La Guerra de la Independencia (1808-1814). Enrique Martinez Ruíz

La Guerra de la Independencia (1808-1814) - Enrique Martinez Ruíz


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para los demás otra salida que vivir a la sombra del heredero o emigrar como los indianos. De esta manera la presión demográfica no fue especialmente grave en unas tierras, en las que los prohombres del campo eran mejor considerados que los comerciantes y abogados, máxime si tenemos en cuenta que el papel de la nobleza se había debilitado; el campesino vivía con una cierta seguridad por los bajos valores de los arriendos. Pero también aquí hay matices, por cuanto Álava contaba con muchas zonas similares a las castellanas en cultivos y modos de vida y, en conjunto, estaba más atrasada que Guipúzcoa y Vizcaya.

      En definitiva, como podemos ver, el territorio peninsular español constituía un mosaico con pocas piezas realmente estables social y económicamente; en las más, los desequilibrios eran patentes y la conflictividad social más o menos larvada afloraba en cuanto la propiciaban condiciones adversas. Las tendencias generales del país en vísperas de la Guerra de la Independencia no favorecían la integración de las zonas más deprimidas ni la homogeneización del conjunto. En el aspecto económico, a pesar del claro progreso agrícola respecto del periodo austriaco, el secano seguía siendo un lastre y su estancamiento se imputaba a la torpeza del labrador, mientras que el latifundio resistía todos los embates, de manera que cuantos adelantos se hacen en este sector hasta 1850 cuando menos no se deben a cambios básicos, sino a reajustes del sistema tradicional. La industria no suponía en la renta nacional más que una exigua parte y ni siquiera despuntaba con brío entonces en Cataluña, donde mejores perspectivas tenía y donde se advertía claramente el fenómeno que se da en todas las regiones industrializadas: jornales altos que atraen la fuerza de trabajo sobrante en zonas agrícolas, provocando una inmigración que se mantiene a lo largo del siglo xix y parte del xx. Pero la competencia extranjera y la guerra contra Inglaterra cortan un despegue prometedor; para colmo, entre 1808 y 1814 debe competir con la entrada de textiles franceses, empujando tales circunstancias a los productores naturales hacia el proteccionismo, criterio que sostendrán durante el Ochocientos. También se incrementan a fines del siglo xviii los intercambios comerciales, pero el contrabando y los “intrusos” habían limitado las ventajas y beneficios del libre comercio; situación que se agrava durante la guerra, pues los puertos americanos se abrieron a los abastecedores no afectados por el conflicto, mientras que en la Península no se había avanzado gran cosa en la integración de un mercado nacional y los territorios castellanos, con excedentes agrícolas, permanecían de espaldas a los de la Corona aragonesa, donde la industria textil catalana tenía capacidad para cubrir nuevos mercados, buscando unos y otros en la importación los productos en que son deficitarios, en lugar de complementarse mutuamente.

      Mientras en Madrid se iniciaba difícilmente el reinado de Fernando VII con las reticencias y obstaculizaciones de Murat, Carlos IV y su esposa María Luisa se habían encaminado a Bayona (Francia), donde también acudiría Godoy. El viaje real tenía como objetivo exponer a Napoleón las quejas por lo sucedido en el motín y recurrir a su arbitraje, pues el monarca español había mostrado su repulsa a la forma en que se produjo la abdicación a favor de su hijo, cuya validez negaba. Pero el emperador galo tenía otros planes y para llevarlos a cabo era necesario que Fernando VII saliera de España, tarea que encomienda a Savary y que resulta más fácil de lo previsible por la precipitación y torpe proceder del rey, quien desde Madrid se encamina a Francia el 10 de abril. Antes de partir, Fernando VII constituyó una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante don Antonio, tío del soberano y formada por Gil y Lemus, ministro de Marina, Piñuela, de Justicia, Azanza, de Hacienda y O’Farrill, de Guerra y a la que Murat comunicó que no reconocía otro rey que Carlos IV.

      Ya en Bayona, Carlos IV siguió con sus reclamaciones y Napoleón reunió a Cevallos, Escoiquiz y a los duques del Infantado y de San Carlos para notificarles las reclamaciones del rey destronado en Aranjuez. Esta especie de Consejo allí reunido accedió de inmediato a que la Corona le fuera devuelta. Por su parte, Fernando se presentó también en Bayona, pese a que en el camino no había recibido más que noticias contradictorias, algo que hizo recelar a Urquijo, que inútilmente quiso disuadirlo de continuar el viaje. Cuando llegó a Bayona, Fernando fue alojado de manera relativamente modesta y al notificarle el emperador sus planes comprendió el gran error cometido. Él y sus colaboradores quisieron que Napoleón ratificara lo sucedido en Aranjuez y mantuvieron una conducta firme e intachable desde el punto de vista jurídico, pero la abandonaron pronto. Carlos IV sólo se moverá por el resentimiento hacia su hijo, hasta el punto de que cedió a Napoleón sus derechos al trono español. Unos días después, Fernando devolvía la realeza a su padre y renunciaba a sus derechos como Príncipe de Asturias, renuncia a la que se unirían también los infantes Carlos y Antonio: se ha dicho que estos sucesos constituyen “la crisis más trascendental de nuestra Historia Moderna”. Bayona se convirtió en una trampa en la que cayó la familia real española al intentar anular o ratificar los sucesos de Aranjuez. Su proceder en las abdicaciones es injustificable desde cualquier punto de vista o planteamiento político que se considere.

      Cuando el 2 de mayo se disponen a partir los carros que debían llevar al resto de la familia real española a Francia, el pueblo madrileño se amotina, dando comienzo a lo que conocemos como Guerra de la Independencia, declarada al día siguiente por el alcalde de Móstoles a los franceses. Ya se barruntaba lo que iba a suceder desde las primeras horas del día 2, cuando la gente se arremolinaba delante de palacio, expectante ante el anuncio de la salida de los infantes hacia Francia y muy pronto se produjeron los primeros enfrentamientos con las tropas del general Lagrange y del lugarteniente de Murat, Rucher: ante el Palacio Real, en la Puerta del Sol, en el Rastro, en la plaza de La Cebada, en el barrio de La Paloma… luchaban fuerzas desiguales: por un lado, los madrileños –que no seguían las órdenes de las autoridades colaboracionistas para que depusieran su actitud violenta–; por otro, los franceses; aquéllos sin orden, sin un plan previo, sin nadie que coordine las diversas manifestaciones de la revuelta, mal armados, anárquicos en su actuación; éstos, disciplinados, de infantería y caballería, con unidad de mando, expertos militares y curtidos en mil situaciones de peligro. En tales circunstancias, la ciudad se convirtió en el escenario de múltiples combates parciales.

      En el Parque de Artillería de Monteleón tuvo lugar uno de ellos, con sus correspondientes héroes: en él se reunieron el capitán Pedro Velarde y los tenientes Jacinto Ruiz y Luis Daoiz; éste último, allí destinado, dejó pasar a los paisanos y organizó la defensa con sus compañeros de armas. Resistieron durante unas horas, luego los franceses entraron en el parque, convertido ya en ruinas: muchos de sus defensores habían muerto (entre ellos, Velarde); otros estaban heridos y murieron después (Ruiz trasladado a Extremadura, falleció a los pocos días; la misma suerte corrió Daoiz, en su casa de Madrid); otros fueron apresados y fusilados en la madrugada siguiente. Entre los héroes no podían faltar mujeres, como demuestran los casos siguientes: Clara del Rey, muerta también en el Parque de Artillería; Manuela Malasaña y Oñoro, avecindada en la calle del Barco; Josefa Méndez, Catalina Caro y un largo etc. Si nos fijamos en la profesión de los muertos, encontramos esquiladores, botilleros, presbíteros, mozos de mulas, arrieros, cerrajeros… Todas las profesiones del pueblo madrileño, demostración palpable de lo generalizada que estaba la implicación en la lucha. Hasta pordioseros figuran en la relación.

      Era el primer acto de una guerra que duraría seis largos y dramáticos años, que se iniciaba de manera un tanto especial, pues se enfrentan dos países aliados y donde la transición de la paz a la lucha armada se hacía con


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