La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón
el que viene envuelto el reclamo de que urge una resolución, es una apelación de Manuel ad hominem, la apelación a sí mismo: «Me gustaría», «no puedo seguir» «te confieso». Emi trata de evitar este deslizamiento; se resiste a dejarse caer en las redes que tienden esos sofismas de falta de pertinencia para el punto en discusión. Pero Manuel presiona en la misma línea hasta el punto de inducir la impresión de darse por vencido. Emi cede: su resistencia intelectual está debilitada por sus deseos de no mantener ni aumentar el malestar de que da muestras su marido; además, por un lado, quiere estar a la altura de la bondad de Manuel que parece ponerse en sus manos, agotado; y, por otro lado, la presión moral del estado de postración que presenta su marido deviene irresistible. La mejor solución será una salida de compromiso capaz de salvar tanto su buena conciencia, con una concesión provisional, como sus buenos sentimientos, y Emi concede «podríamos probar durante un curso». Manuel, súbitamente redivivo, se apresura a darle la razón, «¡Claro que sí! Tienes toda la razón», y corrobora tan buena idea con un tópico tranquilizador y ambiguo —las tautologías valen para todo—: «un curso no es más que un curso». A Manuel solo le resta aprovechar la ocasión para fijar el acuerdo: ha conseguido no solo vencer la oposición de Emi y doblegar su voluntad —él no parece preocuparse tanto como ella de llegar a un convencimiento por razones—, sino que sea la propia Emi la que al final ha propuesto la solución que le conviene. Según esta reconstrucción, Manuel se ha valido de diversas estratagemas al servicio de la estrategia falaz de inducir a Emi a llegar a ese acuerdo. Para empezar (pasemos por alto su rápido descarte de la complicación que supondría contar con la opinión del niño), ha desviado el curso de la discusión hacia otro terreno, su propio y personal terreno. Luego, en este campo propicio, ha hecho las apelaciones oportunas para atraer la atención de Emi hacia unos aspectos colaterales pero con la fuerza suficiente para dirimir el punto principal; incluso, consciente del talante y la disposición de Emi, ha jugado la baza de declararse “vencido”. El éxito ha venido a coronar la efectividad de su estrategia inhibitoria de la oposición de Emi. Manuel no se ha interesado por la transparencia de sus movimientos y desplazamientos, no ha sido franco para declarar: «como nos separan diferencias sustanciales que ahora no podemos superar, dejemos la discusión para otro momento, o pasemos a considerar otros aspectos de la cuestión si los consideramos pertinentes»; ni Emi ha hecho gran cosa para prevenir o remediar la confusión y la desviación resultantes. Manuel tampoco se ha preocupado de que la interacción fuera simétrica, sino que, al contrario, él mismo y su abatimiento se han erigido en el principal y decisivo punto de referencia: ha tendido una red en la que Emi se ha visto atrapada, con sus opciones limitadas al plano emotivo y personal —las de aumentar o atenuar el estado de malestar manifestado por su marido— y orientadas hacia una solución sesgada de compromiso. ¿Por qué no probar el primer año, si «un curso no es más que un curso», en un colegio público?
Esta reconstrucción de la estrategia seguida por Manuel corre por cuenta de un “tercero en discordia”, corre a cargo de un observador o un analista del caso. No es preciso atribuir a Manuel una planificación cabal y premeditada de cada uno de los pasos a seguir; basta observar la coherencia de sus intervenciones dolosas en una línea discursiva determinada para avanzar la hipótesis de su interpretación en términos estratégicos. Así como basta tener constancia de sus intenciones expresas o tácitas, a la luz de sus intervenciones en el proceso de comunicación, para hacerle responsable de una actuación falaz. Basta, en fin, constatar la participación o la complicidad de Emi en esas maniobras, hasta su desenlace final, para detectar una o más falacias efectivas donde lo que en Manuel serían falacias intencionadas o sofismas, en Emi resultarían paralogismos o concesiones inducidas, sin que esto la exima de su colaboración y su corresponsabilidad objetivas en el curso y en el desenlace de la discusión —por lo demás, este combinado de una intención falaz del inductor con un error o una confusión del receptor es una combinación normal en las falacias efectivas—. En esta discusión, en efecto, pueden detectarse violaciones de las máximas que facilitan el curso de la conversación —por ejemplo, las que velan por una comunicación franca y veraz—, transgresiones de las reglas que gobiernan la discusión crítica —la de no cambiar subrepticia e inopinadamente de tema, la de aducir alegaciones pertinentes para el punto en discusión, la de respetar el curso de razonamiento del contrario—, y apelaciones ad —ad hominem, ad misercordiam—, que distraen o desvían el curso de la discusión. Claro está que todo esto depende, en cierto modo, de una interpretación argumentativa y argumentada: no deja de ser también el fruto de una historia y unas razones aducidas por el observador o el analista que procura dar cuenta y razón de la escena discursiva observada en términos de las nociones apuntadas: sofismas, por una parte, complicidad de paralogismos por la otra. Caben versiones alternativas de la situación: por ejemplo, ¿y si Manuel fuera una persona tan sensible como honesta, dada a plantear las cosas en el terreno de los sentimientos y las satisfacciones personales? ¿Y si Emi, buena conocedora de esa disposición de su marido, se prestara comprensivamente a seguirle el juego, de modo que ambos se vieran envueltos en un juego de espejos paralogísticos?
Estas y otras complicaciones del mismo género invitan a concebir el campo de la argumentación como un terreno común en el que medran tanto las buenas como las malas hierbas; entre las malas hierbas, figuran las múltiples variantes de la argumentación falaz que se extienden desde el yerro más ingenuo quizá debido a incompetencia o inadvertencia, en el extremo del paralogismo, hasta el engaño urdido subrepticia y deliberadamente, en el extremo opuesto del sofisma. Aunque muchas variantes se solapen y la región de la argumentación falaz parezca una especie de continuo, no se borra la distinción y separación entre ambos extremos, de modo parecido a como una gama de grises no difumina la distancia entre lo blanco y lo negro.
Los casos más interesantes de paralogismos son los que tienen lugar como vicios discursivos o cognitivos que pueden contraerse con la misma práctica de una pauta de razonamiento fiable en principio. Así, por ejemplo, confiamos en polarizaciones y oposiciones para introducir cierto orden en la conceptualización del mundo12 o para aprovecharnos de la eficacia y la economía discursivas de pautas de argumentación como “el silogismo disyuntivo”, aunque nos confundan las falsas contraposiciones o se nos vaya la mano en unas categorizaciones de falsos opuestos como las denunciadas por Vaz Ferreira. O, por poner otro caso, seguimos confiando en nuestra inveterada tendencia a generalizar, e. g. a efectos de identificación, previsión o prevención, aunque esto no deje de llevarnos a veces a generalizaciones precipitadas o a categorizaciones indebidas. Un ejemplo es la reacción de la paloma que empolla sus huevos cuando ve deslizarse hacia el nido a la alargada y zigzagueante Alicia, en el c. 5 de Alicia en el País de las maravillas de Lewis Carroll. La paloma recela de la niña que se mueve culebreando entre las hojas de la copa del árbol donde ha puesto el nido, tiene el cuello largo y, para colmo, confiesa que ha comido huevos… ¡Es una serpiente! De modo que la prudencia preventiva de la paloma, más bien infundada o irracional si se quiere desde un punto de vista teórico o cognitivo, parece hasta cierto punto razonable desde otro punto de vista práctico o estratégico13. En esta perspectiva del fallo de funcionamiento o de una mala ejecución de nuestras habilidades discursivas, se explica fácilmente la naturalidad con que podemos caer en paralogismos, la dificultad de corregirlos e incluso la peculiaridad de que a veces, aun siendo casos de mal proceder discursivo, nos parezcan buenos: se trataría de una situación parecida a la de los procedimientos o los mecanismos familiares que se nos descomponen o, en nuestra torpeza, descomponemos, de modo que, concluyendo con palabras de Vaz, lo que podría haber sido instrumento de la verdad se convierte en instrumento del error (2008, edic. c., p. 132). Un mérito de Vaz Ferreira ha sido justamente el haber llamado la atención sobre los aspectos discursivos, psíquicos y cognitivos de los paralogismos, tras la idea de falacia de confusión avanzada por el System of Logic de Stuart Mill (1843) —vid. más adelante los textos 9 y 10 de la Sección segunda de la Parte II y los comentarios históricos al respecto—. Este planteamiento de Vaz ha tenido posteriormente una inesperada confirmación y una notable proyección a través del estudio en los años 1980 y ss. de los llamados “heurísticos”, recursos eficientes en condiciones acotadas de procesamiento de la información por limitaciones de tiempo, memoria o competencia específica, que pueden prestarse a fallos de presunción o a distorsiones de juicio en casos no normales o en otros dominios cognitivos14.
Con todo, al margen de la significación