La armonía que perdimos. Manuel Guzmán-Hennessey
para 2050116. Ahora bien, la economía intensiva en carbono no es el síntoma, es el problema. La economía de mercado no es necesariamente el problema, sino la economía desregulada que desbordó ‘la voluntad’ de los mercados atendiendo solo al paradigma del crecimiento ilimitado. La doctrina del desarrollo no es el problema, sino la idea de progreso ligada al desarrollo que basa sus postulados únicamente en el paradigma del crecimiento. Algunos han llamado a esta la economía del estado estacionario117.
El desarrollo sostenible (1992) ya no es la solución. Es la prolongación ‘artificial’ de una enfermedad diagnosticada como terminal. Es el espejismo o falso dilema de una cultura que no se resigna a perder su paradigma rector. El dilema no es desarrollo sostenible o insostenible, sino sostenibilidad de la vida o negación de la crisis. Desde que el desarrollo de los pueblos empezó a medirse en términos exclusivos del crecimiento de su PIB, empezó también la distorsión del concepto de progreso. Quizá fueron Max Neef, Elizalde, Lebret, Goulet, ul Haq y Sen los primeros en alertar sobre esta distorsión. Ellos escribieron que el auténtico desarrollo es el desarrollo humano, y que los pueblos están desarrollados cuando las personas cuentan con las capacidades suficientes para llevar adelante planes de vida que les faciliten la felicidad. Adela Cortina recomienda sustituir el discurso de la sostenibilidad por el de la justicia, y el del desarrollo sostenible por el del desarrollo humano. James Lovelock propone una especie de retirada sostenible118.
La negación de la crisis tiene múltiples matices, que van desde recetas de maquillaje hasta la negación (rabiosa, insensata, anticientífica) del cambio climático. La solución (de largo plazo) es una nueva cultura, y una nueva economía es el eje de esta nueva cultura. Pero para que sea efectiva la transición 2020-2030 hacia esa nueva economía aún sin diseñar, esta debe ser integral119.
Es cierto que tenemos muy poco tiempo para ello, y que formular (‘enseñar’) una transformación tan radical de la economía del mundo en tan poco tiempo parecería un objetivo más cercano de las ilusiones que de la academia. Admito que puede serlo, pero al mismo tiempo apelo a la urgencia de emprender acciones de gran escala. Creo que así como en otros momentos de la historia han sido posibles transformaciones radicales en el modo de vivir, estamos frente a una magnífica posibilidad de la crisis, como la definió Alexánder King, el fundador del Club de Roma. Si en este momento los tiempos del mundo no coinciden con los de los métodos de la academia, es preciso poner en la balanza los tiempos que nos restan para el salvamento definitivo de la vida y elegir (o reinventar) aquellos métodos ortodoxos de una academia clásica, y diseñar (también allí) un programa no ortodoxo (innovador, audaz) de salvamento. A la academia en general, pero especialmente a las universidades, convendría repensar su papel en la sociedad, y reformular la responsabilidad que tienen frente a la crisis del clima. Deberían empezar por incorporar, cuanto antes, esta nueva variable en todos los currículos de formación, y también en las actividades de investigación y de extensión. Para incorporar la variable de la crisis climática es preciso preguntarse (como Ernesto Sábato) por aquello que de humanos hemos perdido (la armonía); y retomar, desde la educación, las preguntas y los debates sobre los dilemas morales de nuestro tiempo. Recordar que estos interrogantes son las preguntas por la vida que han animado, desde siempre, los pensamientos de los verdaderos educadores. La educación sobre la crisis climática debe empezar por diseñar estrategias para volver a cultivar nuestra humanidad, como pedía Séneca: mientras vivamos, mientras estemos entre los seres humanos. El sentido de una educación para la acción, para la vida y desde la comprensión de la ingente complejidad del mundo, que más adelante propondré, explora una nueva noción de la globalización. Una especie de geocentrismo complejo que recupere (reinterprete) la idea de ciudadanía global de los filósofos estoicos que Séneca resumió como el kosmou polités ya razonado por Diógenes Laercio. Séneca postulaba que la educación debería hacernos conscientes de que cada uno pertenece simultáneamente a dos comunidades: una grande y común, en que medimos los límites de nuestra nación por medio del sol, y otra pequeña, que es la comunidad que nos ha sido asignada por nuestro nacimiento: la patria chica. El sentido de educar, en tiempos de esta crisis climática, bien podría sugerirnos la idea de que el geocentrismo que necesitamos instaurar para recuperar la armonía que perdimos no es otra cosa que sentirnos parte de una comunidad grande y amenazada, que no midió sus límites por la ocupación del cielo (la atmósfera) y depositó allí las moléculas de su lenta destrucción. Los estoicos quizá se adelantaron al dilema moral de nuestro tiempo, pues postularon que los ciudadanos del mundo no debían (bajo ninguna circunstancia) poner, en primer lugar, sus lealtades a formas de gobierno o poderes temporales sino que solo debían profesar estas lealtades profundas a la comunidad moral conformada por todos los seres humanos.
Documental Antes de que sea tarde
Una acción inmediata que bien podría impulsar la esperanza de las nuevas generaciones (de la generación del cambio climático) consiste en que, a partir de los esfuerzos conjuntos entre los actores estatales y los no estatales, pueda enmendarse el Acuerdo de París en la cumbre de Chile (COP 25, 2019) o, en su defecto, que esta nueva y potente alianza de ciudadanos activos de todo el mundo encuentre los mecanismos necesarios para que se aumenten las metas globales de reducción de emisiones de carbono y, al mismo tiempo se acelere la transición de la economía hacia un esquema no dependiente de los combustibles fósiles, antes de que sea demasiado tarde, como escribe Leonardo Di Caprio. No obstante, teniendo en cuenta que esta nueva esperanza necesita concretarse en acciones y que no todos los caminos para que ello suceda están despejados, este libro —que parte de una propuesta pedagógica— no tiene un carácter celebratorio sino testimonial.
Desde la plaza Margarita Xirgu
Pues bien, el asunto es que uno de aquellos días de la primavera de Madrid del año 2007, viernes quizá, el autor de este libro caminaba por la plaza Margarita Xirgu al tiempo que los espectadores de la obra Dominic public representaban, en calidad de actores, el guion de Roger Bernat. Y mientras caminaba repetía un sonsonete que —ahora lo sé— me serviría de mantra para mirar y entender mejor lo que allí estaba pasando. Decía: “Antonio Torres Heredia, hijo y nieto de Camborios, con una vara de mimbre va a Sevilla a ver los toros”. El verso me vino (lo sabrán algunos) debido a que Federico García Lorca había dedicado a la Xirgu su famoso poema. Entonces pude ver (o prever) un paisaje humano tan angustioso y singular, que se me antojó que sería como el del fin de los tiempos: confusión de miradas y movimientos, titubear de pasos, dudas e incertidumbres, temores del otro humano ¿cercano, distante, hermano?, palabras sueltas, asombros y miedos de variadas raigambres. Y cuando pregunté qué era todo aquello me explicaron que era una obra de teatro en la que los espectadores —investidos de actores en la plaza pública— debían contestar unas preguntas dictadas en sus auriculares, desde donde también escuchaban los compases de La flauta mágica de Mozart. Y así, de esta manera, los actores-espectadores de la obra de Bernat debían interactuar con los transeúntes que por allí pasaban (yo uno de ellos). ¡Vaya puesta en escena!, me dije. Y decidí quedarme hasta el final, para entender mejor lo que pasaba, o tal vez para aprender algo de aquella inesperada lección de la primavera.
Representación en Tokio de Dominic Public de Roger Bernat
Concluí que todos éramos actores de un guion ajeno, dictado —entre músicas sublimes— acaso por un dios malo o un titiritero vengativo, ¿acaso la mano invisible de los mercados? Razoné que la sociedad que nos tocó vivir, esa “organización sin alma” que anticipó Tagore en los albores del siglo XX, era también la sociedad del fin de las primaveras. La sociedad del Antropoceno y de la trampa bifronte del desarrollo, una especie de ‘Gran Teatro del Mundo’ donde la mayor parte de los hombres y las mujeres funcionaban como actores de reparto, sin posibilidad alguna de determinar sus destinos, manejados a control remoto por ‘las maravillas del avance científico y tecnológico’, por el paradigma predominante del progreso y el desarrollo, cuyas normas nos venían dictando, ¡cómo no!, desde los bancos multilaterales y las reuniones del G-7, el G-8 y el G-20. Pensé entonces en los versos de Jorge Luis Borges:
Cuando