La vida a través del espejo. Iván Zaro
fuerza vital necesaria. Con el tiempo, te vas dando cuenta de que es una cosa normal y de que hay mucha gente que, aunque no lo diga, tiene el VIH. El tiempo lo normaliza todo, se va pasando. Lo que antes te parecía un mundo, como esconder las pastillas cuando alguien venía a casa o mantener relaciones, lo acabas normalizando. Aunque yo no mantuve relaciones hasta que fui indetectable. Sentía que podía matar a alguien.
Tuve una carga viral de más de diez millones de copias, que es el límite de la máquina. Una primoinfección de libro, muy florida, muy sintomática... estuve fatal. Me quedé a 180 CD4, inmunodeprimido, y con 60 000 plaquetas. Cuando me dieron de alta no podía ni levantarme del sofá a la cama. A mí el VIH me pegó una hostia fuerte, pero bien fuerte. Mi salud se vio bastante perjudicada.
También temía por la confidencialidad. Creo que hay gente que se metió en mi historial clínico. No tengo pruebas, pero sí sospechas. Ha habido un compañero que me ha hecho un comentario por WhatsApp del tipo: «hombre, es que con la enfermedad que tú tienes...». Cuando me infecté, necesité mucho tiempo para reconstruirme mentalmente, en el trabajo. Lo cuestionas todo. Lo analizas todo. Todo este proceso te lleva un tiempo. Además, me pilló al final de la residencia, con proyectos de investigación, presentaciones, etc. Me alejé un poco de la gente y hasta que no estuve más recompuesto no me volví a relacionar. Tampoco reinicié las relaciones con chicos.
Hubo un cambio de actitud en mis compañeros o, al menos, yo lo vi así. Estaban más distantes, más fríos. En otros notaba más cercanía. Había de todo. La gente te sorprende cuando te pasan este tipo de cosas. A un chico que conocí se lo dije y desapareció. Otro, de forma más diplomática, me dejó de ver porque decía que éramos incompatibles. El último chico con el que estuve era seronegativo y no le importaba mi condición.
En el entorno sanitario hay serofobia. Yo la tenía también. He oído comentarios de «es VIH, a saber lo que ha hecho...» referidos a pacientes. Yo tuve un cambio radical en la forma de pensar sobre los pacientes. La primera vez que me vino un paciente con VIH cuando estaba ejerciendo le pregunté lo típico: cómo se encontraba, qué antecedentes tenía, si había tenido alguna enfermedad o sufrido alguna operación. Cuando me dijo que era VIH y le pregunté qué tratamiento seguía, me contestó: «Estoy con uno que se toma una vez por la mañana y una por la noche y otra una vez al día…». «¿Estás con Truvada y con Raltegravir?», le pregunté. «Sí, ese. ¿Cómo lo sabes?». Supongo que pensaría que, como soy médico, lo sabía todo. La verdad es que yo estaba tomando el mismo tratamiento que él.
Debemos ser consecuentes con el tipo de vida que estamos llevando porque tiene sus consecuencias. Una persona que tiene relaciones de riesgo se expone a un VIH, a una hepatitis C. La persona que es sedentaria se expone a un infarto, a una diabetes, a una hipertensión. Entonces, ¿quieres ser sedentario? Vale, pero que sepas que te puede pasar esto. Desde luego, he notado en mí un cambio a la hora de no prejuzgar a la gente por las enfermedades que tiene. Creo que me he hecho mejor médico, en el sentido humano, más empático, el VIH me ha servido para comprender que no debemos juzgar a la gente.
En el ámbito sanitario, la realidad del VIH es más invisible que en la sociedad en general. De hecho, yo tuve miedo de que se enteraran cuando cambié de hospital y tenía miedo de que me echaran si se enteraban de mi situación. En el trabajo que yo hago en urgencias no expongo a ningún riesgo a los pacientes por tener VIH aunque, claro, yo estoy expuesto a un montón de enfermedades, como una meningitis. Sin embargo, nunca me planteé un cambio de rumbo profesional. No voy a cambiar nada que tenga pensado hacer por el hecho de tener VIH. El VIH me ha servido para reforzarme a mí mismo, en determinado tipo de cosas. El VIH me ha enseñado a quererme más y a ser egoísta. A plantearme la vida de la manera en que realmente quiero vivirla.
El miedo en el ámbito laboral continúa, no tanto como antes, pero sigue activo. Hay niveles de riesgo según las prácticas que realices. Yo no cojo vías pero, si tengo que hacerlo o hago una punción, me pongo el doble guante y voy despacio, tranquilo pero ni eso se hace todos los días.
No creo que la serofobia en el ámbito sanitario sea generalizada, pero sí frecuente. Hay médicos de toda la vida que lo asocian a las drogas pinchadas. La unidad de VIH donde me trato pilló el boom de la heroína en Madrid. Para poder solucionarlo, la visibilidad siempre ha sido importante, es la mejor forma de emprender esa lucha.
Es cierto que tomas conciencia de que tu tiempo es finito. Yo me veía como invencible y no, no lo soy. Yo también tengo el VIH como otro mortal. A mí el VIH no me ha hecho más débil. Me veo una persona mucho más fuerte, con más capacidades y con un factor añadido para poder hacer mejor mi trabajo. Eso no me distingue en nada de otras personas. El hecho de que yo pueda asumir más riesgos en mi trabajo por estar expuesto a infecciones es una decisión personal. Hay personas a las que les gustan los rubios, personas a las que les da igual que tengas VIH y hay personas que tienen miedo por desconocimiento, pero yo no quiero a nadie a mi lado que tenga miedo de mí.
Pablo, un sacerdote hecho de carne y espíritu
Había oído hablar de él, siempre cosas buenas. Ya sabía de antemano que era una persona que rompía cualquier estereotipo e idea preconcebida respecto a la vida religiosa. Me lo presentó un querido amigo común. Me inspiró paz desde el primer momento, por su forma pausada de hablar y la energía que proyecta. No es un sacerdote al uso, está conectado con su lado místico y terrenal. Ambas caras de la misma moneda, lo espiritual y lo corpóreo, no son universos excluyentes, sino que convergen en la existencia del ser humano. Tenemos ese don, ese regalo. Era su primera entrevista y se estrenaba por todo lo alto. Abriéndose en canal para hablar de aspectos tan íntimos como el deseo y la vocación religiosa. Junto al padre Pablo, vamos a expiar las culpas de la Iglesia católica frente al uso del preservativo o su posicionamiento en la lucha frente al sida. Espero que disfruten tanto de su testimonio como hice yo. Adentrémonos en uno de los mundos más herméticos e inaccesibles de la sociedad occidental, bienvenidos a las bambalinas de la Iglesia católica.
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El primer recuerdo de mi infancia es cuando me morí. Estaba en los brazos de mi madre, no sé si bañándome o cambiándome, eso no puedo recordarlo, pero me fui de pronto. No tendría ni un año. Mi madre se asustó y llamó a la vecina: «ay, que el niño se me ha muerto, que el niño se me ha muerto». Eso me lo ha contado la vecina, pero yo me acuerdo de que veía a dos señoras corriendo detrás de un señor que llevaba un niño en brazos. Era yo. Me acuerdo en el momento en el que volví. Estaba con el doctor Térrez al que, aunque ya es anciano, sigo viendo de vez en cuando. Mi madre ya falleció.
Procedo de una familia humilde. Mi abuelo materno fue asesinado al comienzo de la Guerra Civil y mi familia paterna fue represaliada en la posguerra. Mi madre se educó en un colegio de religiosas, las Amantes de Jesús, que más tarde cambiaron por las Hijas de Jesús. Tengo un hermano mayor que es tremendo, tiene mucho genio. Todavía hoy a veces me hace daño y me toca tener paciencia con él.
También tengo recuerdos sexuales de esta época. Cuando tenía cuatro años un primo mío de unos nueve o diez años que pasaba mucho tiempo en mi casa y con el que a veces dormíamos juntos intentaba tocarme. Desde muy pequeñito, ya con ocho años, tuve la impresión de que me gustaban los hombres. Me fijaba en su forma de vestir. En aquella época iban muy campanones y ceñidos. También me gustaba jugar a ser cura o fraile. ¡Ya apuntaba para cura, cura gay! También me enamoré. Yo tendría catorce años y mi primo dieciséis y duró como dos años.
Mi madre me contó una vez que estando embarazada de mí visitó una iglesia y, ante la imagen de la Virgen María, me ofreció para su servicio. Si era niño, sacerdote y, si era niña, monja. A los quince tuve la llamada y mi madre se emocionó mucho: «la Virgen María me ha hecho caso». Mi padre y mi hermano habrían querido otra vida para mí y las reacciones fueron catastróficas.
Mi formación religiosa fue muy rara. Era muy inconformista y estuve en varios conventos y hasta intenté fundar una orden religiosa nueva, que fracasó. Mi madre murió cuando yo tenía veintiséis años. En ese momento decidí dejarlo y estudié auxiliar de enfermería y un año más tarde entré en los Monjes de la Cruz. Con ellos