Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio

Filosofía para una vida peor - Oriol Quintana Rubio


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odio y buscando la creatividad y el espectáculo) nos dice mucho sobre nuestra relación con el ser humano deshumanizado, con el cadáver: debemos apartar el esqueleto de nuestra vista, la podredumbre debe estar bajo tierra. Los zombies son nuestro horror vertical del que hablaba Cioran, la versión más moderna de aquello que querríamos ocultar siempre. Es por ello que todavía nos dan miedo: porque los zombies, en realidad, somos nosotros, o, como mínimo, nuestra última metamorfosis, la que aparece cuando se han quitado las capas de carne que la cultura y la civilización han colocado alrededor de nuestros huesos, para ocultar un desamparo total que nos aterroriza.

      Habremos de reencontrarnos con el hombre desamparado en más de una ocasión a lo largo de este libro. El siglo XX, con sus guerras y masacres, brindó numerosas ocasiones para hacer surgir esta figura, y no precisamente en el terreno de la ficción. Volvamos ahora a la temática de nuestro primer epígrafe.

      V. Sin embargo, algo habrá que podamos hacer

      ¿Qué es un pesimista, al fin y al cabo? Alguien que ha alcanzado un grado de lucidez sobre la falta de valor, lo absurdo de la existencia, y no ha querido expulsar esa idea de la consciencia, no ha querido huir de ella, sino explorarla a fondo. Detenerse en ello, sin embargo suele inhabilitar para la acción. Cioran, por ejemplo, afirmó que sólo aspiraba a vivir en París y a no hacer nada (a escuchar a Bach como mucho). Pero, ¿es la inacción la única respuesta posible cuando sobreviene la lucidez que dice que vivimos en un mundo de sombras, carente de valor? El primer (en todos los sentidos) especialista español en Cioran, el filósofo Fernando Savater, lanzaba la siguiente acusación en un libro en el que se entrevistaba a personas cercanas al escritor rumano [Carlos Cañeque y Maite Grau, Cioran: el pesimista seductor, Barcelona, Sirpus, 2007]:

      “El pesimista, el que cree que las cosas no tienen por qué ir bien, no se desespera. En el fondo es aquél que defiende las cosas buenas que hay, porque sabe que son improbables. Al optimista, sobre todo al optimista contrariado, nada le parece bueno”.

      Para él, Cioran era un optimista contrariado. Y esto es una acusación muy seria. Se podría interpretar que toda la obra de Cioran no es más que una rabieta de niño respondón, que dedica su vida a refinar la expresión de sus frustraciones en una prosa cada vez más afilada, pero que, en realidad, se va a limitar a quedarse sentado a que alguien le solucione la papeleta o le dé lo que quiere. ¿No será, en cambio, un verdadero signo de desesperación el asumir plenamente la ausencia de bien que se da en el mundo, la ausencia de bien puro, y a pesar de todo, levantarse y caminar, penar en el vacío? Cioran aseguraba haber cometido todos los crímenes (seguramente imaginarios) excepto el de haber sido padre. ¿No es un gesto verdaderamente pesimista ser consciente de qué es ser padre, y, a pesar de ello, serlo, sin condenarse a la esterilidad que Cioran tenía por un mérito? Y así con cualquier acto de los que se consideran propios del hombre común: saber de la inutilidad de la vida en pareja y casarse, de la nimiedad de escribir un libro y, a pesar de ello, hacerlo... Todo con el espíritu del que sabe que vive en un mundo de sombras, y que sólo hace lo que hace porque espera algún día despertar, y porque para él la inacción resultaría un postura infantil y en el fondo, no plenamente desengañada.

      La metáfora de la caverna platónica no tiene que ver con lugares físicos, sino únicamente con el conocimiento: la diferencia entre el protagonista y los demás está en lo que él sabe. ¿No tratará la vida, entonces, de exponerse hasta el final a todas sus posibilidades, de desenmascarar todas sus sombras, de recorrer un camino de mayor consciencia aunque ello comporte una mayor infelicidad? ¿Cuándo se sabe que el camino es oscuro, sino cuando se le ha recorrido entero? ¿No dice la alegoría de Platón que hay que andar al fin y al cabo? Quedarse a un lado de la vida, rumiando las propias amarguras, ¿no será la manera más eficaz de no librarse jamás de ese maldito yo? No cabe, pues, como hizo Cioran, sentarse al borde del camino, con los brazos cruzados, el mentón hundido en el pecho, y la frente arrugada, a esperar que la vida nos quite de en medio. Se trata de una postura que tiene algo de abuso de lo estético, algo así como estar enamorado de lo delicado de la propia alma y preferir su dolor, que es artísticamente productivo, a una vida más comprometida pero algo más estéril y indiferenciada: estéril por lo que respecta a lo filosófico, puesto que no hay tiempo de sentarse a pulir aforismos cuando uno está ahogado en las tareas anodinas de lo cotidiano, y indiferenciada, puesto que vivir significa en realidad salir de la torre marfil y perderse entre las masas.

      En su anhelo de pureza, Cioran renunció a ensuciarse las manos, e indirectamente, esperaba en el fondo que su propia desesperación le obligara a abrazar un vacío redentor −aunque en el momento de la verdad, algo le detuviera. En el fondo aspiraba a la completa desesperación. Pero, ¿cómo va alguien a desesperar si no compromete su energía vital, sino vive verdaderamente? No: el pesimista auténtico lleva su dolor en secreto y actúa, externamente, como si sus actividades tuvieran pleno sentido, por mucho que sospeche que todo sea una enorme estupidez, por mucho que la lucidez le visite periódicamente para desenmascarar el timo vital. Sólo así fuerza el vacío intuido a penetrar en su interior.

      Pero tampoco cabe, de la forma en que quieren hacernos creer los libros de autoayuda, recorrer las etapas vitales como quien recorre caminos de felicidad, como si de una carrera triunfal y plena de sentido se tratara, creyendo acumular crédito en un banco, o que la felicidad nos espera detrás de cada esquina. Los santos actuaban como si lo que hacían tuviera mucho valor, y a la vez, creían saber que el valor residía enteramente en otra parte. ¿No será posible, para el hombre común, actuar como si se supiera que hay un bien puro en otro lugar, afuera −pero sin saberlo ni creerlo verdaderamente− y con ello, actuar con la libertad y generosidad del que no espera nada, y, justamente por ello, es, por fin, libre?

      VI. Filosofía para una vida peor

      Iniciamos pues, un camino, que nos ha de llevar desde un susto inicial, producido por una lucidez que con mucho gusto rechazaríamos, la que nos dice que todo lo que nos rodea es humo, y, por lo tanto, nada merece el esfuerzo, hasta el punto de saber llevar una vida mínimamente productiva y que no haya tenido que echar tierra sobre esta lucidez.

      Repitámoslo: un pesimista es alguien que ha alcanzado cierto grado de lucidez respecto el poco bien que contiene la existencia humana y que no se conforma con baratijas. Quiere oro. Las tentaciones y caminos que nos permiten volver a la ilusión de creer que las cosas valen la pena son muchas (tantas como títulos hay en el género de la autoayuda). El pesimista verdadero no puede fingir ni que la vida es perfecta, ni que no aspira a lo absoluto. Rechazar las medias tintas requiere, aparentemente, un temple inaudito. Pero que eso no nos desanime: como mínimo se puede avanzar hacia ello. Bastará para empezar con no apartarse de ciertas visiones, como la del hombre como ser inerme, como la misma visión del mundo como una sombra del bien. Disponemos de un puñado de autores del siglo pasado que meditaron detenidamente sobre éstas y otras cuestiones relacionadas: estudiarlos nos permitirá no aumentar nuestra felicidad, pero sí nuestra lucidez.

      Cioran nos dejó suficiente material para resguardarnos de las ilusiones. Lo mejor sería, sin duda, acercarse a su obra directamente. Pero mientras tanto, podemos usar algunas de sus perlas como protección contra la tentación de olvidar que somos esclavos encadenados en el fondo de una caverna. Como recomiendan los libros de autoayuda, tómense estos aforismos con moderación (uno al día) y medítense con atención y amor.

      “Parecerse a un corredor que se detiene en plena carrera para intentar comprender qué sentido tiene correr. Meditar es signo de sofoco.”

      “Imposible hallar lo verdadero por ningún lado; por todas partes simulacros, de los que no debería esperarse nada. ¿Por qué añadir entonces a una decepción inicial todas las que se producen y la confirman con una regularidad diabólica día tras día?”

      [Ese maldito yo, Tusquets, Barcelona, 2004]:

      “Tertuliano [autor del siglo II d.C.] nos muestra que, para curarse, los epilépticos iban a ‘chupar con avidez la sangre de los criminales degollados en la arena’.

      Si yo escuchara la voz de mi instinto, esa sería la única forma de terapia que adoptaría para cualquier enfermedad.”

      “El


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