La patria en sombras. Elizabeth Subercaseaux

La patria en sombras - Elizabeth Subercaseaux


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y vivir donde queramos, comprar lo que queramos.

      —Siempre y cuando seas partidario del gobierno —dijo Irene.

      —Y si no lo eres, ¿qué?

      —Te matan, pues, Luciano.

      —Pero, ¿de dónde sacas esas cosas?

      —Tendrías que hablar con mi papá y mi mamá. Ellos saben lo que está pasando.

      —¡Ah, claro! Tu papá es filocomunista y tu mamá… yo no sé… mejor no digo nada. No, Irene. Estás muy equivocada. No metas la política en todo. La economía corre por otros carriles. Nosotros vamos a dejar que los militares se ocupen de ordenar el país, pero tal como dijo Sergio de Castro, en economía, el mango de la sartén lo tenemos nosotros.

      —Me abisma tu ingenuidad, Luciano. Pase lo que pase, en una dictadura, el mango de la sartén lo va a tener siempre el dictador.

      —Yo no lo veo así. Estos milicos no son como los de las repúblicas bananeras. Esta es una gran oportunidad para mí, para mi familia, para todos nosotros. El gobierno militar está haciéndolo bien. Están empeñados en sacar a Chile del subdesarrollo y eso significa dar un tremendo salto. Un antes y un después. Le han entregado el manejo de la economía a Sergio de Castro, Pablo Baraona, Álvaro Bardón, Carlos Cáceres, gente de primer nivel, y yo voy a trabajar con ellos. Vamos a hacer de Chile una economía floreciente. El tiempo me dará la razón. Vas a ver.

      Irene se quedó mirándolo. Después de un rato le dijo:

      —¿Y vas a estar en la prensa día por medio?

      —Tú me conoces, Irene. Cómo se te ocurre que voy a estar en la prensa, ni día por medio, ni nunca. A mí no me interesa que mi nombre aparezca en el diario, o mi foto, lo que me interesa es colaborar para sacar este país adelante y la mejor manera de hacerlo es callado, por dentro, con disciplina y seriedad. Tú estarás conmigo en esto, ¿verdad?

      —No creo que me necesites para algo que decidiste antes de preguntarme —dijo Irene.

      Luciano pensó que tal vez tenía la razón. Tal vez debió haberlo consultado con ella antes de aceptar el cargo, pero si no lo hizo es porque sabía lo que Irene opinaría. Nunca iban a ponerse de acuerdo. Irene no había apoyado al gobierno de la Unidad Popular, pero menos le gustaba el gobierno militar, y sus suegros no hacían otra cosa que llenarle la cabeza de pájaros.

      7

      Estaba empezando el año 1975 cuando le avisaron que lo habían ascendido a juez del Crimen de Menor Cuantía en Santiago.

      Juan se despidió con pena del pueblo de una calle, sus amigos mapuches, las conversaciones con el dentista y esas tardes apacibles que podía dedicar a la lectura y dar caminatas a la orilla del lago.

      Aunque en ese primer momento no lo vio así, a los pocos meses de estar en la capital se dio cuenta de que había cambiado la buena vida a la orilla del lago por un camino pedregoso por el cual tal vez nunca le hubiera gustado transitar.

      En Santiago empezó a ocuparse de delitos menores y había pocos delitos. En el país regía el toque de queda, las poblaciones estaban controladas; hombre que salía de su casa después de las diez de la noche, era hombre arrestado o muerto. La delincuencia había descendido a cifras históricas. Cada rincón de la ciudad estaba vigilado por militares montados en camiones y tanquetas, y el gobierno confiaba en la obsecuencia de los tribunales de justicia. Si aquello era la paz, podría decirse que vivían con tranquilidad, pero sus noches no perdonaban la creciente inquietud que lo acosaba.

      Lo que veía en las cortes, durante el día, lo perturbaba profundamente. No sabía qué pensar ni en quién confiar. La desidia que veía en los tribunales de justicia era alarmante. Vivía con la sensación de encontrarse a la orilla de un río que se desbordaría en cualquier momento. Intentó conversarlo con un par de amigos con quienes solía tomarse una copa, pero no fueron de gran ayuda.

      —Déjate de buscarle las cinco patas al gato, Juan, hay que nadar con la corriente —le dijo uno.

      —Es que Juan piensa demasiado —acotó el otro.

      —Esto me inquieta, Inés. Me gusta cada día menos. Si en un país se corrompe la justicia acaba corrompiéndose todo.

      Su primera decepción la sufrió al ver la actitud de los jueces, la dejadez con que actuaban. Se los veía aburridos, sin el menor idealismo, dictando sentencias según quien fuera el cliente, exasperados ante el litigio de una mujer pobre, por ejemplo, y mucho más diligentes para resolver conflictos entre dos grandes empresas. Servilismo frente a los poderosos, indiferencia ante los débiles. Observaba alarmado cómo llegaban a la Corte Suprema unos jueces vendidos, serviles y rastreros, corroídos por la envidia, la rabia, la ambición. Unos seres miserables. Día a día iba comprobando la sumisión ciega de los antijueces a la Junta, los artilugios legales que empleaban para rechazar los recursos de amparo. Por las noches regresaba a su casa caminando de prisa. Necesitaba tomar distancia del mundo de los tribunales, alejarse. La cabeza gacha, mirando al suelo, las manos en los bolsillos de su eterno abrigo de tweed gris con blanco. Quería llegar cuanto antes al refugio de su hogar. Escuchar las risas de sus niñas. Desahogarse con Inés.

      —La manera como el Poder Judicial se está inmiscuyendo en política es algo muy grave, Inés. Nunca antes había ocurrido algo así. La Corte Suprema se ha alineado con la Junta. Tendrías que ver la actuación tan vergonzosa del presidente de la Corte. Enrique Urrutia Manzano ni se ha arrugado para desechar las acusaciones a los atropellos a los derechos humanos. Es una vergüenza. Están dejando a la gente desprotegida.

      Cuando reemplazó al juez del Octavo Juzgado del Crimen de Santiago tuvo acceso a legajos de instrucción que lo dejaron aún más abrumado. Se encontró con fotos de decenas de cadáveres de hombres, mujeres y jóvenes. Los habían baleado. Algunos mostraban hasta veinte impactos de bala y las balas tenían el mismo calibre usado en el Ejército. Las víctimas no parecían terroristas, sino gente modesta de distintas poblaciones. Los casos terminaban archivados, las víctimas habían sido heridas por obra de terceros que no había sido posible establecer como autores o cómplices de los crímenes.

      Leía los casos y sentía espanto. Sin embargo, todavía le quedaban resabios del apóstol de su mismo nombre y seguía negándose a creer lo que sus ojos estaban viendo. “Si no veo en sus manos las marcas de los clavos y no introduzco un dedo en el lugar de los clavos, si no le introduzco la mano en el costado, no, no voy a creer”.

      Hasta que llegó el día en que Hernán Montealegre, un abogado que él conocía y respetaba, fue encarcelado por defender un caso de violación a los derechos humanos. Entonces Juan se dio cuenta de algo que no se había atrevido a pensar: la negación de justicia era solo la punta de un iceberg.

      8

      1980

      Pasaron siete años antes de que el poder militar se vistiera de aires legalistas. Siete años en los cuales no se movió una hoja sin que el general lo supiera.

      En 1980 se aprobó la nueva Constitución y ya era un hecho que la Junta gobernaría por un tiempo indefinido. Tal vez para siempre, pensaba el general satisfecho con los logros y los plazos. Hasta sus detractores hablaban con palabras elogiosas del “milagro chileno”. Las chiquillas pobres pueden comprar enaguas de nylon, decía el ministro de Economía; hay una tele en cada casa, hasta en las poblaciones; las poblaciones están siendo erradicadas. “Y en 1984 cada chileno va a tener casa y no un Rolls-Royce pero una citroneta”, prometía el general.

      El general estaba en la cumbre del poder y se le veía contento, animado, chistoso. Se cultivaba una imagen de huaso ladino, cazurro, buen padre de familia, esposo ejemplar y religioso; comulgaba todos los domingos.

      Su vestuario también había cambiado. Le gustaba lucir bien. La señora elegía las telas y su sastre le confeccionaba los trajes a la perfección. Tenía hora de prueba los martes. Le gustaban azules, de hombros anchos y la chaqueta recta, y los llevaba con camisas claras y corbatas de seda. La perla en la corbata acentuaba la elegancia; el anillo de rubí, la prosapia.


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