Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio
al referirse al ginecólogo, quien, a pesar de acceder diariamente a la intimidad física del cuerpo de las mujeres, sigue apegado al supuesto encanto de la feminidad; de esa lucidez carece igualmente el sepulturero, quien a pesar de tener que manejar la podredumbre de los cuerpos sepultos casi a diario –cuando se necesita espacio para los muertos más frescos– decide engendrar futuros cadáveres; Cioran se queja de sí mismo, cuando, como escéptico, se da cuenta de su incoherencia al escribir un libro más. Cualquiera de nosotros ve y no ve estas contradicciones. Nunca dejamos que el pensamiento de la inanidad de la vida humana invada por completo nuestro espíritu.
Comprendemos y simpatizamos además ahora con el filósofo rumano: si desde la adolescencia uno no puede abandonar la idea de que lo que parece tener valor en realidad no lo tiene –sin poder sumergirse en el sueño, que, con sus lícitos delirios es lo que pone fin a la lucidez y trae las ilusiones de una nueva mañana–, ha de acabar como Cioran: viviendo sin poderse comprometer con ninguna causa, sin trabajo, sin familia, sin ganas de volver a su tierra natal ni ganas de quedarse, desarraigado de todo excepto de la escritura que, por un lado, resulta lo único que hace disminuir el dolor, y, por otro, resulta lo único que uno sabe hacer –en su caso. Sin ilusión (o engaño) no es posible emprender ninguna tarea.
Todos, decíamos, tenemos muy de vez en cuando, y aunque sea muy fugazmente, la experiencia de que lo que amamos, en realidad, no es ni puede ser tan valioso. Pero casi luchamos contra ese tipo de lucidez. Tomemos el amor, por ejemplo. A los enamorados, por un lado, y a una madre dedicada a su hijo, por otro, les resulta imposible admitir que el objeto de su amor es alguien como cualquier otro. Amar es engañarse respecto la intercambiabilidad de los seres humanos (algo, que, por otro lado afirmamos con orgullo al proclamar la igualdad de todos los hombres, y el respeto debido a todos). Si un enamorado considera a su enamorada como una mujer entre otras, se puede certificar ipso facto el final del amor. El apego de una madre suele ser tan fuerte que jamás se llega a dicha intercambiabilidad. Dicho de otro modo: amar a todo el mundo es lo mismo que no amar a nadie, porque amar es creer que algo o alguien tiene valor –es decir, más valor que los iguales. En definitiva, el amor nos ciega a la realidad. El amor, lo supuestamente más valioso de la existencia humana, nos ahorra la lucidez –¿será por eso que todo el mundo lo busca? En general todas nuestras actividades, trabajo, juego, amor, entretenimientos son sólo estrategias para escapar del vacío de la lucidez.
Platón, en su alegoría, pone un curioso y poco citado ejemplo de este tipo de lucidez que rechazamos. Cuenta que, entre los prisioneros, se suelen dar premios a aquél que muestre mayor sabiduría, es decir, a aquel que sepa adivinar antes qué son las sombras que van apareciendo, cuál de ellas será la próxima; igualmente se premia a aquél que sepa recordar qué otras sombras fueron apareciendo a lo largo de los años. Es el prisionero liberado el que, en el exterior de la cueva, recuerda cómo sus conciudadanos se daban estos premios entre sí, con qué pompa y solemnidad hablaban de los temas que creían dominar, qué prestigio tenía su sabiduría. Una imagen que contrasta con la de Cioran rechazando premios literarios, una imagen que resulta familiar a cualquiera que haya asistido a nuestras presentaciones de libros, a nuestras clases en la universidad y a nuestras veladas literarias: hombres en el fondo vulgares, indistinguibles del resto, que se creen poco menos que dioses en su sabiduría infinita. El prisionero, lleno de piedad, quiere apresurarse a despertarles de sus delirios de grandeza. No es extraño que al final lo maten. Platón está diciendo en definitiva que se pueden conocer muchas cosas, pero que se está actuando como un imbécil, que se está haciendo un ridículo cósmico, mientras se ignore lo más esencial: que uno está encadenado en el fondo de una cueva, y que todo lo que va a conocer, mientras no escape, van a ser sombras, irrealidades: objetos carentes de valor.
(Y todavía podríamos añadir: Cioran es el prisionero que fue liberado de las cadenas, y que fue conducido al exterior pero sólo hasta aquel punto en el que la luz comenzaba a adivinarse. Pero este prisionero en concreto tuvo miedo de lo que empezó a intuir, miedo a la enormidad de lo desconocido que se abría ante sus pasos. Por ello, decidió volver junto a sus compañeros de cautiverio. Incapaz ahora de participar más en sus juegos y adivinanzas, plenamente consciente de encontrarse en un mundo de puras sombras, le faltó el fuego interior y, por lo tanto, la convicción exterior para intentar convencer a nadie. Cuando los demás prisioneros leyeron sus escritos, intentaron darle premios para integrarle y domesticarlo. Y en eso reside lo trágico de su figura: el prisionero decidió conformarse con una situación de semi-consciencia y semi-libertad: decidió quedarse en aquel lugar al que ya no pertenecía. La tragedia vital que el mismo Cioran se confesaba: haber renunciado a la santidad.)
III. El rey está desnudo
Exactamente como en el cuento popular, una verdad que está profundamente velada, es la radical desnudez del ser humano. Cioran dedicó aforismos dispersos en su obra, y un capítulo entero de El aciago demiurgo (1969) al tema del esqueleto humano, o al hombre como esqueleto: de lo superfluo de la carne. La permanente risa de la calavera, con ese aspecto siniestro y torturado, pero a la vez extrañamente risueño y burlón, le inquietaba profundamente. No es sólo que la calavera simbolice la muerte y, por ello, la inutilidad última de todos nuestros propósitos cotidianos. Es que parece que haga una burla de todos los asuntos en los que, en el fondo gustosamente, andamos ahogados en el día a día [El aciago demiurgo, Taurus, 2000]:
“Un cráneo expuesto en una vitrina es ya un desafío; un esqueleto entero, un escándalo. ¿Cómo el pobre transeúnte, aunque sólo le eche una mirada furtiva, se dedicará luego a sus tareas? ¿Y con qué ánimo irá el enamorado a su cita?
Con mayor motivo, una observación prolongada de nuestra última metamorfosis no podrá más que disuadir deseos y delirios.
…De ahí que, alejándome de aquel escaparate, no pudiera sino maldecir semejante horror vertical y su sarcástica sonrisa ininterrumpida”
En efecto: la calavera se ríe de nosotros y de nuestros afanes. Y nos resulta inquietante porque nos reconocemos en ella, porque sabemos que constituirá nuestra última metamorfosis. En el fondo no somos más que un esqueleto. Una meditación parecida puede hacerse ante la sección de charcutería de los supermercados. Aquél que se sienta abrumado por el peso de sus quehaceres y angustias, que se plante ante los bloques de carne reconstituida: cuando sostenga en sus manos un salami de dos quilos, embutido a presión en un grueso plástico y firmemente atado por una pequeña anilla metálica en cada extremo, que piense que, en realidad, no hay una diferencia sustancial entre él mismo y ese frío salchichón que sostiene. El cuerpo no es más que un conjunto de tejidos, que podrían ser reducidos a un fiambre como se hace en la industria de la carne.
Una vez más: a quien no se identifica con el pesimismo, tales imágenes le parecerán vanas e inútiles. ¿Qué provecho puede sacar nadie de saber que es un pedazo complejo y bien organizado de chopped? ¿Para qué íbamos a perder un solo minuto con una idea tan inoperante? Sin embargo, para quien haya sentido alguna vez, aunque fuera veladamente, la intuición de que la vida es una carrera absurda, y el hombre nada más que un trozo de carne, hallará en estas imágenes cierto consuelo pasado el susto inicial. Y en todo caso, si llega a convertirse en un maestro del pesimismo, como el mismo Cioran, será inmune a los desengaños de todo tipo que la vida nos tenga preparados. Porque, cuando uno sabe que no se es más que un bloque de carne, ¿puede sorprenderse ante la enfermedad? ¿Puede sentirse horrorizado por la mezquindad humana? ¿Le pillará desprevenido que el dolor le venga incluso de sus seres queridos, de aquellos que no deberían traicionarle? La contemplación de un frankfurt, si se sabe cómo, puede curar más enfermedades y dolores del alma que muchos libros de autoayuda.
Pero tendemos a vivir de espaldas a estas visiones deprimentes. No creemos en su potencial liberador. Tales doctrinas nos parecen una burla o una mera provocación; no sabemos ver en ellas su capacidad de relativizar que, como una calavera burlona, nos permitirían reírnos tanto de nuestros fracasos como de nuestros éxitos. Muy al contrario: huimos de nuestra desnudez, tapamos nuestras vergüenzas. Corremos en pos del éxito profesional y social, intentamos parecernos a nuestros modelos. No sabemos soportar el mínimo dolor: nuestra vida está llena de analgésicos de todo tipo −la literatura de autoayuda no es más que un gran analgésico para la existencia. Vivimos tan olvidados de nuestra