El marqués de la Ensenada. José Luis Gómez Urdáñez

El marqués de la Ensenada - José Luis Gómez Urdáñez


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italianas que se iniciaron en 1733 y que iban a culminar instalando en el trono de Nápoles a Carlos de Borbón, el primogénito de Isabel de Farnesio y futuro Carlos iii de España, Zenón de Somodevilla se ocuparía de tareas tan dispares como aprontar víveres para la tropa, comprar velas —«en Nápoles no se encuentra lona de que hacerlas»—, pagar a las tripulaciones, reclutar tropa en Italia. Para ello se le adelantaron 25 000 pesos, que podría aumentar lo que «hubiere menester para las urgencias que ocurrieren» con la previsión de «que no se mezcle la cuenta y razón de Marina con la de Tierra», según decía la Real Orden de 7 de agosto de 1734, por la que Somodevilla debía embarcarse en Cádiz «y continuar en el cargo de ministro principal del armamento naval de la expedición a Nápoles».

      El éxito italiano produjo las consiguientes recompensas. El rey Carlos de Borbón escribió a su padre Felipe v recomendando las virtudes de Somodevilla y por «merced espontánea», en uno de sus primeros actos regios, le nombró marqués de la Ensenada, el 8 de diciembre de 1736 (con acuerdo anterior de 17 de julio). En el preámbulo del título napolitano se reflejaba la dedicación de Somodevilla a la administración de la Marina, refiriendo sus muchos cargos, y aparecía el primer intento de ennoblecer el pasado del marqués mediante el recurso un tanto torpe de hacerle descender del solar camerano de Valdeosera, ya en esta época una oficina de compraventa de hidalguías «populares». Debió ser una justificación de urgencia, sin duda sugerida por el propio marqués, a falta del suficiente valor para sostener la hidalguía paterna como rango nobiliario. Ensenada no volverá a emplear esta mentira una vez que el marquesado y las órdenes de Calatrava y San Juan —esta también concedida a su hermana— le ayuden a elevar por sí el prestigio social de los Somodevilla.

      Los años que van de 1737 a 1740 fueron de gran interés para la experiencia administrativa del ya flamante marqués de la Ensenada. Muerto Patiño en noviembre de 1736, Ensenada empezó a ocupar puestos de gran importancia en la Marina, pero sobre todo, en el entorno cortesano de la Farnesio. El 14 de marzo de 1737, Felipe v creaba el Consejo del Almirantazgo, un organismo con amplias facultades cuya secretaría ponía en manos de Ensenada. Podría parecer solo un subterfugio para conceder el encopetado título de almirante de España e Indias al infante Felipe, el segundo hijo de Isabel de Farnesio al que había que adornar para buscarle un trono como a su hermano Carlos; pero la junta creada tres meses después tenía atribuciones importantes y algunas eran un estímulo para el aprendiz Ensenada, por ejemplo, el «reglamento de Ordenanza»: el primer antecedente de las ordenanzas de Marina que Ensenada logrará dictar después, cuando sea ministro. Según Fernández de Navarrete, algunas de las realizaciones de la Junta, como la ordenanza de 17 de diciembre de 1737 para la reforma de los arsenales, el reglamento de sueldos de 3 de febrero de 1738, etc. se deben al secretario del Almirantazgo Ensenada. Estas y otras ideas esbozadas durante estos cuatro años —la atención a los inválidos, la matrícula de mar ampliada a los pescadores, la construcción de buques en astilleros americanos— se reflejarán en las Ordenanzas de 1748 y serán mantenidas en la Armada en adelante, contribuyendo al prestigio del ministro de Marina.

      Un nuevo motivo de medro personal fue la próxima guerra en que iba a participar España: la de la sucesión de Austria. En octubre de 1740 moría en Viena el emperador Carlos vi y se reavivaban los intereses de los monarcas españoles sobre Italia. El joven infante Felipe, ya casado con una hija de Luis xv y almirante, iba a encabezar la expedición militar, de nuevo confiada al conde de Montemar, en la que Ensenada desempeñaría el cargo de secretario de Estado y Guerra del príncipe. Durante cuatro años había sido su secretario, así que «por lo mismo será vuestra persona grata al infante», decía el nombramiento, que obviamente venía inspirado por Isabel de Farnesio.

      Hasta su nombramiento ministerial en 1743, esta fue para Ensenada su primera experiencia en el terreno de la diplomacia, lo que le permitió conocer un mundo muy diferente al de la Marina y el Ejército. Como secretario de Estado del infante, trató con el marqués de Villarías, secretario de Estado, con el príncipe de Campoflorido, embajador en París, con el conde de Perelada, con el duque de Veragua, con Manuel de Sada, todos embajadores y expertos diplomáticos que luego le serán de gran apoyo, así como con algunos extranjeros, como el duque de Richelieu. Tuvo los primeros contactos cortesanos con Nápoles y conoció a algunas personas de gran trascendencia en su futuro, como por ejemplo, Pablo de Ordeñana, su «oficial mayor», luego su sustituto en la secretaría del infante cuando sea nombrado ministro y en adelante su primer confidente. También trató con un jovencísimo duque de Huéscar (luego, Alba) —tenía doce años menos que el marqués—, todavía brigadier de infantería pero ya ayudante de campo del infante y pronto a iniciarse en labores diplomáticas. En las instrucciones de Felipe v al infante, ya se le menciona como posible interlocutor ante la corte de Nápoles. Su amistad con Ensenada le valdrá al duque en 1744 el ascenso a capitán de la Primera Compañía de Guardias de Corps, un cargo que le permitía la entrada en palacio y el contacto diario con los reyes.

      Otro de los personajes que Ensenada conoció en Italia fue el marqués de la Mina, el general que sustituyó a Montemar, malquisto ya con el ministro José del Campillo después de la calamitosa campaña de 1742. A diferencia de Huéscar, Mina, un hombre que ya pasaba de los cincuenta años, le profesará una constante lealtad hasta el final. Había sido embajador en Francia entre 1737 y 1740, ganándose la merecida fama de francófobo, pero su dedicación fue el Ejército, en el que ganó gran reputación, aumentada luego como capitán general de Cataluña. Ensenada le pudo tratar poco en Italia, pero, luego, en España fue uno de sus primeros colaboradores militares y aún se mantendría fiel al proyecto ensenadista de las Milicias después de desterrado Ensenada en julio de 1754. Su manera de acabar con el motín de Barcelona en 1766 amenazando con los cañones recuerda a los métodos expeditivos que empleará Ensenada, por ejemplo, en el motín de Caracas. Eran gente de mano dura.

      La facilidad para establecer este tipo de relaciones personales y el buen servicio al infante Felipe —como antes a Carlos, ya rey de Nápoles— propiciaron que Ensenada fuera ganando estimación en la corte dominada por Isabel de Farnesio. El conde de La Marck, embajador de Luis xv en Madrid, fue clarividente al advertir, años antes de que le nombraran ministro, que había en la corte un hombre joven, secretario del Consejo del Almirantazgo, que acabaría ganando en la carrera a otros de más experiencia; se refería a Ensenada, del que el embajador decía que era «galant homme et bien intentionné» (Caballero y bien intencionado). Para los franceses, su encumbramiento no fue una sorpresa. Para los que sabían quién llevaba las riendas de la monarquía, tampoco.

      Su ascenso en 1743 a las secretarías de Hacienda, Marina, Guerra e Indias, se ha presentado como fruto de las intrigas palaciegas de las damas del entorno de la Farnesio, especialmente de la camarera de la reina, la marquesa de Torrecuso, pero también de la marquesa de la Torrecilla, su amiga íntima, y de Juana María O’Brien, marquesa de Salas, una de sus espías, la esposa de un gran amigo del marqués de sus tiempos napolitanos, el duque de Montealegre, el brazo derecho de Carlos de Borbón en Nápoles. La marquesa de Salas le prestará importantes servicios en París.

      También se dijo que, como conocía todos los secretos de la política del recién fallecido ministro Campillo —muerto de repente el día 11 de abril de 1743—, los reyes resolvieron con rapidez en medio del nerviosismo que produjo el desenlace. Pero no parece que esa fuera la razón, pues Campillo y Ensenada no se llevaban bien. Casi veinte años antes había habido un serio incidente en Guarnizo, cuando el joven Somodevilla era un subordinado del jefe del astillero, el futuro ministro José del Campillo. Se trata nada menos que de una denuncia ante la Inquisición contra Campillo, en 1726, acusándole de leer libros prohibidos y tener tratos con herejes. Somodevilla, con sus 24 años, tuvo que declarar en el proceso, seguido en el Tribunal de Logroño, y según escribió el propio Campillo, su posición no quedó clara: «un subalterno mío —se refiere a Ensenada— se resiste de volver a mi casa, diciendo, en atención a aquellos delitos que me atribuye la maledicencia y la emulación, que no le conviene». El Tribunal absolvió al futuro ministro, pero las dudas sobre la actuación de Ensenada y su relación posterior con el ministro no están despejadas. Campillo acabó pensando que Somodevilla era «poco considerado, mal satisfecho o quejoso de mí, porque no me interesaba en sus ascensos» y sentenció: «mi quejoso subalterno, que morirá de este mal», en referencia a su desmedida ambición.


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