La patria en sombras. Elizabeth Subercaseaux
raudo al despacho del general. Se cuadró ante él como hacía a diario pero sabiendo que, esta vez, la reunión sería diferente.
El general le dirigió una mirada inquieta y le hizo un gesto señalándole el sillón de terciopelo negro.
—Tome asiento, coronel.
—Si me va a dar la mala noticia prefiero escucharla de pie, mi general.
—Mala por un lado y buena por el otro, pues. Escuche lo que voy a leerle, es parte de mi informe que califica su conducta profesional entre agosto de 1975 y la fecha. Incluye, entre otros actos de servicio, la misión Letelier en Washington. Le leo: “Jefe que se destaca por sus extraordinarias condiciones de planificador y amplios conocimientos de sus funciones. Leal y abnegado en todo momento. Muy idóneo. Jefe de selección”.
—Gracias, mi general.
—No me dé las gracias todavía. Después de la reunión con el secretario de Estado Adjunto para Asuntos Interamericanos, Terence Todman, he resuelto derogar el decreto 521 de 1974 que creó la Dina.
—Y yo debo dar un paso al lado, mi general.
—Esa es la mala noticia, coronel. La buena es que a finales de este año usted y otros siete coroneles del Ejército serán ascendidos a generales de brigada. Lo que voy a decirle a continuación es solo para usted, no lo comente con nadie, ni siquiera con la María Teresa, ¿entendido?
—Positivo, mi general.
—En noviembre recibirá de mis manos la condecoración presidente de la República en el grado de gran oficial y la Estrella Militar de las Fuerzas Armadas del Ministerio de Defensa.
—¡Muchas gracias, mi general!
4
Con pesar recordaría Juan su actitud de esos primeros momentos del golpe, cuando al escuchar un disparo en la calle le dijo a su mujer “un comunista menos, Inés”. Él dijo eso. Era cierto que él lo dijo y tal vez no solamente lo dijo sino que lo pensó, un comunista menos era algo bueno para el país. Es lo que creía. Hay que añadir que lo dijo medio en chanza, que él no se tomaba en serio el izquierdismo de Inés, lo veía como un izquierdismo a la Jesucristo, una opción por los pobres, que él mismo compartía. Pero en ese momento no estaba pensando en los pobres sino en el Partido Comunista chileno, marxista leninista, que había amenazado con hacer añicos la tranquilidad de su familia.
Con el paso de los días y a pesar del bombardeo a La Moneda, del color que fueron tomando las cosas y del ambiente represivo, Juan intentaba encontrarle alguna justificación al golpe militar, verlo con otros ojos.
—La jornada del 11 de septiembre quedará en mi espíritu como el día más triste en la historia de mi país. Siempre lamentaré que se haya debido llegar a esos extremos, sin embargo, me alegra este cambio de gobierno que permitirá recuperar la estabilidad. Quiero creer que este golpe está inspirado en el bienestar de Chile y que yo mismo, desde los tribunales, podré aportar mi granito de arena —le decía a Inés.
—Yo me alegro tanto de que ejerzas tu profesión de abogado como juez, porque, sea adonde sea te lleve tu carrera, los más abandonados te van a necesitar. De lo que pueda pasar en el país quisiera pensar lo mismo que tú, Juan, pero me cuesta, es cierto que los militares han pacificado la situación y ahora podemos vivir tranquilos, pero no podemos seguir eternamente sujetos a este tipo de controles.
—Esto no va a durar eternamente. Ten por seguro que antes de que nos demos cuenta van a llamar a elecciones.
Como muchos otros, Juan creía que los militares iban a ordenar la casa, dejarla limpia y lista para una vuelta a la democracia, y que ese proceso no tomaría más que unos cuantos meses. Él sentía un gran respeto por los militares, eran profesionales, bien intencionados, eficientes. Y honrados. En Chile nunca se había visto robar a un militar. Una vez que consolidaran la paz y el orden, se retirarían a sus cuarteles, llamarían a elecciones y los civiles volverían a gobernar.
Inés no estaba en esa página. La primera vez que volvió a Francia, después del golpe, se reunió con un grupo de amigos en París. Eran todos de izquierda y la imagen que tenían de lo que estaba pasando en Chile era para dejar los pelos parados de punta. Pinochet era un dictador sanguinario, estaba asesinando a los opositores, le hablaron de cadáveres flotando en el río Mapocho, fusilamientos, torturas y campos de detenidos donde iban a parar mujeres embarazadas, jóvenes y hasta niños.
Por las noches, alarmada con estas noticias que corrían por Europa, le escribía a su marido. Pero Juan desconfiaba de esas acusaciones. La prensa nacional las desmentía a diario y pintaba a los exiliados como oportunistas, marxistas derrotados a quienes se había visto en la Costa Azul viviendo a lo grande. Gente que desaparecía, aparecía en el ascensor de un hotel en Niza. Otros se habían aprovechado del pánico para abandonar a una esposa que ya no soportaban. Todas esas acusaciones eran falsas, estaban orquestadas por los enemigos de Chile, carecían de fundamento, pura propaganda de los comunistas, decía la prensa oficialista.
Antes del golpe Juan había solicitado un trabajo como juez en Panguipulli. Se le iluminó la cara cuando le dijeron que lo habían aceptado. Se estaba cumpliendo su antiguo sueño de ser un juez de provincia, dirimir casos de gente pobre, poner encima de la mesa la máxima que guiaría todas sus decisiones: el hambre y la pobreza son atenuantes, siempre. La vida en provincia era sosegada, tendría que ver casos sencillos, uno que se robó una vaca, otro que estafó al vecino, el que corrió los lindes, cosas de esas, y dispondría de tiempo libre para gozar de la maravillosa naturaleza del sur de Chile y escribir.
Los meses que estuvo viviendo a una cuadra del lago, en un pueblito de una calle con siete comercios, cinco de los cuales eran bares, y una iglesia formidable, fue un tiempo que recordaría con nostalgia. La vida social en el pueblo se limitaba a una que otra comida en la casa del profesor de la escuela, el médico y el dentista. Las mañanas se le iban en el tribunal viendo casos de robos de bienes y ganado, explicación de tierras, agresión sexual, y visitando a los presos, en su mayoría mapuches, que solo hablaban mapudungun y pasaban los días tirados en una pieza con piso de tierra, a la espera de una resolución. Por las tardes se dedicaba a sus dos grandes pasiones: leer y escribir. Se instalaba en el patio de su casa, a la sombra de una higuera y se hundía en el teatro de Chéjov, las novelas de Pushkin, Balzac y Dostoievski.
5
El general corrió el sillón de la terraza hacia la mesa de centro, acomodó los cojines, sacó la fuente de porcelana verde con la fruta de madera para hacerles espacio a los papeles. Tenía lista la carpeta con sus ideas. Quería demostrarle a Jaime Guzmán que él sabía perfectamente cuáles eran las necesidades del país, que no era un milico ignorante como creían los civiles. Había estudiado el asunto. Y bien.
Su mujer no estuvo de acuerdo con invitar a Guzmán a la casa; es una imprudencia, le dijo. Estas cosas era mejor conversarlas en el Diego Portales y a puertas cerradas, los empleados tenían las orejas largas.
—¿Y si los otros miembros de la Junta se enteran de que lo invitaste sin consultar con ellos?
—¿Cómo van a enterarse? Justamente no quiero que ellos se enteren, por eso lo cité aquí. Las orejas de los empleados no son tan largas como las de las paredes del Diego Portales. Yo tengo un profundo respeto por Jaime Guzmán, y confío en él, es inteligente, bien preparado y discreto —dijo el general. Lo que no le dijo a su esposa —porque, hasta no estar seguro de qué es lo que se acabaría promulgando, no le gustaba ventilar asuntos de Estado con ella— es que lo más importante era ordenar la casa, su casa de gobernante, la casa de la Junta. Su objetivo primordial, y quería hablarlo con Guzmán, era que el Ejército tuviera poder sobre las otras ramas de las Fuerzas Armadas. El Ejército, o sea él. No era conveniente que todos tuvieran las mismas prerrogativas. Aquí nadie iba a mandarse solo ni pretender escalar posiciones que no correspondían; alguien tenía que estar a la cabeza y eso le correspondía al Comandante en Jefe. Pero era preciso estipularlo, dejarlo claro.
La voz un tanto aguda de Jaime Guzmán interrumpió sus pensamientos.
—Buenas tardes, general.