La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón

La naturaleza de las falacias - Luis Vega-Reñón


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del contraargumento de la misma forma.

      Supongamos un argumento A de este tenor: “Todo cuanto existe tiene una causa. Luego, hay una Causa de todo lo existente”. Podemos ponerlo en evidencia mediante alguna muestra absurda o inaceptable del mismo género, como A*: “Todo círculo tiene un punto interior que es su centro —i. e. en cada círculo hay un punto interior equidistante de todos los puntos de la circunferencia de dicho círculo, según reza la geometría euclidiana—. Luego, hay un punto que es el centro de todo círculo”, conclusión que implicaría que todos los círculos euclidianos son concéntricos. O a través de una muestra más analítica, como A**: “Para todo el que es hijo hay alguien que ha sido su padre. Luego, hay alguien que ha sido padre de todos los hijos”. Este modo de poner en evidencia no es el único recurso para declarar el carácter falaz de un argumento de tipo A o, cuando menos, su invalidez. La tradición conocía otro procedimiento: consistía en denunciar el equívoco latente en usar el término universal ‘todo’ en la premisa con un sentido distributivo, donde ‘todo’ significa ‘cada uno (cada cosa existente)’, para pasar a emplearlo en otro sentido compuesto o no distribuido en la conclusión, donde ‘todo’ significa ‘el conjunto de lo existente”, inferencia sancionada como ilegítima. La lógica moderna dispone a su vez de un tratamiento formal como el prefigurado en la muestra A**, en la que el orden de los cuantificadores <universal, existencial> y sus dominios en la premisa —i.e. “para todo x hay un y tal que...”, donde el existencial cae bajo el dominio del universal—, se permutan de modo incorrecto en la conclusión —“hay un y tal que para todo x...”, de modo que es el universal el que queda bajo el dominio del existencial—. El recurso del contraargumento está especialmente indicado en contextos que se prestan a una normalización formal o esquemática: consiste en aducir un argumento de la misma forma que el puesto en cuestión, pero con una conclusión notoriamente falsa. Considérese, por ejemplo, un argumento B del tenor: “Todos los leones son mamíferos; todos los felinos son mamíferos; luego, todos los leones son felinos”. A pesar de que tanto ambas premisas como la conclusión son todas ellas proposiciones verdaderas, el argumento es una deducción inválida, según revela el contraargumento B* de la misma forma: “Todos los números pares son números naturales; todos los números impares son números naturales; luego, todos los números pares son impares”, cuyas premisas son parejamente verdaderas, pero la conclusión resulta palmariamente falsa, contradictoria por más señas.

      Bien, el discreto lector/a sabrá en cada caso a qué recurso, más informal o más técnico, podría o debería atenerse: lo cual no dependerá solo del argumento mismo, sino también de los agentes discursivos en juego y de la situación de uso −contexto y campo de discurso, competencia del interlocutor o del jurado o del auditorio, etc.−. En todo caso, la ventaja de la contrastación del argumento en cuestión con un claro absurdo o con un manifiesto contraejemplo reside en la evidencia y contundencia con que puede actuar este procedimiento.

      Para la falsa moneda se han hecho los contrastes.

      X. Hay, en suma, varios y diversos procedimientos de hacer ver y hacer saber, o de explicar y justificar, que un argumento dado es especioso. Pero no hay métodos efectivos ni de detección, ni de prevención de toda suerte de falacias, como tampoco hay vacunas universales o estigmas indelebles. Así que tratemos de convertir las reglas de juego del dar y pedir razones en hábitos de conducta argumentativa, y procuremos estar precavidos frente a la eventualidad de argumentaciones que resulten sutil o sigilosamente falaces, aunque a veces sea difícil hallar o identificar una falacia determinada y tengamos que confiar en el olfato discursivo y la sabiduría pragmática que cabe esperar no solo de las luces teóricas, sino de la práctica deliberada y consciente, sobre aviso, de la argumentación.

      1 E. Damer (20055th rev), Attacking faulty reasoning. A practical guide to fallacy-free arguments. Belmont, (CA): Thomson Wadsworth, p. 43; las cursivas pertenecen al original. En consecuencia, una enumeración de los criterios del buen argumento puede deparar a contraluz una matriz clasificatoria de las falacias; esta es efectivamente una tarea a la que se aplica Damer, entre otros muchos autores en este campo.

      2 Cf. Falacias. Trad. de H. Marraud. Lima: Palestra, 2016; p. 18.

      3 Cf. A. de Morgan (1847) Formal logic, London: Walton & Maberly; H. Joseph (1906) An introduction to logic, Oxford: Clarendon Press; Scott Jacobs (2002) “Messages, functional contexts, and categories of fallacy. Some dialectical and rhetorical considerations”, en F.H. van Eemeren & P. Houtlosser, eds. Dialectic and rhetoric: The warp and woof of argumentation analysis, Dordrecht: Kluwer, pp. 119-130.

      4 Véanse, por ejemplo, los socorridos listados del ya citado Damer (20055th) o de M. Pirie (20033rd) How to win every argument. The use and abuse of logic. London (New York: Continuum. En español, cf. los de R. García Damborenea (2000) Uso de razón, Madrid: Biblioteca Nueva o A. Herrera y J.A. Torres (20072ª), Falacias, México: Torres. En la red, “Fallacy Files” < www.fallacyfiles.org> presumía de una “complete alphabetical list of fallacies” con 175 especímenes, aunque el artículo “Fallacies” de Bradley Dowden en la Internet Encyclopedia of Philosophy <http://www.iep.utm.edu> suma 205 —30 más que la anterior— bajo lo que llama “partial list of fallacies”, modestia que augura a los taxónomos una tarea de Sísifo, es decir: inagotable. Por lo demás, también disponemos de versiones y actualizaciones españolas de la famosa Guía de falacias de Stephen Downes, por ejemplo, en http://filotorre.sinnecesidad.com/falacias.pdf. Cuando me refiera a falacias concretas en este libro, daré por supuestos estos listados y sus denominaciones tradicionales. En fin, para un replanteamiento general de los problemas de detección e identificación subyacentes en las taxonomías tradicionales de las falacias, me remito a mi (2015), Introducción a la teoría de la argumentación. Lima: Palestra; cap. 3, §1.2, pp. 178-200.

      5 F.H. van Eemeren, B. Garssen, M. Meuffels (2009) Fallacies and judgements of reasonableness. Empirical research concerning the pragma-dialectical discussion rules. Dordrecht: Springer; p. 2.

      6 Como mucho Fray Luis de Granada, sin citar sus fuentes, informaba de que «los espíritus animales se engendran en los sesos de la cabeza» y «son para dar a los miembros movimiento y sentido» (1583, Del símbolo de la fe, I, c. xxviii). También valdría decir algo parecido de algunas falacias de orden práctico.

      7 Suponga que nuestro imaginario profesor de Lengua de 1º C interpela a un alumno después de un examen: “Ud. ha copiado, seguro. ¿Y lo niega? Venga, demuéstreme que no lo ha hecho”. La máxima citada sanciona el carácter ilegítimo de las demandas de prueba de este género que traspasan al imputado la obligación contraída justamente por quien hace la imputación. A lo que en este caso habría que añadir lo difícil que le resultaría al acusado probar un “hecho negativo” de este tipo.

      8 Recordemos este texto publicitario del antiguo Fiat 500: «Cómo encontrar el amor gracias al Cinquecento. El Cinquecento consume poco. Por lo tanto, harás economías. Luego, tendrás dinero. Así que podrás jugártelo. Luego, podrás perderlo. Así que serás desgraciado en el juego. Luego, afortunado en el amor. En conclusión, lo que necesitas es un Cinquecento». ¿Es efectivamente un argumento o se trata más bien de una parodia urdida por la secuencia de las premisas y las conclusiones al hilo de los correspondientes marcadores ilativos?

      9 Vid. El libro de las argucias. Relatos árabes. Recopilación de René R. Khawm. Barcelona:


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