El caso de Betty Kane. Josephine Tey
de las hojas le hacía rechinar los dientes a veces. El cuanto al contenido, nada más que la habitual colección de protestas, poemas y pedanterías. Entre la selección de protestas ocupaba un lugar de honor la columna escrita por el futuro suegro de Nevil, en la que este se dedicaba casi por entero a glosar el oprobio que caería sobre Inglaterra si se le negaba un santuario al patriota fugitivo.
El obispo de Larborough llevaba años difundiendo la filosofía cristiana según la cual el desvalido siempre tiene razón. Era muy popular entre los revolucionarios de los Balcanes, en los comités de huelga británicos y también entre los habituales inquilinos del sistema penitenciario. La única excepción entre estos últimos era el reincidente crónico Bandy Brayne —que despreciaba profundamente al buen obispo y reservaba su afecto para el gobernador—, para el cual una lágrima no era más que una simple gota de H2O y que no dudaba en echar por tierra, cada vez que tenía ocasión, las sensibleras historias del viejo santurrón del modo más expeditivo y carente de emoción. No había historia, por muy exagerada que fuera —decían afectuosamente los más empedernidos ladrones y presidiarios—, que el viejo no estuviera dispuesto a creer.
Normalmente Robert encontraba al obispo vagamente divertido, pero hoy su actitud le pareció sencillamente irritante. Trató de leer dos poemas, sin ser capaz de encontrarle el menor sentido a ninguno de ellos. De modo que volvió a dejar el periódico encima de la mesa.
—¿Problemas en Inglaterra una vez más? —preguntó Ben Carley, parándose junto a su silla y girando la cabeza para mirar la cubierta del Watchman.
—Hola, Carley.
—El Marble Arch de los ricachones —dijo el abogadillo, hojeando el periódico desdeñosamente con un dedo manchado de nicotina—. ¿Quieres beber algo?
—Gracias, pero estoy esperando al viejo señor Wynyard. Nunca da un paso más allá de lo necesario, últimamente.
—¡No! El pobre viejo. Los pecados de los padres, sin duda. ¡Es terrible sufrir las consecuencias de un oporto que nunca bebiste! Por cierto, vi tu coche aparcado el otro día frente a La Hacienda.
—Sí —dijo Robert, quedándose pensativo por un instante.
No era propio de Ben Carley ser tan atrevido. Obviamente, si había visto su coche también había visto los de la policía.
—Si las conoces entonces podrás aclararme algo. Siempre he querido saber algo más de ellas. ¿Son ciertos los rumores?
—¿Rumores?
—¿Son brujas?
—¿Es eso lo que dicen? —preguntó Robert, sin darle mucha importancia.
—Es la opinión generalizada en toda la comarca —contestó Carley, lanzando a Robert una breve y elocuente mirada con sus brillantes ojos negros para después observar a su alrededor con su habitual curiosidad.
Robert comprendió que el hombrecillo le estaba ofreciendo tácitamente una información que, consideraba, le sería útil.
—Ah, vaya —dijo Robert—. Tenía entendido que desde la llegada del cine a estos lugares apartados, Dios los bendiga, se habían acabado las cazas de brujas.
—No estés tan seguro. Dales a estos palurdos una buena excusa y dedicarán toda su energía a una buena presa. Una chusma de degenerados congénitos es lo que son, si quieres saber mi opinión. Aquí está el viejo. Bueno, nos vemos.
Uno de los principales atractivos de Robert para la gente era que parecía genuinamente interesado en sus problemas. Y ahora se vio obligado a escuchar la prolija y confusa historia que el señor Wynyard tenía que contarle, con una amabilidad que pronto se ganó la gratitud del anciano —y también consiguió que este añadiera una generosa propina al total de su factura—. Sin embargo, en cuanto el motivo de su reunión quedó solventado, se levantó, se despidió y fue directo hacia el teléfono del hotel.
Había demasiada gente alrededor, por lo que decidió probar suerte en el garaje de Sin Lane. La oficina ya estaría cerrada y además le cogía de camino. Si telefoneaba desde el garaje, pensó mientras cruzaba la calle, tendría su coche disponible si es que ella… Si le pedía que se acercara a hablar sobre su caso, algo que debían hacer. Era necesario encontrar un modo de desacreditar la historia de la muchacha, hubiera o no hubiera caso. Había sentido un gran alivio tras escuchar de boca de Hallam que Scotland Yard no tenía intención de…
—Buenas noches, señor Blair —dijo Bill Brough al entrar en la oficina con su gran corpachón mientras la expresión de su cara redonda y gordezuela le daba la bienvenida—. ¿Ha venido a por su coche?
—No, en principio solo quiero utilizar el teléfono, si no tienes inconveniente.
—Por supuesto, adelante.
Stanley, que estaba bajo uno de los coches, asomó su cara de cervatillo y preguntó:
—¿Alguna novedad?
—Nada en absoluto, Stan. Hace meses que no apuesto.
—Ya he perdido dos libras con un penco llamado Brillante Promesa. Eso me pasa por depositar mi fe en los caballos. La próxima vez que tengas algún soplo…
—Cuenta con ello. Pero seguirán siendo caballos.
—Mientras no sea otro penco… —dijo Stan, volviendo a desaparecer bajo el coche.
Robert siguió caminando hasta entrar en la pequeña oficina excesivamente iluminada y descolgó el teléfono.
Fue Marion quien respondió, y su voz sonaba cálida y agradecida.
—No se imagina qué alivio supuso para nosotras la nota que nos envió. Ya nos veíamos condenadas a trabajos forzados indefinidamente. Haciendo estopa… ¿Aún se hace, por cierto?
—Creo que no. Hoy en día se proponen cosas algo más constructivas, según tengo entendido.
—Terapia ocupacional.
—Más o menos.
—No creo que horas de costura obligatoria vayan a mejorar mi carácter.
—Probablemente encontraría algún quehacer más agradable para usted. Va en contra de la sensibilidad moderna obligar a los prisioneros a hacer cosas que no quieren.
—Es la primera vez que le oigo hacer un comentario cínico.
—¿Ha sonado cínico?
—Pura Angostura.
Bueno, ya que había sugerido el tema de la bebida, quizá le invitaría a volver a tomar un jerez antes de la cena.
—Qué sobrino tan encantador tiene, por cierto.
—No es mi sobrino —respondió Robert secamente. ¿Por qué el hecho de ser tío conseguía que a uno siempre le echaran más años encima?—. Es mi primo segundo, aunque me alegra que le haya caído bien. —Así no llegaría a ningún lado, debía coger al toro por los cuernos—. Me gustaría volver a verla para discutir sobre lo que podemos hacer para arreglar las cosas. Para proteger…
Esperó.
—Sí, por supuesto. ¿Podríamos pasarnos una mañana por su despacho cuando vayamos de compras? ¿Qué podríamos hacer? ¿Qué opina usted?
—Quizá una pequeña investigación por nuestra cuenta. Prefiero no hablar de esto por teléfono.
—No, por supuesto que no. ¿Qué le parece si vamos este viernes por la mañana? Es nuestro día de compras. ¿O quizá es el viernes un día demasiado ajetreado para usted?
—No, el viernes me viene bien —dijo Robert, ocultando su decepción—. ¿A mediodía?
—Muy bien. A las doce en punto pasado mañana. Adiós y gracias de nuevo por su apoyo y su ayuda.
Una despedida firme y concisa, sin los habituales gorjeos y vacilaciones que Robert estaba acostumbrado a recibir por parte de las