La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón
tipo D. Pero, además, en relación con A no deja de tener interés la condición de vicio más o menos común o habitual que caracteriza a las falacias más nombradas. Y, en fin, su carácter de argumentos censurables y evaluables con respecto a unas normas de corrección e incorrección o con respecto a unas condiciones o criterios de cumplimiento e incumplimiento, u otras por el estilo, las separan de los sesgos heurísticos B, que remiten a pautas explicativas antes que a normas de evaluación o a criterios argumentativos, así como las distancian de las paradojas C en las que se puede incurrir pero que, por lo regular, no se cometen. Conviene reparar en la interesante relación entre normas y (buenas) razones en este contexto. Atenerse a la norma no solo significa adecuarse a un criterio o regla de corrección, de modo que tiene un sentido evaluativo, sino que además constituye una razón para actuar como es debido, de modo que cobra un sentido justificativo. Parejamente, en el caso de las falacias, su dimensión normativa negativa representa no solo un juicio de ilicitud o incorrección, en un sentido evaluativo de las acciones o interacciones de este tipo, sino una razón para evitarlas. Es decir, el ser un fraude —y no meramente un fallo— no solo implica que algo está mal hecho, sino que no debe hacerse y esto ya es de suyo un buen motivo para no hacerlo. De donde se desprende, en suma, que las falacias son unos argumentos que no deberían persuadir y menos aún convencer a ningún agente discursivo que se guiara por la razón.
Estas distinciones ayudan a clarificar el lugar que les corresponde y la dirección en que se mueven las falacias. Pero, una vez más, no deben considerarse demarcaciones tajantes, sino zonas fronterizas que, en ocasiones, pueden llegar a solaparse. Así también admiten combinaciones, como la contribución de una denuncia de una ilusión inferencial A —o de un sesgo de tipo B.1 o B.2, un recurso E o una paradoja C, incluso— a una refutación, de modo que tales confusiones, sesgos o artimañas, sin constituir quizás argumentos de suyo, ni por ende falacias típicas, pueden obrar en un contexto argumentativo y con unos propósitos falaces. Sirva de muestra la reacción de algunas asociaciones, durante el curso 2008-2009, contra la implantación de la asignatura Educación para la ciudadanía en la ESO y en el Bachillerato, reacción debida —según se alegaba— a su “doctrinaria y nefasta” influencia sobre la formación moral de los hijos de padres católicos -en especial. La reacción comprendía dos fases principales, una primera, “pre-argumentativa”, y la otra segunda, argumentativa:
1ª/ Se extraen determinadas declaraciones de los manuales de la asignatura como datos de cargo. Por ejemplo, esta: «Es preciso que los jóvenes sean injustos con las personas mayores», frase que pasa con otras seleccionadas del mismo modo a un repositorio de “perlas” [sic] o evidencias de lo que esta asignatura enseña. Ahora bien, la extracción silencia que se trata de una cita de André Maurois, no de una declaración del autor del texto de donde se toma —el manual de Educación para la Ciudadanía de J. J. Abad, publicado por MacGraw-Hill—; además se presenta truncada, pues la cita completa dice: «Es preciso que los jóvenes sean injustos con los hombres mayores. Si no, los imitarían y la sociedad no progresaría»; y, para colmo, la extracción también oculta que la cita, lejos de representar una tesis del libro, pertenece a un apartado encabezado por este epígrafe: “Analiza críticamente los siguientes pensamientos”.
2ª/ Sobre la base de varias “perlas” por el estilo, listadas en la prensa —en el periódico ABC del 30 de enero de 2009, por ejemplo—, se monta la argumentación que denuncia y trata de probar la gravedad y el desvarío del adoctrinamiento impuesto en la asignatura.
Pues bien, la fase 1ª podría considerarse una maniobra de selección y distorsión de tipo combinado D y E, que pasa en la fase 2ª a formar parte de una falacia argumentativa.
Gracias a estas nociones podremos avanzar un mapa provisional y una brújula de bolsillo para señalar algunos puntos cardinales en este terreno discursivo:
Ahora bien, como ya he advertido, unos casos concretos de los tipos (a) y (b) pueden tener o adquirir un carácter falaz de acuerdo con su papel discursivo o su propósito argumentativo en su contexto. Hay, por lo demás, otros factores generadores o promotores de usos incorrectos, ilegítimos, falaces o perversos como los relacionados con la conformación del marco discursivo en determinadas prácticas del discurso público. Pensemos, por ejemplo, en un marco deliberativo no inclusivo de la voz de los afectados por el objeto de la deliberación, no simétrico o no autónomo.
Los rasgos principales de las falacias de acuerdo con esta localización y aproximación vienen a ser, en suma, los tres siguientes:
(i) la comisión de una falta o un fraude contra las expectativas o los supuestos de la comunicación discursiva y de la interacción argumentativa en curso, que desde un punto de vista normativo trae consigo la anulación o la confutación del argumento en cuestión;
(ii) el hecho de tratarse de una comisión común o relativamente sistemática, esto es, de un vicio discursivo y no de una mera falta de virtud —como si se redujera a un simple fallo o una transgresión ocasional, un despiste aislado—;
(iii) el encubrimiento del vicio o la (falsa) apariencia de virtud, así que una falacia siempre será de modo inadvertido o deliberado engañosa.
A estos rasgos primordiales de las falacias les pueden acompañar, sobre todo en los manuales, otros secundarios o subsidiarios a los que ya hice alusión al principio. Recordemos, en particular, su uso extendido y su fortuna popular, es decir: un especial atractivo; la ejemplaridad consiguiente de su detección y de su reducción o disolución crítica; el rendimiento práctico de su estudio como recursos suasorios, como estratagemas erísticas o, incluso, como ejercicios de formación y entrenamiento en el dominio de las artes del discurso; y en fin su probada eficacia al servicio de estrategias de confrontación y de lucha dialéctica en la palestra del discurso público.
4. UN EXCURSO: MENTIRAS Y FALACIAS
Como colofón de esta labor de ubicación, comparación y correlación de la idea de falacia con diversas ideas convecinas en el ancho mundo del error y del fraude discursivo, merece la pena considerar otra noción asociada al engaño por medio del lenguaje y, en este sentido, más o menos próxima y afín a la idea de falacia, a saber: la noción de mentira. Mentir, en general, es algo que puede hacerse a través de cualquier signo o cualquier representación significante de cualquier otra cosa. Según Umberto Eco, la semiótica puede contemplarse como una “teoría de la mentira”, en el sentido de que «la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir»24. Pero no estará de más atenerse al sentido específico de mentir con palabras, frente al sentido genérico de hacerlo con gestos o actos, esto es fingir o simular.
Mentir, según una concepción clásica que se remonta al estudio sobre la mentira (De mendatio) de Agustín de Hipona, es una actividad que reúne tres condiciones. X miente si: (i) X cree o es consciente de que W, por ejemplo, de que él mismo ha sido el autor del robo; (ii) X dice deliberadamente que no-W, i.e. que él no ha sido el autor del robo; (iii) X trata así de que su interlocutor llegue a creer que no-W, que en efecto X no ha sido el ladrón. Mentir es entonces declarar algo contra lo que uno considera verdadero con la intención de engañar a alguien al respecto. Por extensión, puede aplicarse a otros actos de habla no asertivos, como una promesa —miente el que promete algo que está seguro de no cumplir—, o una propuesta —miente el que propone algo que juzga irrealizable—, o una insinuación —miente el que da entender algo que sabe incierto—. En todo caso, la mentira envuelve la intención de engañar a alguien y, por ende, cierta interacción dialógica real o virtual; al tiempo que supone una ocultación de las propias creencias e intenciones con el fin de lograr ese propósito, de modo que el autoengaño no siempre es un empeño fácil o siquiera viable. Cuando se trata de engañar de forma deliberada a alguien, sabiendo perfectamente lo que se le oculta, uno no puede mentirse a sí mismo. Por lo demás, el engaño viene a ser un efecto perlocutivo que puede no producirse cuando se intenta, si el destinatario se percata de la patraña y no se deja engañar, y puede producirse cuando no se intenta, por ejemplo, cuando alguien se pasa de suspicaz y toma por una falsedad subrepticia lo que se ha dicho con verdad25.
La concepción