Realidades y tendencias del derecho privado. María Cristina Jaramillo Montoya

Realidades y tendencias del derecho privado - María Cristina Jaramillo Montoya


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dicho interés tutelar y la responsabilidad no es otra cosa que la consecuencia del incumplimiento (Jordano, 1987). Pero que tampoco fueron desconocidos en la antigüedad; en el antiguo jus civile, antes de la lex aquiliana, los ilícitos privados daban lugar a una responsabilidad por dolo, furtum e iniuria, y la misma lex aquilia no exigía expresamente la culpa como requisito del daño, sino un concepto más genérico (Betti, 1970); no a una responsabilidad por culpa. La imputación con fundamento en la culpa no responde necesariamente a ese ideal, de allí que la hermenéutica apoyada de principios generales, que no por ello ausentes en el sistema, sea redentora para llegar a conclusiones más justas.

      Por lo pronto, la función revolucionaria de la buena fe debe llevar al profesional obligado, a la empresa que explota una actividad económica, a la imposibilidad de excusarse resguardado en la mediana diligencia, la de buen hombre de negocios. Tal guía de conducta se contradice con la realidad social del momento; de mantenernos en un criterio de imputación con fundamento en la culpa, la buena fe llevaría a la necesidad imperiosa de que el obligado responda de toda clase de culpa, incluyendo la levísima. No otro puede ser el patrón de conducta esperado de quien desarrolla una actividad que explota y le rinde beneficios económicos.

      Aflora, hay que advertir además, la función preventiva de la responsabilidad como institución de garantía, en la medida en que los deudores se motivan al cumplimiento a fin de no incurrir en el deber de resarcimiento, derivándose una verdadera tutela del crédito para los acreedores (Jordano, 1987). Así, se privilegia la función de garantía de la responsabilidad, dejando en un segundo lugar el carácter sancionatorio del resarcimiento, que influye considerablemente en la forma en que operan los patrones de la responsabilidad: “se responde por qué se debe, no porque se realice un comportamiento (subjetivamente) reprochable” (Jordano, 1987, p. 35).

      Además, se torna necesario revisar las clásicas previsiones legales sobre las consecuencias del incumplimiento, así como las mismas previsiones convencionales para las mismas consecuencias.

      3.2 Preponderante el papel de la bona fides en la evolución de la responsabilidad contractual

      La fides bona se caracteriza por su carácter dúctil, variable, compresivo de muchas situaciones y circunstancias, no encasillables, pues sería restarle toda eficacia; singularizable según el caso concreto y la naturaleza de los negocios. Así, el gran pontífice Quinto Mucio Escévola, maestro de Cicerón, refiriéndose a ella, expresaba ese manare latissime, que se hace realidad en problemas jurídicos determinados, mediante la traducción a reglas concretas, que explican y concretan el principio sin agotarlo. Por ello, el contenido ético-jurídico de la fides bona, no puede ser circunscrito en una definición conceptual (Neme, 1987).

      La bona fides ya no se agota en el respeto por la palabra empeñada, también obliga a los deberes propios del tráfico social y obliga no solo a lo prometido sino a todo aquello que se podría exigir entre gente de bien. Por ello el pretor la considera como una nueva fuente de obligaciones, separada de las acciones del antiguo ius civile, y resulta trascendente el valor normativo de la cláusula oportere ex fides bona. Con base en este principio de la buena fe, el juez pondera y “dimensiona el contenido de las obligaciones de las partes” Cardilli (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 157). Deber, por demás, de indeclinable orden público que lo torna irrenunciable por las partes del acuerdo (Neme, 2010).

      Así se perfila el principio, con naturaleza normativa cambiante según el caso concreto y el negocio de que se trate; esas normativas o deberes que emanan de la buena fe integran el contrato para su cabal comprensión y darle el real alcance a las obligaciones asumidas por las partes; que el juez apreciará sin reducirlo a fórmulas preestablecidas y del cual derivarán una serie de reglas que se constituirán en la teoría de los acuerdos negociales.

      La buena fe pasa a ser la fuerza vinculante de los negocios, el respeto por la palabra empeñada y la estricta observación y cumplimiento de los pactos. “La fides llega donde no alcanza la fuerza vinculante de la forma” (Dors, 58-59), en el comercio con extranjeros, donde los pactos no tenían protección procesal, es la palabra comprometida la que viene a adquirir relevancia. La buena fe es la que manda a cumplir lo que se convino (Neme, 2010).

      La buena fe lleva a las partes a atender a la realidad del negocio; más que la letra, obliga el espíritu del negocio. Corresponde al signo age quod agis, que invita a adecuar la conducta de las partes a la finalidad y a la plena realización del compromiso. Superando la mera concepción formal de la fides, la buena fe despunta rebasando el compromiso de respetar la palabra empeñada, para dar un paso al adeudo de una conducta leal, propia de la persona honesta, que atiende especiales deberes de conducta que se desprenden de la naturaleza de la relación jurídica y de las finalidades buscadas por las partes con su negociación (Neme, 2010). Surge además el principio de corrección de los negocios planteado por Escévola, cuando no se adecua lo convenido a los postulados de la buena fe (Neme, 2010).

      Hacia la mitad del siglo i d.c. el valor vinculante del negocio jurídico se relaciona con el alcance de los fines buscados por las partes (Neme, 2010). Se desborda el tenor literal, para darle paso al fin buscado y a la función del mismo negocio. La buena fe es ya un deber de comportamiento probo, que inspirará todo el derecho de las obligaciones. En el periodo clásico es clara la función de la buena fe, superando los meros lineamientos normativos del contrato, en busca de una conducta más adecuada a sus propósitos y finalidades.

      3.3 La responsabilidad por dolo

      Se trata del comportamiento dirigido a defraudar a la contraparte en el contrato. La buena fe excluye el dolo y el fraude; es contraria a conductas de ese linaje. La buena fe impone la valoración de las conductas dolosas o tramposas en la celebración el negocio (Neme, 2010). La exceptio doli era un instrumento dirigido a sancionar las conductas fraudulentas de los contratantes, que tenía un amplio campo de acción, no solo para señalar el comportamiento reticente al momento de celebrar la negociación, sino el sobrevenido con posterioridad durante su ejecución, donde más que un comportamiento engañoso, se miraba como contrario a la bona fides (Neme, 2010)4, es decir, al comportamiento esperado de los hombres probos y justos. Edicto Calpurnio Bibulo (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 175).

      El dolo se convierte en un criterio de imputación de responsabilidad de carácter inderogable por la convención jurídica (Neme, 2010).

      3.4 La buena fe contribuye a ampliar los criterios de responsabilidad

      En el derecho justinianeo, se amplían considerablemente los criterios de responsabilidad, pues se pasa del dolo a los criterios de culpa con fundamento en la buena fe. Comienzan a jugar los criterios diligencia, impericia, para después pasar al criterio de custodia. Este desarrollo se logra por fuera de los estrechos términos del ius civile y precisamente porque esos comportamientos contrarios al contrato constituían una desatención al principio de la buena fe, en un proceso que llevó al desarrollo de diferentes grados de culpa y a la exigencia del deber de diligencia. (Скачать книгу