Humanos, sencillamente humanos. Felicísimo Martínez Díez

Humanos, sencillamente humanos - Felicísimo Martínez Díez


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el progreso, a parar la escoba y el balde. Sencillamente ni los gritos de auxilio serán oídos, ni el maestro mago podrá parar el progreso.

      Pero, ¿tan copernicano es este giro? Lo es ciertamente desde el punto de vista de las posibilidades de la ciencia y la técnica. ¿En tal punto de inflexión estamos? Depende, en buena medida, de la responsabilidad ética de científicos y técnicos. Pero para enfrentar tamaños desafíos no basta la responsabilidad de científicos y técnicos. Se necesita también la responsabilidad política de los líderes mundiales. Se necesita el concurso de pensadores, educadores, líderes políticos y económicos... y de toda persona que pueda ayudar a clarificar y sostener esa responsabilidad ética. Se necesita lúcido discernimiento, porque es preciso tomar decisiones de hondo calado teniendo en cuenta todos los aspectos de la vida humana.

      Vistas las dimensiones de esta problemática, conviene hacer una reflexión previa sobre las actitudes a adoptar ante este «giro copernicano» que supone la propuesta del transhumanismo.

      Conviene partir del supuesto de inocencia tanto en los defensores como en los críticos de dicha propuesta transhumanista. Unos y otros buscan lo mejor para la humanidad, una verdadera mejora de la humanidad. Asunto distinto es quién esté más acertado y en qué medida. En todo caso, no es poco adentrarse en la meditación sobre el transhumanismo partiendo del supuesto de inocencia o de buena voluntad.

      El Manifiesto transhumanista insiste en este propósito bienintencionado de contribuir a la mejora de la humanidad. Promete luchar contra el envejecimiento y las limitaciones humanas, contra la psicología indeseable y el sufrimiento. Promete utilizar las nuevas tecnologías en provecho de la humanidad, para ampliar las capacidades mentales y físicas, para mejorar la vida de las personas. Augura potenciales beneficios para la humanidad. Advierte contra el peligro del mal uso de las nuevas tecnologías. Defiende el bienestar de toda conciencia y asume muchos principios del humanismo laico moderno. Todos estos propósitos hablan en favor de la recta intención de poner la ciencia y la técnica al servicio de la humanidad. Desde estos propósitos es normal que denuncien la «tecnofobia» de quienes se oponen sistemáticamente a todo progreso científico-técnico.

      El supuesto de inocencia significa, en primer lugar, que los defensores del transhumanismo están verdaderamente interesados por la mejora de la humanidad, como repiten sin cesar al señalar el objetivo del transhumanismo. Se da por supuesto esta buena intención y buena voluntad en todos o en la casi totalidad de los investigadores y especialistas de las nuevas tecnologías. En general, solo pretenden inventar para mejorar, hacer nuevos descubrimientos para mejorar las condiciones de la vida humana. Este propósito tiene ya un gran valor ético y merece reconocimiento y gratitud.

      Es cierto que algunas aplicaciones del progreso científicotécnico pueden ser discutibles de entrada. Todo desarrollo tecnológico padece cierta ambigüedad. Los mismos instrumentos que permiten identificar y eliminar nuevas enfermedades pueden ser utilizados por ejércitos o por terroristas para provocar enfermedades terroríficas. Por ejemplo, en el ámbito de la defensa, algunas investigaciones están destinadas a la destrucción del enemigo. Algunas de las tecnologías punta de la última generación se han desarrollado precisamente en el ámbito militar. El desarrollo de la nanotecnología puede permitir enviar moscas biónicas espías a cualquier rincón, cueva o campamento enemigo. O puede crear escáneres capaces de leer el pensamiento de la persona escaneada. Muchas de las aplicaciones de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas tecnologías aireadas por el transhumanismo están destinadas a la defensa. DAPRA son las siglas para designar la Agencia de Proyectos avanzados de investigación para la defensa. Se trata de un organismo militar destinado a la defensa que tiene muy en cuenta y recurre a los nuevos descubrimientos de la ciencia y las nuevas posibilidades tecnológicas.

      En este caso el uso de la ciencia y de la técnica tiene como propósito la defensa y la mejora humana de algunos, con el riesgo del deterioro de las condiciones de vida de otros o incluso con el riesgo de su destrucción. Es lo que está sucediendo en las permanentes guerras, declaradas y no declaradas, que continúan justificándose con el mito de la defensa y que siguen produciendo infinidad de víctimas y enorme sufrimiento.

      Pero estas aplicaciones bélicas no son necesariamente responsabilidad de los científicos o los técnicos. La gran mayoría de los investigadores no esperan que sus descubrimientos sean utilizados para estos fines. Son más bien responsabilidad de quienes hacen uso de la ciencia y la técnica para un propósito belicista. Lo que está en juego aquí en un primer plano no es, pues, la ética de los científicos y técnicos, sino la responsabilidad ética de quienes usan la ciencia y la tecnología con propósitos bélicos. El uso del progreso científico y tecnológico con estos propósitos agranda el tradicional o eterno problema de la ética de la guerra. El asunto de la guerra ha sido desafío eterno y central para la ética.

      No es cierto que la tecnología sea éticamente neutral, como pretenden algunos transhumanistas. Desde su propósito inicial tiene motivaciones y objetivos que la califican éticamente. Pero no se debe demonizar y condenar la ciencia y la técnica pensando en la catástrofe de Hiroshima o en las atrocidades de la guerra. No se debe demonizar el transhumanismo y a sus representantes pensando en los usos perversos que se pueden hacer de los avances científico-técnicos. No está justificada la tecnofobia simplemente porque la técnica puede ser mal utilizada.

      El ser humano es un animal tecnológico por naturaleza y por necesidad. Su trabajo está relacionado con la tecnología, desde la más elemental hasta la más avanzada. Como decía Hegel, el trabajo permite al espíritu apropiarse del mundo y permite al ser humano liberarse de muchas esclavitudes. La tecnología es inteligencia práctica o aplicada. Por eso no es justificable la existencia y la actuación de grupos «ecoextremistas o anarquistas salvajes» dedicados a realizar atentados contra científicos y centros de investigación para impedir lo que ellos llaman la «híper-civilización». Dichos grupos suelen estar inspirados por numerosos mitos que pueblan el pasado de la humanidad: el Edén o el jardín de las delicias, el paraíso perdido, la inocencia original o la naturaleza pura, el buen salvaje... Amparados en esos mitos muestran un rechazo visceral a la civilización, al progreso, a la industria, a la ciudad...

      Hay ocasiones en las cuales incluso el mejor uso de la ciencia puede dar lugar a resultados imprevistos y no deseados. Un ejemplo muy concreto puede ilustrarlo. Hace algunos años un periódico de Hong Kong ofrecía la siguiente noticia: El progreso de la oſtalmología había conseguido, mediante una intervención quirúrgica, que un ciego de nacimiento llegara a un grado razonable de visión. Pero lo sensacional de la noticia era esto: después de algunas semanas, el ciego que había comenzado a ver se suicidó y dejó una nota explicativa de su decisión. La nota decía así: «He decidido terminar con mi vida, porque este mundo que estoy viendo me ha decepcionado, no es el mundo que yo siempre había imaginado y soñado».

      ¿Acaso se debe atribuir la responsabilidad de este suicidio a quienes llevaron el progreso de la oſtalmología hasta ese nivel de desarrollo o incluso a quienes realizaron la intervención quirúrgica? Quizá la responsabilidad por tal suicidio hay que achacarla a quienes han o hemos contribuido a crear un mundo tan decepcionante. Incluso pueden tener parte de responsabilidad quienes alimentaron en aquel ciego unas expectativas desproporcionadas de felicidad a través de la educación o deseducación. Uno de los problemas de la educación en esta sociedad del bienestar e incluso en las sociedades del malestar es que se ha olvidado aquel principio tan elemental formulado por Stuart Mill: «No se debe esperar de la vida más de lo que puede dar».

      Si pretendiéramos evitar todo uso perverso de los descubrimientos científicos y de las tecnologías, el recurso más eficaz sería eliminar la ciencia y la tecnología. Supondría una vuelta a la era de las cavernas. Hace apenas unos días tuvo lugar un accidente de tráfico en el que murieron tres personas. La investigación sobre las causas del accidente arrojó los siguientes resultados: La velocidad del vehículo en el momento del accidente era de 230 km por hora, una rueda reventó y el conductor perdió totalmente el control del vehículo. ¡Normal a esa velocidad! ¿Tuvo la culpa de este accidente el inventor de la rueda? Incluso podemos preguntarnos más: ¿Tuvo la culpa de ese accidente la compañía que fabricó un vehículo capaz de conseguir esa velocidad? Son miles y quizá millones los conductores que utilizan las mismas


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