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con otra gente, pues hasta entonces yo casi únicamente hablaba con ella. Mientras vivió, nunca salí solo a la calle. No fui al colegio. Ella me enseñó a leer y a hacer cuentas. Yo no sentía necesidad de amigos. Cuando la acompañaba a la compra, o a un recado, a cualquier sitio de la calle, muchas personas me decían cosas y me saludaban, pero todo era tan breve que no tenía tiempo de darme cuenta de que no eran iguales que ella.

      Fue después, cuando ella murió y empecé a conocer el mundo, cuando comprendí lo distintos de abuela que eran los demás.

      Una tarde, al ir a coger unas galletas, tiré un bote lleno de harina. Abuela me convenció de que había nevado en la cocina y estuvimos toda la tarde jugando a hacer dibujos en la nieve. Otra vez se me resbaló de las manos una botella de leche y se me cayó al suelo. Abuela me hizo varios barquitos de papel para que jugara en aquel charco blanco, enorme. Yo creía que eso era la vida.

      Cuando ella murió, yo tenía quince años. Me llevaron a vivir con unos tíos míos que vivían en Madrid y a los que no había visto nunca. Tenían tres hijos. Dos hijos y una hija. Nunca me llevé bien con ellos. O más bien al revés: nunca se llevaron bien conmigo. Bueno, no se llevaban ni bien ni mal con nadie. Ni siquiera entre ellos. Apenas se hablaban. Y cuando lo hacían se mostraban muy educados. Como si fuesen extraños. La casa siempre estaba en silencio. No se oía música. Nadie cantaba. Nadie reía. Nadie lloraba. Nadie gritaba. Parecía que estaban en una casa extraña. Yo tenía la impresión de que había ocurrido algo terrible y nadie me lo decía.

      Mi tío y mis primos trabajaban en Correos. Yo llegué a su casa en septiembre y en diciembre mi tío me dijo que me había apuntado para que trabajara aquel mes en Correos, de turronero, como se llamaba entonces. No tenía edad, pero mi tío hizo un chanchullo con la documentación. Como yo era muy alto, mi juventud no llamó la atención de nadie. Me mandaron a Buzones, en Cibeles, el sótano al que iban a parar las cartas que la gente echaba en aquellos enormes buzones dorados que daban (aún están) a un lateral del edificio, en el paseo del Prado. Las cartas caían por un tobogán que desembocaba en una enorme cesta de mimbre que cada cierto tiempo había que vaciar sobre unas mesas gigantes, en las que un ejército de manos las clasificaban por tamaños, con el sello siempre en la esquina superior derecha, y otro las recogía para llevarlas a la máquina que las matasellaba, desde donde se distribuían según sus destinos. A medida que se acercaba la Navidad había que vaciar las cestas cada menos tiempo, pues tardaban menos en llenarse.

      Al entrar en Buzones, primero me llamó la atención el olor. Un olor rancio al que me acabé acostumbrando. Y después, la gente. Todos eran hombres, los hombres más feos y desagradables que había visto en mi vida. Cabezas grandes, sonrisas monstruosas, piernas cortas, barrigas a punto de reventar, dientes podridos, pelo sucio, alientos asquerosos... Gente que además estaba todo el tiempo chillando, cantando, discutiendo, criticando, riéndose de alguien. Parecía un sueño. A mí me tocó formar equipo con un hombre gordo que se llamaba Hilario y un anciano silencioso, gris, casi invisible, que recibieron mi llegada como una bendición, pues lo que más les costaba era recoger del suelo las cartas que seguían cayendo mientras se vaciaban las cestas sobre las mesas. Los dos me adoptaron como su mascota. Al principio parecían distintos, que no participaban de la animalidad que nos rodeaba. Despreciaban al resto por vagos, brutos y maleducados. Pero no tardaron en revelarse ellos mismos como engreídos, ordinarios, chivatos, falsos... La tarde de Nochebuena, Hilario, que se había hartado de llamar por lo bajo borrachos a todos los que trabajaban allí, y con los que fingía llevarse de maravilla, agarró una borrachera descomunal. Me decía: Qué vergüenza, qué vas a pensar de mí. Y me lo decía echándome a la cara un aliento putrefacto. Acabó dormido sobre una mesa, pero como estorbaba, lo llevaron encima de unas sacas de cartas, y lo dejaron en una postura humillante, ante el bestial alborozo de todos, excepto el anciano, que no se rio pero tampoco hizo el menor gesto por defender a su amigo. Recordé una cosa que decía mi abuela: “Te empiezas comportando como un criminal, te vas transformando en un imbécil y acabas siendo feo”.

      Pero lo que más me llamó la atención el primer día fueron las cartas a los Reyes Magos. Había montones de ellas por todos lados: bajo las mesas, detrás de las máquinas, en todos los pasillos, sucias, rotas, pisoteadas... Me puse a recoger todas las cartas que vi, cartas muy serias —como la que yo mismo había enviado unos días antes, sin que lo supiesen mis tíos—, y cuando tuve un pequeño montón lo uní con toda naturalidad al del resto de cartas que estaba clasificando y se lo llevé a los que matasellaban. Unos minutos después, uno de ellos lanzó una maldición y se puso a gritar y a amenazar al gracioso que le había llevado aquello, agitando bien alto el paquete de cartas a los Reyes y preguntando quién había sido. Yo levanté la mano tímidamente, asustado, y todos los demás explotaron en una carcajada ruidosa. El pobre hombre que gritaba, quizá al ver que yo era mucho más alto que él, prefirió callarse. Todos creyeron que había sido una broma y me daban palmadas en la espalda para felicitarme. Me resulta increíble que nadie, entre aquella gente curtida, endurecida, maliciosa, brutal, que siempre estaban atentos a que alguien cometiera el menor desliz para laminarlo, que nadie se diese cuenta de que yo no sabía que los Reyes no existían. No concebían la inocencia.

      Yo había pedido en mi carta volver a estar con abuela. Unos días después de que los Reyes no me trajeran nada, mi tío me dijo si quería quedarme con alguna prenda de abuela. Como habían puesto en venta la casa, iban a tirar su ropa. Entonces vi su abrigo colgado de una percha en la penumbra de un armario abierto y creí que era ella, que se había metido allí para darme una sorpresa.

      Abuela era muy alta. Su abrigo me valía. Cuando me lo puse, instantáneamente me pareció que estaba dentro de su cuerpo. Me sentí lento, bondadoso y cansado. Al meter las manos en los bolsillos, topé con sendos pañuelos arrugados. Dos cosas personales, íntimas, que nadie podía ver. Me parecía estar tocando su alma.

      María ya había leído varias veces, en un libro que le había dado el ángel, su vida como algo que ya había ocurrido. Pero la vida real, la vida presente, tiene tanta fuerza que nos vuelve escépticos con relación al futuro, por mucho que sepamos que se va a cumplir. Mientras transcurre, la vida tiene más fuerza que las profecías que la desmienten. María vivía su propia vida con ignorancia, o con olvido. Solo cuando ocurrían algunas cosas recordaba que ya sabía que iban a ocurrir. Cuando conoció a los padres de José, pensó que no iban a ser santos, como los suyos, y que no serían recordados. Durante la boda los veía junto a Ana y a Joaquín, en la misma mesa, partiendo y alcanzándose entre los cuatro el blanco pan con sus manos campesinas, bromeando, bebiendo a grandes e inexpertos tragos el vinazo del lugar, riéndose ruborizados de las picardías que se decían de los novios, y no los encontraba diferentes de sus padres.

      Dentro de diez minutos el señor Gregorio, como se le conoce en el barrio, morirá de un ataque al corazón. Ahora está comiendo. Vive con Clara, una nieta que hace veinte años se quedó sin padres. La mujer del señor Gregorio también murió, ya va para seis años.

      Clara se ha peleado a mediodía con su novio, que vive en el mismo portal. Está furiosa con todo. Le sirve a su abuelo un filete y sigue masticando el suyo sin ganas. No habla. Solo tiene un pensamiento: que está harta de todo. El señor Gregorio suelta una sonora ventosidad.

      ‑¡Jo, abuelo, qué guarro eres!

      Tira el tenedor sobre la mesa y se levanta.

      ‑Hija, qué quieres que haga. Tengo gases.

      ‑Y yo. Y me los aguanto. Me voy a la calle.

      ‑No te enfades, mujer. ¿Qué te pasa?

      ‑¡No estoy enfadada, déjame en paz!

      Cierra la puerta de la calle de un portazo. En el portal se encuentra con su novio, que entra. Él la para. Quiere hacer las paces. Por orgullo y timidez se muestra brusco. Ella no sabe qué hacer ni qué decir. Él se acerca. Huele un poco a vino. Ella se aparta. Pero quedan en verse por la noche. Se despiden, tristes. Clara ya no quiere salir a la calle. Piensa en su abuelo. Se arrepiente de haberle hablado así. Subirá, le dará un beso, le hará cariños, se disculpará. Mientras sube, se busca


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