Voces íntimas. Reina Roffé
más intenso de la vida.
¿Ha escrito todo lo que se ha propuesto?
No, yo he abandonado varios proyectos de novelas y cuentos porque nunca he querido forzar lo que no sale. También es cierto que algunos de esos proyectos los retomé años más tarde y llegaron a su fin. Caminando un día con Borges, en 1932 o 1933, le conté el argumento de «El perjurio de la nieve», pero muy por el aire. La narración, lo que yo había imaginado, tenía enormes baches no resueltos. La cosa quedó ahí y, por supuesto, el cuento no avanzó. Después de diez años de relatarle a Borges estas ideas vagas mientras paseábamos, pude, al fin, en una noche, redondear mentalmente la historia de «El perjurio de la nieve» y, a la mañana siguiente, lo escribí.
¿Cuándo conoció a Jorge Luis Borges?
A finales de 1931, en la casa de Victoria Ocampo.
¿Paseaban juntos con frecuencia?
Lo que hacíamos era caminar por barrios de Buenos Aires y entre casitas y quintas de Adrogué. Grandes caminatas para conversar sobre autores, obras y tramas posibles de futuros libros.
¿Dónde y cómo escribe?
En cualquier sitio, a condición de estar solo. No soy de los que pueden hacerlo en un café. Escribo a mano y luego lo paso a máquina. Hago muchas correcciones. Pero, con más frecuencia de la que me gustaría, me hago trampas para no escribir. Pienso, por ejemplo, la fruta que hay en casa no es suficiente para el almuerzo de hoy. Entonces, dejo todo y salgo corriendo a la frutería.
A pesar de las trampas, usted tiene mucha obra escrita.
No, por favor, comparado con los escritores europeos, no tengo nada.
Hace años que usted está casado con Silvina Ocampo.
Sí, a Silvina le debo mucho. En primer lugar, el hecho de ser escritor. Ella me convenció de que debía dedicarme a escribir.
¿Cómo se las arregla una pareja de escritores?
La buena educación indica que no se debe molestar al otro con lo de uno todo el tiempo, consultándole palabras o el título de un cuento, de una novela. Especialmente, consultándole los títulos de los libros, que son tan difíciles de lograr. Aunque, desde luego, siempre se consulta algo, se muestra alguna página o se charla sobre el final de un texto.
¿Y a sus amigos usted les lee lo que escribe antes de mandarlo a la editorial o a la imprenta?
Nunca he sometido a mis amigos a que me oigan. En 1940, con Borges, pensamos en hacer un Club de Escritores para leernos unos a otros. Por suerte, esta idea no prosperó. Comprendimos, a tiempo, el suplicio que podía llegar a ser esto. También pensamos en crear un Club de Cuentistas. Este Club consistía en elegir, por votación, al presidente, el cual estaba obligado a realizar una antología anual con los cuentos de los miembros del grupo y, además, con narradores que estaban fuera del grupo, quienes, al ser publicados en la antología, pasaban, inmediatamente, a formar parte del Club de Cuentistas. Lo teníamos bastante organizado, y muy democráticamente, pues cada año, por sorteo, íbamos a elegir a un nuevo presidente. Bueno, cuando todo ya estaba en marcha, nos citó la policía para que le informáramos en qué consistía el Club. La idea que se hicieron fue que era algo así como el Club del Cuento del Tío. En consecuencia, nos asustamos y la cosa concluyó ahí.
¿Está de acuerdo con quienes dicen que La invención de Morel es su libro más conocido, más leído?
En realidad, empezó a ser leído cuando un director de cine francés se entusiasmó con esta novela y realizó un film basado en el argumento. El film se estrenó en 1967. A raíz de la película, el libro se vendió mucho en Francia, todo lo que no se había vendido desde que apareció, en 1940, hasta bien entrada la década del sesenta. Tanto es así que yo pensaba que había estafado a mis pobres editores, porque cuando me pasaban la liquidación de las ventas, veía que solo se vendían siete ejemplares por año o una cifra similar.
¿Es, de sus novelas, la que gusta más?
Posiblemente. Bueno, al director de cine le había gustado tanto La invención de Morel que le regaló un ejemplar del libro a su novia, como demostración del gran cariño que sentía por ella. Poco después, la muchacha, por descuido, perdió la novela. Durante un tiempo, trató de ocultarle al novio que la había extraviado, pero vivía esto con muchísima angustia, porque creía que él no se iba a casar nunca con ella si descubría lo que le había sucedido. Pero, finalmente, la joven le confió su secreto a Ginebra Bompiani y le pidió que, por favor, le consiguiera otro ejemplar de La invención de Morel. Como nadie tenía ejemplares, Ginebra, a su vez, recurrió a Juan Rodolfo Wilcock, y este le hizo llegar un ejemplar.
¿Cómo siguió la historia, qué pasó con la joven?
Felizmente, pudo continuar su relación sentimental y también casarse con el director de cine.
Mencionó a Wilcock, el escritor argentino que reside en Italia.
Sí, claro. Wilcock es una de las personas más inteligentes que he conocido y por la que siento un gran afecto. Wilcock era un ingeniero que trabajaba dentro de su profesión y que, por disidencias políticas (en la primera época peronista), tuvo que irse del país. Tenía un aspecto sumiso y una vocecita muy suave, pero era capaz de decir las cosas más irónicas y terribles. En Italia, se convirtió en un escritor de méritos. Una vez, Alberto Moravia dijo: «Yo soy un escritor de fama, pero Wilcock es un escritor respetado».
¿El respeto de los lectores es la máxima aspiración de un escritor?
Desde luego.
¿Qué otras aspiraciones tiene usted?
Escribir para los lectores, precisamente, y no para mí o para un grupo de amigos. Esto requiere que los seres que uno crea sean personajes literarios y no proyecciones del autor. Hay tantos que hoy en día escriben para lucirse, para mostrar lo que saben. Yo aspiro a contar historias con la mayor sencillez, sin subestimar, por supuesto, la ambigüedad inteligente, a veces necesaria para la elaboración de un cuento. Además, tiendo, con mayor frecuencia que en mis comienzos, a utilizar el diálogo, porque es muy vital y facilita la lectura. Y prefiero, en este último tiempo, escribir relatos que no presenten situaciones demasiado inverosímiles, violentas o extrañas.
Además de cuentos y novelas, también escribió teatro. ¿Qué resultados obtuvo de esta experiencia?
No fue muy positiva que digamos. Tengo dos piezas: la comedia Una cueva de vidrio y Un viaje al oeste, que abandoné en el segundo acto. La primera intentaba ser una obra política; y como yo odio la política, los personajes resultaron ser cualquier cosa. Pero me consuelo pensando que a Flaubert le pasó lo mismo con El candidato. Todos los personajes eran fantoches; los míos también. Lo que ocurre es que, aunque me gusta mucho el teatro, no soy un espectador asiduo y, a pesar de que no creo en los géneros, o en la rigidez de los géneros, porque la creación es una, hay ciertas técnicas, propias de cada género, que el artista debe conocer profundamente. De lo contrario, tiene asegurado su fracaso.
Usted ha viajado mucho. Primero, con sus padres; después, con Silvina Ocampo y con amigos. Ha realizado viajes de placer y viajes profesionales. ¿Qué repercusión tienen los viajes en un escritor?
La importancia que tiene viajar no es para el escritor, sino para su vida. Los días, uno mismo, tienden a repetirse. Y cuando se está de viaje suceden muchas cosas fuera de lo habitual. Constant pensaba que cada día debía acabar con una propuesta consumada, con algún pequeño logro personal. En su diario íntimo, registraba sus propuestas, también sus logros y sus fracasos. La lista de sus propuestas era, más o menos, la siguiente: uno, amor físico; dos, trabajar; tres, romper con Madame de Staël. Luego, anotaba el resultado: uno, regular; dos, regular; tres, trestrestres.
¿En sus viajes habrá conocido gente de renombre?
En 1949 conocí, en París, a Octavio Paz y a Elena Garro. Paz me presentó a André Breton. Le aclaro que Breton y el surrealismo me parecen una estupidez, a pesar de que, en mis comienzos, fui un tanto surrealista. Recuerdo que Breton fingía estar entusiasmado con unos jeroglíficos