Autorretrato. Emilio Gavilanes

Autorretrato - Emilio Gavilanes


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en serio lo que estaba diciendo. Pero que no se te ocurriese a ti reírte, porque se ponía serio, tenso, te ametrallaba a ironías y no tenía inconveniente en llamarte ignorante.

      Un día don E Igna Ben llegó antes que Julia y se puso a hablarme de ella. Me fue haciendo un retrato de Julia que no se correspondía en nada con la mujer que yo había empezado a conocer. Yo ya había comprobado que ella parecía odiar los libros, no solo los de la librería, sino la categoría Libro. Si me veía llegar de Moyano con una bolsa llena de libros hacía un gesto de asco. Además, me hablaba mucho de la tele, lo que indicaba que su tiempo libre no lo empleaba en leer. Y sin embargo, don E Igna Ben me dijo que a Julia le gustaba escribir. Una vez le había dado a él a leer una novela. “Me gustó mucho. Pero como yo no entiendo de eso se la pasé a los amigos de la tertulia. En el café Gijón tenemos una tertulia. No es de famosos. No. Nosotros hablamos de cosas sin importancia. Nos reímos de cosas sin importancia. Mis amigos dijeron que la novela tenía mucho mérito. Entonces a mí se me ocurrió convocar un premio para que ella presentara su novela. El premio consistiría en un ramo de flores. Se presentaron tres novelas. Las otras dos muy malas, según dijeron. Lo ganó ella, naturalmente. Al saberlo se puso muy contenta. Pero cuando se enteró de que habíamos organizado una comida para la entrega del premio se le cambió la cara. El día de la entrega le mandamos un coche para recogerla y no se presentó. Después dijo que se había puesto enferma. Pero no fue eso. Nos dejó plantados. Un grupo de viejos solos, comiendo en silencio, en una mesa llena de flores… Yo creo que en el último momento le entró miedo. Pensó que la estábamos engañando. Que como era muy gorda, habíamos organizado todo para reírnos de ella. Por eso no fue.” Cuando acabó de contarlo, don E Igna Ben se quedó en silencio, pensativo. Nunca le había visto tan triste y tan callado. Ese día se fue enseguida, antes de que llegara Julia. Cuando llegó, le pregunté si era verdad lo que él había contado y ella confirmó que efectivamente escribió una novela y la presentó a aquel premio. Y que don Igna le dijo que había ganado. Efectivamente una tarde le mandaron un taxi. Y ella estaba preparada. Se había comprado un vestido, había ido a la peluquería... Y en el último momento pensó que todo era una broma, o, peor, una tomadura de pelo, y decidió no ir. Aún lo seguía pensando. “¿A mí me iban a dar un premio de novela? ¿A una mujer mayor a la que no conocía nadie?”. Y hacía un gesto de desdén para expresar que no se lo creía.

      Todo esto ocurrió durante mi primera semana de trabajo. A la siguiente, cuando ingresaron a Julia, don E Igna Ben se llevó una gran decepción al no verla. Yo no le dije la verdad, para no entristecerle. Le mentí. Le conté que Julia había cogido vacaciones y se había ido a vivir unos días con su hermana. Pero que había dejado dicho que nos haría visitas.

      Un día, además del famoso escrito, don E Igna Ben trajo unas bolsitas con semillas de petunia. Una era para Julia y otra para mí. Quedé en darle las suyas a Julia. Las mías no tenía ninguna intención de sembrarlas. No me gusta tener flores en casa. Las dos bolsitas quedaron en un cajón.

      Toda esa semana, cada vez que venía, don E Igna Ben me preguntaba por Julia. Yo le decía que no había vuelto a tener noticias de ella, aunque ya sabía que estaba en el hospital. El mismo día en que me enteré de que había muerto, la noticia me dejó tan trastornado que cuando llegó don E Igna Ben le dije que la tarde anterior había estado Julia y le había dado su bolsita con semillas de petunia. “Me dijo que son sus flores favoritas”, volví a mentir.

      En las semanas que siguieron le fui contando cómo habían empezado a brotar las petunias. A cada nueva visita me inventaba detalles sobre aquellas flores que solo crecían en mi imaginación. Le conté que Julia me decía que le habían salido unas flores preciosas. Para que resaltaran más, yo le decía que las mías se me criaban un poco raquíticas. A don E Igna Ben le parecía justo que las flores de Julia fuesen más bonitas. Se reían con su risa de tos. Llegó un momento en que no me costaba inventarme detalles sobre aquellas flores, porque realmente las veía crecer. Fueron meses lo que le estuve hablando de aquellas flores. Le conté que Julia había pedido la jubilación anticipada y que estaba viviendo con su hermana, entregada al cuidado de un precioso jardín, cuyas flores más hermosas eran las petunias.

      Un día don E Igna Ben dejó de venir. Tiempo después, los conserjes, con los que también se echaba sus parrafadas, supieron, a través de la hija, que don Igna había cogido un resfriado y una mañana había amanecido muerto en su cama, como un pajarito. Las petunias de mi imaginación dejaron de crecer. Cada vez que me acuerdo de ellas las veo como se encontraban la última vez que vino don Igna.

      El otro hombre que venía a ver a Julia era Dionisio Gamallo Fierros, un conocido filólogo. Gamallo era miope (llevaba gafas de culo de vaso), tenía mucho acento gallego, era mayor (no tanto como don Igna), fornido, campechano y muy muy hablador. Cuando se enteró de que Julia había fallecido, se calló unos instantes, desconcertado. Pero enseguida se hizo dueño de la situación. Se sentó en un sillón que había casi de adorno, pues ningún cliente hacía uso de él, y se puso a hablar y hablar, sin volver a acordarse de Julia.

      Gamallo hablaba de muchas cosas. De Galicia, de su amigo Dámaso Alonso, de literatura, de historia... Me contó varias veces su teoría de la “Negra Sombra” de Rosalía (después leí su artículo y me pareció que era mucho más brillante hablando que escribiendo), ese padre desconocido que resulta ser un sacerdote (de negra sotana) que seduce a una joven y que pesa sobre toda la vida de la niña, registrada como de “padres desconocidos”.

      Me habló mucho de Goya. “Usted no se imagina lo popular que era Goya entre la gente de su época. Era un héroe popular. Un ídolo más grande que los futbolistas de ahora.” Sabía cosas que yo llegué a sospechar que se inventaba. Que si la Quinta del Sordo (que se llamaba así, no por él, sino por el anterior propietario, que también era sordo) estaba en lo que hoy es la calle Caramuel, que si de los veinte hijos que tuvo solo uno llegó a la edad adulta, que si Marianito, su nieto, despilfarró la herencia en el juego (llegó a perder doscientos cuadros de su abuelo en una sola partida), que si tenían fincas en La Cabrera, en Buitrago, en Bustarviejo, porque, yendo a Francia, la mujer de Marianito se había puesto de parto y habían comprado el convento de San Antonio, por entonces desamortizado, que si tuvieron fincas en el centro de Madrid (“la parcela en la que hoy está el teatro Calderón, en la calle Atocha, tiene uno de los lados curvo porque Goya ataba allí un caballo y el animal trazó un rastro hasta donde llegaba y eso se confundió con los límites de la parcela, aunque Goya siempre alegó que la linde de la finca estaba más allá del rastro curvo dejado por el animal; fue un litigio en el que Goya se gastó más dinero del que valía la finca”), que si aún había descendientes y les habían concedido el privilegio de mantener el apellido “de Goya” siempre en primer lugar...

      Pero sobre todo me contó la historia de la calavera de Goya.

      Él la conocía por haberla oído contar muchas veces en su familia, adonde había llegado a través de su abuelo materno, a quien no llegó a conocer. Al parecer su abuelo materno, Dionisio Fierros, asturiano, era pintor. Vino a Madrid con 14 años y aquí consiguió la protección del marqués de San Adrián. Fue un pintor costumbrista que ganó muchas medallas en certámenes nacionales e internacionales. Le gustaba pintar especialmente tipos populares. Muchos de sus cuadros están en museos de provincias.

      Antes de seguir hay que explicar que al acabar el siglo XVIII un anatomista alemán se convirtió en el profeta de una nueva ciencia: la frenología, que diagnosticaba cualidades y tendencias de todo tipo mediante la observación de las protuberancias y las depresiones de determinados sectores del cerebro. En España este anatomista tuvo un apóstol temprano, Mariano Cubí y Soler, de quien hizo una biografía pormenorizada el berciano Ramón Carnicer, al que adoraban los chicos de la gauche divine (los Barral y compañía) porque les había dado clase en la universidad. Los frenólogos desarrollaron una inclinación a desenterrar cadáveres de personas ilustres y cortarles la cabeza para confrontar en ella los principios y los descubrimientos de su ciencia. En España esta moda coincidió con las guerras carlistas, lo que proporcionó a los estudiosos de la frenología abundante cosecha de cadáveres, y por tanto de cráneos, para su estudio. Eran especialmente buscados los de individuos de comportamiento extremo, los de tarados y los de genios. (Baroja contó en La senda dolorosa,


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