La patria en sombras. Elizabeth Subercaseaux

La patria en sombras - Elizabeth Subercaseaux


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alzó la cabeza y le clavó los ojos azules.

      —Todas, mi general. Positivo.

      —Cuando me refiero a todas quiero decir todas. Los otros miembros de la Junta no deben enterarse. ¿Entendido?

      —Entendido, mi general.

      —Vamos al grano, entonces. Siéntese y explíquese.

      —Asistieron los jefes de Inteligencia de Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay, mi general. El plan quedó establecido. Se llegó a un acuerdo para el intercambio de informaciones y prisioneros. Se creó el Operativo Cóndor que quedará a cargo de la búsqueda y toma de los subversivos en el Cono Sur. Para efectos de subversivos chilenos en Argentina y argentinos en Chile, vamos a entendernos directamente con la SIDE y con el Batallón de Inteligencia 601, mi general. Todas las operaciones serán ordenadas y luego informadas en reunión secreta, mi general. La Alianza Americana Anticomunista de Colombia y Venezuela también están dispuestas a colaborar con el Plan Cóndor. Nos lo hicieron saber aunque no quisieron participar de la reunión del 25, mi general.

      —No quisieron. ¿Y eso?

      —No le sabría decir, mi general.

      —Bueno, pero averigüe. No vamos a quedarnos de manos cruzadas sin saber las razones.

      —En cuanto sepa algo lo informo, mi general.

      —De acuerdo. Vamos a dejarlo hasta aquí. Tengo que reunirme con los economistas.

      —Hasta mañana, entonces, mi general.

      Desayuno, diciembre 1975.

      El general tenía buenos amigos en Inglaterra. Su amigo Chaad le había presentado a importantes empresarios, su amiga Thatcher le había dicho que contara con su ayuda para lo que fuera y ahora que ellos querían la ayuda de él, él estaba dispuesto, por supuesto que sí. No le gustaba la idea de liberar a esa doctora marxista, pero los ingleses estaban presionando.

      —Este jugo de naranja no es natural —le dijo al sargento que entró a su despacho llevándole El Mercurio.

      —¿Se lo cambio, mi general?

      —Si me hace el favor. ¿Llegó el coronel?

      —Viene entrando, mi general.

      Momentos después el coronel se cuadraba frente a su escritorio. El coronel está ganando demasiado peso, pensó el general dándole una mirada de desaprobación.

      —Tome asiento —le dijo y fue directo al grano—. ¿Dónde se encuentra esa doctora inglesa, Cassidy, la que andaba escondiendo y atendiendo a terroristas?

      —La teníamos en Villa Grimaldi.

      —¿La teníamos? ¿Dónde está hora?

      —La soltamos ayer en la tarde, mi general.

      —Bien.

      —¿Eso nomás, mi general?

      —Hay algo más. Está bien que la hayan soltado, porque mis amigos ingleses me estaban pidiendo justamente eso. Pero no dejen de seguirle los pasos, no quiero que esa mujer ande alborotando el gallinero.

      —Entendido, mi general.

      Desayuno, julio 1976.

      El coronel había pasado la noche encerrado en su escritorio escribiendo el informe del presupuesto para la Dina. Llegó con la carpeta debajo del brazo.

      —Le traigo listas las platas, mi general —le dijo con un tono alegre. Había sido un buen mes para la Dina. Diecisiete empresarios, peces gordos, todos, habían hecho suculentos aportes en dólares. La lucha contra el terrorismo estaba financiada y bien financiada.

      —Después hablaremos de las platas, coronel. Ahora quiero saber cómo funcionó la Brigada Mulchén. El informe del sargento Ayala es tan confuso, que no entendí nada. ¿Quién quedó a cargo de esa misión, coronel?

      —Le encargué la misión a Townley, y como el gringo es medio loco ordené al capitán Martínez, al suboficial Donoso y al teniente Ríos que vigilaran toda la operación. Donoso y Ríos interrogaron al español en la casa del gringo en Lo Curro. Lo dejaron listo para la foto. El accidente se lo prepararon para la medianoche. Hundieron el Volkswagen en un canal, mi general. Este asunto está terminado, mi general. Lo desbarrancaron en un canal y el informe dice que murió ahogado.

      —¿Lo desbarrancaron? ¿Y en cuál canal?

      —En el que corre debajo de La Pirámide, mi general. Le dieron alcohol y le pusieron una botella vacía en el auto, en el bolsillo de la chaqueta dejaron una nota de un amigo suyo avisándole que su esposa le pone el gorro. Conclusión, el hombre iba borracho, desesperado con el adulterio de la esposa, perdió el control del volante y el auto se le fue al canal. Pero este operativo, aunque haya salido como fue previsto, me preocupa, mi general.

      —Por qué le preocupa.

      —Porque el español tenía inmunidad diplomática, mi general.

      —Los diplomáticos también tienen accidentes de auto, coronel. Si se ha hecho de manera prolija no tiene por qué traernos más problemas.

      Desayuno, septiembre 1976.

      El general estaba esperando al coronel de pie. Por la expresión de su rostro se notaba que estaba ansioso. Y lo estaba. Esto se les había ido de las manos. Él no había calculado que las cosas pudieran escalar hasta este punto. Tenía a toda la comunidad encima. El gobierno de Estados Unidos le iba a quitar el apoyo. De eso estaba seguro. El senador Kennedy lo había amenazado abiertamente por la prensa y le había enviado un recado de cuero del diablo.

      El coronel se cuadró ante él.

      —Misión cumplida, general. Letelier está muerto.

      —Eso lo he podido leer en el diario —le dijo el general con sorna—. Mire que no voy a saber que está muerto. Mire que no voy a saber el tamaño de la cagada que me dejaron en Washington. Mire que no voy a estar preocupadísimo por lo que se nos viene encima. Lo que necesito ahora mismo son los detalles de cómo se hicieron las cosas. Y también necesito detalles de las medidas de resguardo que se han tomado.

      —Se lo traigo todo por escrito, mi general. Le dejo la carpeta.

      —Está bien. Voy a estudiarla y luego me vuelvo a reunir con usted. Pero va a ser esta misma tarde. El embajador de Estados Unidos ya ha pedido audiencia y tengo que saber qué es lo que voy a decirle. ¿Ha preparado bien ese material? ¿Está contemplado en su informe lo que debo decirle al embajador?

      —Por supuesto, general.

      —Bien, coronel. ¿Tienen bien amaestrados a los cubanos? Que no se vayan a ir de boca esos jetones.

      —Imposible relacionarlos con Townley.

      —¿Dónde se encuentra Townley?

      —Está bien escondido, mi general.

      —Me imagino que estará bien escondido, pero dónde.

      —Esa información la tiene el coronel Espinoza, mi general.

      —Usted es su superior. ¿No sabe dónde lo tienen?

      El coronel se quedó callado.

      —Oiga, coronel, yo no quiero medias palabras. Este es tal vez el asunto más serio con el cual debamos enfrentarnos. Tenemos que cubrirnos muy bien las espaldas. Usted comprende eso, ¿verdad?

      —¡Cómo no lo voy a comprender, mi general! —se ofuscó el coronel—. Pero usted tiene que entender también que hay cosas que yo, como jefe de Inteligencia, no le puedo decir a nadie, ni siquiera a usted, mi general.

      —¡Lo que usted tiene que entender, coronel, es que en este país no se mueve una hoja sin que yo lo sepa! ¿Me oyó?

      —Positivo, mi general.

      Desayuno, noviembre 1977.

      El coronel sabía que lo esperaba


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