Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz
en muchas puertas en procura de trabajo, al fin me incorporaron a la Policía Municipal de Tunja, pero a la mitad del año cuarenta, no pudiendo resistir el intenso frío, me retiré de ese honroso cargo para pasar a otro no menos importante: la Policía Departamental en el que tuve la oportunidad de conocer una buena parte del departamento, junto con su historia y su idiosincrasia.
Historia, Raza y Paisaje Bambuco
Estrofa 1
Nada tengo de africano,
tal vez de asiático un poco,
de europeo, “pu’ ahí” un toco
y el resto de americano.
Estrofa 2
Americano del sur,
¡eso sí que quede claro!
y, para honor boyacense,
de este suelo colombiano.
¿Quién en el mundo no sabe
que, en Colombia, es Boyacá
emporio de inteligencia,
“Taller de la libertad”?
Es Boyacá una despensa
de la espiritualidad
que surte a Colombia entera
y un poquito más allá.
Soy de espíritu emigrante
en pos de triunfo y de gloria
y a donde quiera que vaya
dejo un reguero de historia.
Llevo la frente bien alta
y mi pecho ancho y erguido:
Lo mismo labro la tierra
que hago una industria o un libro.
En el amor soy sincero
y en la amistad, consecuente
y me apasionan las hembras
y los hombres bien valientes.
Historia, raza y paisaje,
cultura, clima y riqueza:
no hay en el mundo otra tierra
que encierre tanta grandeza. (bis)
(Tunja; 1977)
Historia, Raza Y Paisaje
Luego, la rasquiñita de las aventuras me indujo a renunciar a ese nuevo cargo para enrumbarme hacia el Viejo Caldas adonde ya se encontraba radicada mi madre, quien había quedado viuda nuevamente y sin recursos económicos, pues el único capital que heredó de mi padrastro fue el de cinco hijas, todas menores de edad. Entonces, localizados en Armenia, mi primera preocupación fue la de salir a buscar trabajo para convertirme en jefe de hogar; pero sucede que en aquella región la más fácil fuente de empleo era la recolección de café y yo, hasta entonces, no conocía ni sabía qué era una mata de café. Así que hube de dirigirme hacia Manizales que, por ser la ciudad capital, debía ofrecer muchas otras perspectivas. Entonces, recorriendo sus empinadas calles, al abrirme paso por entre un tumulto de gente joven, alcancé a entender que se trataba de un enganche para la Policía Departamental y como mi suerte ya estaba echada para ser policía por secula seculorum, no me demoré mucho en recibir un formulario para entregarlo luego con los datos personales y en un tiempo no mayor de ocho días fui destinado a prestar mis servicios en la ciudad de Pereira. Por ser tan próximas las dos ciudades, Pereira y Armenia, se me facilitaba el transporte para llevarle ayuda económica a mi familia.
Pero la situación se iba haciendo cada vez más pesada por cuanto el único que producía era yo, así que, cumpliendo mis veintiún años y olvidándome del lejano intento de mi degollamiento por la ambición de mi exigua herencia, la vendí a un pariente cercano, a la vez que renunciaba al cargo que tenía para radicarme en Armenia y montar allí un negocio con participación de toda la familia. Realizado este propósito, todo marchaba más o menos bien, porque en el hotel que adquirí hubo ocupación para todos y algo de bonanza económica; pero un día inesperado sucedió algo que echó por tierra el noble propósito de mantener la unidad familiar. El cuatro de julio, día en que estaba cumpliendo mis veintidós años, me llegó una citación de una Inspección de Policía con presentación inmediata. Acatando la orden, no tardé en presentarme ante el Inspector y mi sorpresa fue desconcertante al ver que quien me demandaba era mi mamá.
-Su mamá lo demanda, –me dijo el Inspector- porque el negocio que usted tiene demanda mucho trabajo y ni ella ni sus hermanas se sienten capaces de ayudárselo a administrar; que lo que ella desea es que usted busque empleados para su negocio, pero que se obligue a pasarle dinero suficiente para su subsistencia y la de sus hijas.-
El impacto que me produjo semejante despropósito fue demoledor. En ese momento rememoré todo lo que el sino adverso me había deparado desde mi nacimiento: la prematura muerte de mi joven padre, el abandono a que fui condenado por la nuevas nupcias de mi madre, el despilfarro de los bienes hereditarios y la consiguiente ruina, el intento de mi degollamiento por parte de mi madre y, en este caso, la afrenta ante un funcionario de la Policía, lo que me hizo tomar la inmediata y radical decisión de entregarle al Inspector las llaves del establecimiento, con la autorización de darle posesión sin reserva alguna de todo lo que hubiera de puertas para adentro a mi Señora Madre y al instante tomé un bus que me condujo a Ibagué, lugar donde pasé el resto del día de mi cumpleaños en medio de una congoja que por poco me conduce al suicidio.
El Misterioso Artista
Se arriscó el sombrero y se alisó el bigote
y de un vistazo escrutó el ambiente;
templó las cuerdas de su viejo tiple
y el ánimo templó con aguardiente.
Carraspeó fuerte y preparó garganta;
revisó el cinto y encontró el trinquete
y así, seguro y con cara alegre,
veíase romántico y valiente.
Los circundantes de la vieja tienda
brindaban por la vida y la alegría
y ansiaban de su voz y de su tiple
música, entonación y poesía.
Se oyeron luego, desgranando arpegios,
cuerdas y voz en trova enamorada
que, cual dardo, surcaban el espacio
buscando el corazón de su adorada.
Mezcla de sentimiento y alegría,
la fiesta en histeria se convierte
y el misterioso artista en un instante
de un trinquetazo sorprendió a La Muerte.
Al día siguiente, llegué a Bogotá a buscar consuelo entre mi parentela y a ver qué más sorpresas me deparaba el destino. Habrían transcurrido unos veinte días después de mi arribo a Bogotá, cuando me encontré frente a frente con una dama muy encopetada y de una elegancia admirable, pero que ante el impacto momentáneo no la podía ubicar en el lugar donde la había conocido antes y fue ella quien se adelantó a saludarme por mi nombre con un acento de auténtica antioqueña. Repuesto de tamaña confusión, la saludé por su nombre de pila, tras de un emocionado abrazo: -¡Amelia Reyes!-. Amelia era una campesina sutana de una rara y embrujadora hermosura, unos pocos años mayor de mí, a quien los mancebos del pueblo asechaban con locura. Por esa razón, la muchacha se marchó para Bogotá por la vía de Chiquinquirá, sin saber leer ni escribir y sin saber tampoco del destino que le esperaba. Así que cuando el tren terminó su recorrido en la estación de la Sabana y Amelia se disponía a salir,