La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón
Cracovia” —responde el otro. “¡Qué mentiroso eres! —salta el primero— Si dices que vas a Cracovia es que quieres que crea que vas a Lemberg. Pero sé que la verdad es que vas a Cracovia. Así que, ¿por qué me mientes?”.
26 Thomas L. Carson, Lying and deception. Oxford/New York: Oxford University Press, 2010.
27 Vid. Warren Shibles, “A revision of the definition of lying as an untruth told with intent to deceive”, Argumentation, 2 (1988), 99-115.
28 Sobre la idea clásica y su raíz agustianiana en De mendatio (h. 195-6), cf. Peter King, “Augustine: the truth about lies”, ponencia presentada a la UCLA Moody Conference on “Lies and Liars” (Feb. 14, 2004). Pueden verse desarrollos modernos en Jacques Derrida (1995), Historia de la mentira: Prolegómenos, Buenos Aires: UBA, 1997; Darius Galasiński, The language of deception, Thousand Oaks (CA) / London: Sages Publications, 2000; Kamila E Sip, Chris D. Frith et al., “Detecting deceptions: the scope and limits”, Trends in Cognitive Sciences, 12/2 (2008), 48-53.
29 Vid. mi (2003, 2007), Si de argumentar se trata, pp. 183-4.
30 Dariusz Galasiński 2000, The language of deception. A discourse analytical study. Thousand Oaks (CA). Sage Publications.
31 Vid. José E. Burucúa y Mario Caimi, comps., Presencia de Ernst Goldhauer. (Actas del I Simposio Goldhauer, Buenos Aires 1997), Buenos Aires: Dunken, 1998; Quimera, nº 322, septiembre de 2010.
32 Cf. John A. Barnes 1994, A pack of lies. Towards a sociology of lying. Cambridge, Cambridge University Press. Vid. sobre Agustín de Hipona y la tradición posterior, Sergio Pérez, La prohibición de mentir, México: Siglo XXI/UAM Iztapalapa, 1998.
Capítulo 3
¿Por qué hemos de interesarnos hoy por las falacias?
Llegados a este punto conviene reconsiderar la oportunidad y el propósito del presente estudio de las falacias. Puede que nuestras exploraciones iniciales nos hayan llevado al convencimiento de que hoy el tema de las falacias ya no tiene interés por dos motivos al menos. Bien porque nuestra tendencia al error y al engaño en el uso común del discurso nos es consustancial, nos acompaña en todos los lugares y en todos los tiempos. Entonces, ¿qué hace su estudio especialmente oportuno en un determinado momento, ahora pongamos por caso? O bien porque los argumentos falaces no solo son un mal pandémico, sino que, efectivamente, no tienen remedio. ¿Qué sentido tiene mortificarse con ellos? Procuremos sobrellevarlos con la resignación de quien padece un mal genético. Éstas son, a mi juicio, posturas no tanto escépticas como retóricas, y cabe oponerles la retórica contraria de un Alfred Sidgwick que —a finales del siglo XIX, recordemos— no se cortaba en absoluto al sostener que la razón de ser de la Lógica era precisamente combatir la Falacia, algo que, por entonces, a ningún lógico se le habría ocurrido. Asomados al campo de discusión abierto entre un extremo y otro, no estará de más detenerse a considerar brevemente las dos cuestiones apuntadas, la de la oportunidad y la del propósito del estudio de las falacias en nuestros días. En uno y otro caso nos vendrá bien, creo, una referencia contextual a su historia próxima. Su consideración también será útil para seguir reconociendo el terreno, al abrir un nuevo camino de aproximación complementario de las exploraciones ya practicadas.
1. EL ESTUDIO MODERNO DE LAS FALACIAS: ANTECEDENTES Y CIRCUNSTANCIAS
Como es bien sabido, la reflexión sobre las falacias data de los primeros momentos del interés por la argumentación. Nuestra fuente clásica es —¿hará falta recordarlo?— el apéndice de los Tópicos de Aristóteles dedicado a los argumentos sofísticos. Siglos más tarde, la fortuna de este opúsculo De sophisticis elenchis, en el Occidente medieval del s. XII, fue una vía no solo de recepción del análisis lógico aristotélico, sino de promoción de la lógica y filosofía del lenguaje propias de la Escolástica. Posteriormente, el estudio de las falacias tuvo una suerte dividida. Por un lado, conoció contribuciones más o menos individuales y aisladas que desarrollaron sus dimensiones discursivas y cognitivas, e incluso le abrieron nuevos espacios como el del discurso público. Esta es la historia digamos “mayor”, la historia de la construcción de la idea de falacia desde Aristóteles hasta nuestros días, que luego seguiremos en la Parte II de este libro. Pero, por otro lado o, mejor dicho, por debajo de esa historia, también discurrió otra historia “menor” más continua y duradera, donde el estudio establecido de las falacias se vio confinado a la rutina escolar de los catálogos de falsos argumentos o alegaciones espurias, sin mayores pretensiones que las preventivas y didácticas, hasta adquirir un inesperado impulso en los tiempos modernos. Esta renovación ha pasado por dos fases o etapas:
1ª. Una etapa inicial de despegue en la lógica británica, entre los años 80 del s. XIX y las primeras décadas del XX, pero que, en definitiva, se vio abortada.
2ª. Una fase de renacimiento que parte de 1970, se desarrolla en los años 80 del s. XX y a estas alturas del s. XXI ya ha asentado unas nuevas perspectivas sobre las falacias en el campo de la argumentación y en otros ámbitos de estudio vecinos o comunicados.
Detengámonos en ellas unos momentos siquiera, pues merecen recordarse y por añadidura, como ya he sugerido, su memoria puede ser instructiva para nuestros propósitos exploratorios.
1.1 En consideración a la 1ª etapa, retrocedamos por un instante a la lógica británica de la segunda mitad del s. XIX. En el dominio escolar de la lógica seguía vigente la tradición de las falacias de origen aristotélico —recordemos la clasificación antigua a partir de unas fuentes lingüísticas y otras extralingüísticas, mencionada en cap. 1, § 1—, con algunos aditamentos marginales más o menos afortunados, como los argumentos ad a partir de Port Royal (1662) y sobre todo de Locke (1690), o las “falacias políticas” exploradas por Bentham (1824), o las llamadas “falacias lógicas” introducidas por los Elements of Logic de Whately (1826) −más adelante, en la Parte II, podrán verse los textos pertinentes−. Whately, en particular, trataba de poner orden en la creciente maraña de las falacias escolares, tradicionales o adventicias, con una nueva clasificación fundada sobre un criterio de consecuencia o de ilación consecutiva: en toda falacia, la conclusión o se sigue o no se sigue de las premisas. En este último caso, cuando no se sigue, tenemos una falacia lógica que, a su vez, puede resultar una falacia formal o una falacia semi-lógica (por ambigüedad). En el otro caso, si se sigue, tendremos una falacia no lógica, sino material, debida a un defecto de las premisas o a una conclusión no pertinente. Pero, pronto, la Formal logic de Augustus de Morgan (1847) avanzó dos observaciones críticas. La primera, en el párrafo inicial del apartado sobre las falacias, sentencia: «No hay una clasificación de las maneras como los hombres pueden caer en el error; y es muy dudoso que pueda haberla siquiera» (o. c., p. 237). La segunda alega: si se da una falacia deductiva cuya conclusión no se sigue de las premisas, el caso es que se han violado una o más reglas del silogismo y entonces su estudio carece de entidad propia pues solo representa un apéndice didáctico de la silogística; pero en otro caso, cuando la conclusión se sigue, el fallo no reside en la inferencia lógica sino en la índole de las premisas —e. g. en su valor de verdad o en su poder de prueba—, lo que nos remite a cuestiones extralógicas. Así que, por una especie de ironía histórica, la identificación de unas falacias como lógico-formales viene a desembocar en la irrelevancia de las falacias para la lógica. Es una historia que hoy sigue siendo aleccionadora: continúa habiendo gente empeñada en hablar de falacias formales o estrictamente lógicas, como si la condición falaz de una argumentación pudiera adquirirse, preservarse o transmitirse a través de la forma lógica, lo cual no es cierto en absoluto —hay una discusión expresa de este punto más adelante, en la Parte III, cap. 1, § 1.2—.
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