Autorretrato. Emilio Gavilanes

Autorretrato - Emilio Gavilanes


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conmigo. Después, con los que a mí me acompañaron. Y finalmente, solo.

      –¿Cuál será mi objetivo?

      –Ninguno. Solo tienes que mirar. No te puedo adelantar lo que vas a ver, porque el mundo está en perpetuo cambio. Verás cosas que yo no vi. Y no verás cosas que yo vi. Tendrás, como yo tuve, una ventaja sobre el primer brujo. Cuando en la Tierra cada planta era la primera planta y los animales aún no habían tenido descendencia y los hombres no sabían nada, tu primer antepasado se echó al camino, con temor, forzado por el hambre de la tribu, pues ni plantas ni animales consentían en servir al hombre. Remontó el gran río, atravesó las montañas y dejó atrás las grandes llanuras, siempre en busca de algo que no se negase a obedecerle. Llegó desnudo al país del frío y las tormentas. Una mañana, a punto de rendirse y darse media vuelta, se encontró, asombrado, con las almas de todos los miembros de su tribu, separadas de sus cuerpos, independientes de ellos, graves, solemnes, formando un rebaño. Aquel mono asustado, que solo buscaba algo de comer, ignoraba que había descubierto, sin buscarlo, que era inmortal.

      3. Final

      Tras la batalla, los ángeles consiguieron atravesar los nueve puentes, descerrajar los portones y hacerse con el control de la fortaleza del Infierno. Todos los cautivos recibieron la liberación con entusiasmo. Hasta que se organizó el traslado, la multitud aguardó ociosa, repartida en grupos de todos los tamaños, que paseaban, conversaban...

      Cuando partieron los primeros convoyes y se produjeron las primeras separaciones y despedidas, muchos fueron conscientes de que no volverían a encontrarse. Entonces vieron aquel lugar con nostalgia y en el último momento se rebelaron y combatieron para no abandonarlo.

      4. Alma

      Un hombre fue a la guerra y se llevó a su perro. El perro, que siguió llevando una vida muy parecida a la de casa, ignoraba que estaba en la guerra. El campo de batalla no era más que campo. Comía las mismas sobras. Ladraba al silbido de las balas que pasaban por encima, como insectos.

      El día que mataron a su dueño hubo retirada. El campamento fue abandonado. No dio tiempo a recoger los cuerpos. El perro montó guardia junto al cadáver de su amo. A la mañana del segundo día, los buitres comenzaron a acercarse. Cuando se aproximaban mucho, el perro se arrancaba contra ellos y los espantaba. A cinco metros escasos corría un arroyo. El animal tenía sed. Si se acercaba al agua, los buitres corrían hacia el cadáver. Entonces, antes de conseguir llegar al arroyo, el perro daba media vuelta para ahuyentarlos.

      Una mañana el aire rizaba lo que desde lejos parecía un montón de ropa vieja. Los buitres lo miraban, todavía quietos.

      Poca gente sabe que la Real Academia Española tenía antes una librería, una librería pequeña y poco convencional, pues casi todas las ventas se hacían por correo. Gente iba muy poca. Había días que nadie. La mayor parte de las visitas eran de gente de la casa, gente que trabajaba en alguno de los diccionarios y a los que se les hacía un buen descuento, lo que suponía un buen aliciente para comprar alguna de las publicaciones: el facsímil del manuscrito del Tenorio, el del Libro de Buen Amor, el de los poemas de Berceo, el del manuscrito Chacón con las obras de Góngora, el del diccionario de Nebrija… Libros que casi siempre compraban para regalar.

      Yo me hice cargo de la librería por ofrecimiento de Alonso Zamora Vicente, que entonces era Secretario Perpetuo y vivía en el propio edificio. Yo había tenido una beca de IBM para informatizar los ficheros de la comisión del diccionario y del pleno. Durante el tiempo que duró la beca, don Alonso –como le llamaba todo el mundo– me trató con un cariño enorme. Y al acabar la beca me propuso sustituir a la señora que llevaba la librería, que también vivía en el edificio y que estaba a punto de jubilarse. Cuando me ofreció el puesto, me previno: “Aunque los gordos suelen ser de buen natural, esta señora tiene muy malas pulgas. Tendrás que aguantarla durante el tiempo que tarde en enseñarte el oficio.” La señora, Julia se llamaba, resultó ser una mujer encantadora. Con carácter, pero risueña, educada y muy amable. Se debía de llevar mal con Zamora por meros motivos de vecindad. Cuando él me ofreció hacerme cargo de la librería, ya se sabía que Julia estaba enferma, pero no que estaba tan enferma.

      Julia me dijo que me iba a enseñar en quince días todo lo que hacía falta saber para llevar el negocio. Pero cuando llevaba una semana, me enteré de que la habían ingresado en un hospital. Cinco días después estaba muerta. Así que mi conocimiento de ella se limitó a una semana. Es cierto que pasamos muchas horas juntos, mañana y tarde. Pero no deja de ser una semana. En ese tiempo me fue iniciando en el oficio. Me enseñó cómo se hacía una factura pro forma, cómo se calculaban los gastos de un contrarreembolso, cómo se efectuaba el intercambio de los boletines con las universidades de todo el mundo...

      Cuando me quedé solo, descubrí que Julia había tenido en los últimos años muy abandonado el negocio. Empecé a encontrar cajas en las que había montones de cartas sin abrir, reclamaciones, pedidos… que fui atendiendo poco a poco, hasta poner al día toda la correspondencia. A los pocos meses, sin hacer nada especial, simplemente enviando los pedidos, los ingresos se multiplicaron por diez.

      Julia había vivido toda su vida en la Academia. Allí había pasado la guerra. Me contó que una vez una bomba atravesó el tejado sin explotar, rompió el forjado de varios pisos y quedó alojada en la biblioteca, donde estuvo mucho tiempo hasta que una patrulla vino a desactivarla. “No se dieron ninguna prisa en venir porque en aquella época revolucionaria el pasado ‘Real’ de la Academia no era una buena referencia.”

      Además de don Alonso, a la librería a veces iban algunos académicos. Julia me hablaba con especial ternura de Gimferrer, que venía los jueves de Barcelona y “como no debe de tener dónde quedarse viene aquí a buscar compañía”. La primera vez que entró Gimferrer estando yo ya solo, fue recorriendo las estanterías y señalando con el dedo cada libro iba diciendo: “Lo tengo, lo tengo, lo tengo...” Así todo el catálogo.

      También venía algún estudiante, algún profesor de universidad, algún académico correspondiente (recuerdo a José Millán Urdiales, a José Mondéjar, a Timo Riiho, a González Ollé), algún escritor (Ramón Buenaventura, el marqués de Tamarón)... Gente muy amable, muy educada, con muchas ganas de hablar, que te solían contar sus investigaciones, sus lecturas, casi siempre apasionantes.

      Y había dos hombres que venían con cierta regularidad a charlar con Julia. Dos amigos suyos que yo acabé heredando. Los dos gallegos. Uno era don E Igna Ben (así firmaba), que vino el primer día que estuve con Julia y siguió yendo todos los días de esa semana.

      Don E Igna Ben era un hombre pequeño, muy mayor (noventa y tres años) y muy educado, que iba siempre muy limpio, afeitado y vestido con un traje impecable. Siempre se estaba riendo, con una risa que sonaba como una leve tos. Llevaba años entregando en la secretaría de la Academia un escrito en el que pedía que se enmendase el gentilicio gallego por incorrecto. “Si de Cataluña se forma catalán, o de Andalucía andaluz, ¿por qué de Galicia se forma gallego, y no galego, como es lo lógico y razonable? ¿Qué intereses hay en cambiar la palabra? ¿Por qué no inventan también andalluz, o catallán?”. Todos los días que iba llevaba a Secretaría un escrito, nunca igual que el anterior, en el que hacía su petición a los académicos. Y siempre le llevaba una copia a Julia, que aquel primer día en que él se presentó, cuando ya se hubo ido, me enseñó un cajón lleno de ellos. Cuando sustituí a Julia yo pasé a recibir la copia. Digo copia, no fotocopia, porque el escrito que entregaba estaba hecho a mano y la copia también (era tan original como el original). Adornaba los bordes con líneas onduladas y tintas de diferentes colores, muy en la línea de Castelao. En los huecos en blanco estampaba distintos sellos que había encargado en alguna imprenta, con estas inscripciones: “dicen dicen dicen”, “Hágase amigo de La Casa de la Troya” y “¿Quién fue el elefante blanco del 23F?”. Lo que era propiamente el escrito insistía una y otra vez en la misma idea, tratando de ignorantes a los académicos. Para él la palabra gallego había sido elaborada y puesta en circulación por ellos, en algún despacho, con el solo objetivo de ridiculizar y humillar


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