Cómo casarse bien, vivir felices y comer perdices. Ana Otte de Soler
y pienso que lo es. Una liturgia festiva manifiesta la importancia que le otorgamos al acontecimiento. Pero más importante que el festejo externo es la preparación interior: saber bien de qué se trata, a dónde queremos ir, y qué nos vamos a encontrar.
Cuando se casan dos personas, cada una proviene de una familia distinta. Hasta entonces han llevado su propia vida y han recibido una educación distinta de la del otro, pero ahora se produce un cambio de estado, un cambio de vida, y comienza un proyecto de vida en común. El tiempo de solteros toca a su fin. Hay que cambiar los planes personales por otros mucho mejores, en los que se involucran los amores más profundos.
Ahora, lo más importante del mundo es la nueva familia.
A pesar de tanto ataque, la familia sigue siendo valorada. Tener un hogar es más que disponer de un sitio para comer y dormir. Es un refugio, un lugar donde sentirse protegido. No hace falta hacer grandes cosas para ser valorado y aceptado. Se puede ser como se es, sin máscaras, sin tener que jugar ningún rol. La familia es una fuente de energía para poder volver a salir al mundo exterior con fuerzas renovadas. Es como una perla preciosa, su valor luce a primera vista, no hace falta demostrarlo. En la familia empieza la educación humanitaria, donde se aprende quién es el prójimo: el hermano, el padre, la madre, los abuelos, los primos, los parientes. En ella se aprenden virtudes indispensables para que una sociedad conviva y no se devore.
Un chico que había dado muchos disgustos a sus padres decía: «El hogar es el lugar donde no te echan, hagas lo que hagas». En una encuesta a niñas de nueve años realizada en Alemania por la filósofa Burggraf, estas eran las respuestas a la pregunta ¿Qué es una buena familia?: «Cuando una familia está bien, todos están contentos y sonríen. Una buena familia es donde todos se entienden con una sola mirada. La madre no riñe, el padre no bebe, los niños ayudan. Solo el gato puede hacer lo que quiere».
La mayoría de la población escoge libremente vivir en pareja o casarse. Pero ya no son mayoría los que deciden tener hijos.
Al menos, a corto plazo.
Ni tampoco son mayoría los que piensan en hacer perdurable su relación. Hay un “ya veremos”, un “vivamos al día”, en el compromiso.
Las relaciones sexuales no son fecundas, no nacen niños. ¿Qué nos ha pasado?
Contemplamos un evidente cambio de roles sociales. La mujer se ha emancipado, ejerce su profesión y posee independencia económica. No tiene necesidad de aguantar porque puede mantenerse sola. Muchas abuelas pueden decirnos: «Si mi marido me hubiera dejado, ¿qué habría hecho yo?». Y aguantaban a un marido prepotente, cumpliendo con su papel de buena madre y esposa. Tal vez ni siquiera sufría demasiado: aceptaba su situación, y punto.
Hoy en día nadie aguanta mucho, se tira la toalla al mínimo contratiempo. Un factor que contribuye a esto es que la opinión pública no protege el matrimonio. Se protege a la persona contra toda decisión que pueda comprometerle, pues todo compromiso huele a falta de libertad, y vivimos en el siglo XXI, el siglo del yo decido. No está mal visto separarse, si así lo decides. Se nombra al “ex” sin grandes reparos. Se acude al divorcio exprés, pues, al fin y al cabo, «lo importante es que seas feliz...».
Hemos elegido, como modelo de nuestra reflexión, el matrimonio cristiano. En las bodas acudimos a fórmulas que aluden a la perdurabilidad de lo que se celebra: «Hasta que la muerte nos separe». Pero, entonces, ¿y si decido luego adelantar los plazos? Pensar que esto tiene que durar hasta los 90 años, sin una bola de cristal en el salón que nos prometa de continuo un futuro feliz, a lo mejor me llena de miedo, e incluso de pánico...
Hay que prepararse antes de contraer matrimonio. Hay que seguir preparándose después del matrimonio. De hecho, entre las causas de nulidad del matrimonio cristiano, la inmadurez ocupa una posición importante en el ranking. «No sabía bien lo que hacía», «no era consciente de los compromisos que estaba asumiendo», «no estaba preparado/a para tomar una decisión semejante: de lo contrario, me habría negado», etc. ¿Cómo podemos «saber», «ser conscientes», «estar preparados/as»? ¿Cómo dejar atrás para siempre esa palabreja, inmadurez? Léete este libro.
La fiesta, como decíamos, tiene que ser perfecta, los preparativos para la boda y el montaje del piso, las flores..., todo debe ser perfecto, porque el evento se lo merece.
Y como el matrimonio que buscas también se lo merece y tiene que durar toda la vida, un cursillo de pocos días te servirá, pero solo de aperitivo.
¿Quién ha dicho que los aperitivos no son importantes?
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El noviazgo
Mirar juntos en la misma dirección
Lo que hace feliz tu día a día no es una vida sexual satisfactoria, sino un amor maduro. Probar, antes de casarse, si nuestra vida sexual va a ser realmente satisfactoria no proporcionará la información que buscamos, ese famoso “conocerse mejor”. Ni está ahí la felicidad del día a día, ni el comienzo de un amor maduro. Hoy aumenta la cifra de quienes conviven antes de casarse, y aumenta también la cifra del fracaso matrimonial. Nada garantiza que ese sea el camino del buen amor. ¿Y si resulta que es un obstáculo?
A la pregunta: ¿Por qué esperar a estar casados, si ya nos queremos? (M. Sánchez Marchori), un novio contesta:
«El sexo no me hace falta para emocionarme cada vez que la veo, para saber que quiero pasar el resto de mi vida con ella, ni para sentirme entendido, ni para saber que cuando ella está, todo sobra».
Y la novia añade:
«El sexo te puede enganchar y puede impedir que veas las cosas más importantes del noviazgo: ¿Me considera él como una prioridad en su vida? ¿Me cuida? ¿Se sacrifica por mí? ¿Somos compatibles? ¿Es un chico maduro?».
Lo importante antes de casarse es conocerse mutuamente. Conocer los hábitos e inclinaciones de la otra persona. Cómo es su familia, de qué nivel cultural, social y económico. Qué problemas tiene el otro, qué enfermedades padece, cómo es el trato entre nosotros. «Después de la comida, en mi casa hacemos una sobremesa distendida, charlando un rato, riéndonos; en la suya tienen prisa, incluso los domingos, y están deseando levantarse para reanudar cada uno sus tareas». Contrastes así pueden originar los primeros pequeños disgustos en un matrimonio recién estrenado, o en un noviazgo que va consolidándose. No es tarde para establecer pautas a gusto de los dos, y aprender a ceder: una de las palabras mágicas del buen matrimonio.
Para conocerse más, hay que sentarse y hablar de proyectos en común, hacer planes juntos, cocinar juntos, reírse juntos. Conocer a la familia política, observar cómo se tratan, qué ambiente hay en su casa, qué costumbres tienen. Se dice que el novio tratará a su mujer como ha tratado a su madre. Hay que ver cómo reacciona la otra persona cuando tengo un problema: ¿me ayuda, me consuela, me comprende, me perdona? Cuando hay riñas, discusiones y peleas por cualquier cosa, la experiencia demuestra que, si esto ocurre antes de casarse, luego sigue ocurriendo, o empeora. Pensar que más adelante, una vez casados, se arreglarán las cosas, es un error. Cuando se pregunta a una pareja que pide ayuda para resolver un conflicto, si lo que cuentan lo habían detectado ya con anterioridad, casi siempre confiesan que sí: pero confiaban en que todo se solucionaría con el tiempo.
Unos recién casados tenían el siguiente problema: durante el noviazgo salían habitualmente con sus grupos de amigos, y apenas habían estado solos para conversar y hablar de sus cosas. La entonces novia —ya mujer— descubre ahora que el otro no comparte ninguna de sus aficiones, ni la música, ni la lectura, ni el montañismo, nada. Además, está demasiado apegado a su madre.
Su matrimonio fracasó al poco de casarse.
A veces dos jóvenes sienten atracción mutua pero no están seguros de sentir un amor suficiente como para casarse. Desde