El caso de Betty Kane. Josephine Tey

El caso de Betty Kane - Josephine Tey


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cada anochecer, se dispuso a disfrutar del paseo de camino a casa por la calle High, tratando de no sentirse desairado. Para empezar, no es que estuviera ansioso por volver a La Hacienda. Ya en la primera ocasión se había mostrado reacio y era evidente que ella había cortado por lo sano evitando que se repitiera la misma situación. De esa manera la relación se ceñía de nuevo a lo estrictamente profesional y se resolvería en el despacho, del modo más impersonal. De ahora en adelante sería mejor así, para no verse implicado más allá de lo necesario.

      «Ah, bien —pensó dejándose caer al fin en su sillón favorito del salón junto al fuego de la chimenea y abriendo la edición de la tarde del periódico, impresa esa misma mañana en Londres—, quizá cuando vengan el viernes al despacho pueda encontrar el modo de encarar el segundo encuentro de forma más cálida y personal para borrar el agrio recuerdo del primer rechazo.»

      La antigua y silenciosa casa lo tranquilizaba. Cristina llevaba dos días encerrada en su cuarto, rezando y meditando, y la tía Lin estaba en la cocina preparando la cena. Esa misma mañana, Robert había recibido una alegre carta de su única hermana Lettice. Durante años había conducido un camión, en tiempos de la maldita guerra; después se enamoró de un canadiense, alto y silencioso, y abandonó Inglaterra, y actualmente criaba a cinco chiquillos rubios en Saskatchewan. «Ven pronto, querido Robin», terminaba diciendo, «antes de que estos pequeñines crezcan demasiado y de que empiecen a salirte canas. ¡Sabes que la tía Lin no te conviene!». Podía oírla diciendo esas últimas palabras. Ella y la tía Lin nunca estaban de acuerdo en nada.

      Sonreía plácidamente, recordando, cuando el silencio y la tranquilidad se hicieron añicos con la llegada de Nevil.

      —¿Cómo pudiste no decirme que era así? —exclamó Nevil.

      —¿De qué me hablas?

      —¡Esa mujer! ¡La Sharpe! ¿Por qué no me lo habías dicho?

      —No creí que fueras a conocerla —dijo Robert—. Lo único que tenías que hacer era dejar la nota en su buzón.

      —No había tal buzón, así que llamé al timbre. Acababan de llegar de donde quiera que hubieran ido. En cualquier caso, fue ella quien abrió.

      —Pensé que dormía por las tardes.

      —No creo que duerma nunca. No parece en absoluto humana. Es puro acero y fuego.

      —Lo sé, puede ser una anciana algo brusca.

      — ¿Anciana?¿De quién estás hablando?

      —De la vieja señora Sharpe, por supuesto.

      —Ni siquiera la he visto. Me refiero a Marion.

      —¿Marion Sharpe? ¿Y cómo has sabido que se llama Marion?

      —Ella misma me lo dijo. Le hace justicia, ¿no es cierto? No podría llamarse de otra manera.

      —Parece que habéis tenido un encuentro la mar de íntimo.

      —Oh, me invitó a tomar el té.

      —¡El té! Pensé que tenías prisa por llegar a ver una película francesa.

      —Cuando una mujer como Marion Sharpe me invita a tomar el té, desaparece la prisa por hacer cualquier otra cosa. ¿Te has fijado en sus ojos? Por supuesto que lo has hecho, eres su abogado. Ese maravilloso tono gris avellana. Y esas cejas bien dibujadas sobre ellos, como las pinceladas de un pintor que ha alcanzado la maestría. Cejas como alas desplegadas. Escribí un poema sobre ellas de camino a casa. ¿Quieres oírlo?

      —No —dijo Robert con firmeza—. ¿Te gustó la película?

      —Oh, no fui.

      —¿Que no fuiste?

      —Te lo he dicho, me quedé a tomar el té con Marion.

      —¿Quieres decir que estuviste en La Hacienda toda la tarde?

      —Supongo que sí —dijo Nevil, ensimismado—. Pero, Dios mío, no me parecieron más de siete minutos.

      —¿Y qué ha pasado con tu amor por el cine francés?

      —Pero Marion es cine francés. ¡Incluso tú te habrás dado cuenta! —Robert sintió una punzada en su orgullo al oír las palabras «incluso tú»—. ¿Por qué perder el tiempo persiguiendo sombras cuando tienes la realidad delante de tus ojos? Realidad. Esa es su mejor cualidad, ¿no crees? Jamás he conocido a nadie tan real como Marion.

      —¿Ni siquiera Rosemary?

      En momentos como ese la tía Lin solía decirle que parecía estar «ido».

      —Ah, Rosemary es un encanto y voy a casarme con ella, pero esto es algo completamente diferente.

      —¿Lo es? —dijo Robert con engañosa mansedumbre.

      —Por supuesto. La gente no se casa con mujeres como Marion Sharpe, igual que uno no puede hacerlo con el viento ni con las nubes del cielo. ¡O con Juana de Arco! Es una blasfemia considerar la posibilidad de una relación de ese tipo con una mujer semejante. Me habló muy bien de ti, por cierto.

      —Muy amable de su parte.

      El tono fue tan seco que incluso Nevil lo percibió.

      —¿Acaso no te cae bien? —preguntó, observando sorprendido unos instantes el rostro de su primo sin creerse del todo lo que ocurría.

      Robert había dejado de ser por un momento el amable, algo perezoso y tolerante Robert Blair. Ahora era simplemente un hombre que aún no ha disfrutado de su cena y que acusaba el cansancio de un largo día y la frustración de un reciente desaire.

      —En lo que a mí respecta —dijo—, Marion Sharpe es solo una escuálida mujer de cuarenta años que vive con su anciana y ruda madre en una casa vieja y ruinosa y que necesita desesperadamente asesoramiento jurídico.

      Pero antes incluso de terminar de pronunciar aquellas palabras se arrepintió de haberlas dicho, como quien se da cuenta de que acaba de traicionar a un amigo.

      —No, probablemente no es de tu estilo —dijo Nevil, tolerante—. Siempre las has preferido menudas, rubias y algo tontas. ¿No es así?

      Hablaba sin malicia, como quien se limita a decir algo que resulta obvio.

      —No sé de dónde has sacado eso.

      —Todas las mujeres con las que has estado a punto de casarte eran así.

      —Yo nunca he estado a punto de casarme —dijo Robert, más tenso aún.

      —Eso es lo que tú crees. Nunca sabrás lo cerca que estuvo de pillarte Molly Manders.

      —¿Molly Manders? —dijo la tía Lin mientras entraba en la habitación, algo acalorada después de trajinar en la cocina y cargada con una bandeja—. Qué muchacha tan boba. Pensaba que una plancha de cocina solo servía para hacer tortitas. Y siempre estaba mirándose en ese espejito de bolsillo.

      —La tía Lin te ahorró un montón de tiempo. ¿No es verdad, tía Lin?

      —No sé de qué hablas, Nevil querido. Deja de pasearte de un lado para otro y echa un poco de leña a ese fuego. ¿Te gustó esa película francesa, querido?

      —No he ido. Estuve tomando el té en La Hacienda —dijo mirando hacia Robert, en un nuevo intento de analizar su reacción.

      —¿Con esa gente tan extraña? ¿De qué hablasteis?

      —De las montañas, de Maupassant, de gallinas…

      —¿Gallinas, querido?

      —Sí, de la malvada expresión de las gallinas cuando las observas muy de cerca.

      La tía Lin parecía confundida y se volvió hacia Robert como si esperase encontrar tierra firme.

      —¿Quieres que las llame, querido? Si tienes intención de conocerlas… ¿O quizá que avise a la mujer del vicario para


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