitual en los tiempos modernos, con la tercera hija del obispo de Larborough.

      —Oh, no voy a ver a Rosemary. Se ha ido a Londres una semana.

      —Un mitin de protesta en el Albert Hall, imagino —dijo Robert, contrariado por no haber podido ponerse en contacto con las Sharpe para comunicarles las buenas noticias.

      —No, en el Guilhall —dijo Nevil.

      —¿De qué se trata esta vez? ¿La vivisección?

      —A veces da la sensación de que te has quedado atrapado en el siglo pasado, Robert —dijo Nevil, con su habitual aire de solemne paciencia—. Ya nadie, excepto algunos carcas, se opone hoy en día a la vivisección. La protesta es contra la negativa del gobierno a dar asilo al patriota Kotovich.

      —Ese patriota está entre los criminales más buscados de su país, según tengo entendido.

      —Por sus enemigos, sí.

      —Por la policía. Se le acusa de dos asesinatos.

      —Ejecuciones.

      —¿Es que te has convertido en discípulo de John Knox, Nevil?

      —¡Por Dios, no! ¿Qué tiene eso que ver?

      —También él creía en los verdugos que actuaban por su cuenta. Pero esa idea ya está algo pasada en este país, me parece. Sea como sea, si tengo que escoger entre la opinión de Rosemary sobre Kotovich y el punto de vista de la División Especial, me quedo con la División.

      —La División Especial solo hará lo que le ordene el Ministerio de Asuntos Exteriores. Todo el mundo lo sabe. Pero, en fin, si me quedo a explicarte todas las ramificaciones del caso Kotovich llegaré tarde a ver la película.

      —¿Qué película?

      —La película francesa que voy a ver en Larborough.

      —Supongo que sabes que la mayoría de esas chorradas francesas por las que se mueren los intelectuales británicos son consideradas más bien malas en su país. En fin, no tiene importancia. ¿Crees que podrás hacer una breve parada en La Hacienda de la que vas y dejar una nota en su buzón?

      —Podría. Siempre he querido ver lo que hay tras esos muros. ¿Quién vive ahí ahora?

      —Una anciana y su hija.

      —¿Su hija? —repitió Nevil automáticamente, levantando las orejas.

      —Su hija de mediana edad.

      —Ah, está bien. Cogeré mi abrigo.

      Robert escribió únicamente lo que pretendía decirles por teléfono, que saldría a resolver unos asuntos durante una hora más o menos pero que volvería a llamarlas tan pronto como le fuera posible y que Scotland Yard no tenía caso a día de hoy, y así lo reconocía.

      Nevil volvió a entrar en el despacho con su horrendo raglán colgado del brazo, cogió la nota con cierta brusquedad y desapareció anunciando: «Dile a tía Lin que quizá llegue tarde. Me ha invitado a cenar».

      Robert se puso su sobrio sombrero gris y salió en dirección al Rose & Crown para encontrarse con su cliente, un viejo granjero y el último hombre en toda Inglaterra que aún padecía de gota crónica. El anciano todavía no había llegado cuando él entró y Robert, por lo general de temperamento apacible y afable, trató de contener su impaciencia. El ritmo con el que pasaban sus días parecía haberse alterado. Hasta ahora su vida transcurría de acuerdo a un pulso equilibrado. Pasaba de un asunto a otro sin urgencia y sin emoción. Ahora, sin embargo, había un foco de interés y el resto de su mundo comenzaba a girar en torno a él.

      Se sentó en


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