La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón
de los mundos de la creación y la imaginación literaria descendemos al mundo real y cotidiano de la argumentación, nos encontraremos con resultados similares a los ya entrevistos. Destacaré tres por su especial significación no solo con respecto a la tradición escolar, sino por su proyección hacia otras perspectivas analíticas y conceptuales que luego habremos de explorar también:
(1) De entrada, no nos vemos ante tipos, clases o especies de falacias, sino ante casos de argumentación falaz y usos falaces cuya identificación suele pedir algo más que el análisis de un texto o un producto expreso. Por lo regular y en la medida en que un argumento expreso no deja de ser la punta de un iceberg, esa identificación suele suponer ciertas referencias contextuales y pragmáticas de la interacción discursiva subyacente (una conversación, una discusión, etc.).
(2) En segundo lugar, es evidente que el tratamiento de una falacia dada no se reduce a su catalogación o su inclusión en un muestrario de “monstruos de la razón” —más aún, puede que el caso considerado no tenga nombre, ni domicilio fijo o casillero conocido—. En todo caso, nuestros tratos lúcidos con la argumentación presuntamente falaz pueden exigir, más allá de la cortesía eventual de su tarjeta de visita, consideraciones críticas por nuestra parte que también nos faciliten su identificación.
(3) Pero además hemos de reconocer que la vasta y variopinta fauna de las falacias incluye casos muy dispares: unos son especímenes notorios, incluso descarados; otros, en cambio, se asemejan a los “espíritus animales” de los que ya sabemos que se dejan sentir antes que definir con precisión, de modo que tanto su detección, como su tratamiento crítico resultan más complicados.
No estará de más alguna muestra o explicación de cada uno de estos puntos.
Para ilustrar el punto (1), la existencia de casos y usos falaces más allá de un texto o un producto lingüístico expreso, podríamos recordar las referencias contextuales a las que daba lugar el análisis de alguno de los ejemplos anteriores. Pero ahora también nos vendrá bien otro tipo de muestras que, de paso, plantea una cuestión que resultaba ajena a la tradición escolar: ¿hay falacias visuales?
UN PARÉNTESIS: ¿HAY FALACIAS VISUALES?
De acuerdo con la propuesta de considerar casos o usos falaces solamente los que tienen lugar como argumentos o en contextos argumentativos, esta pregunta guarda relación con otra cuestión previa debatida en la actualidad, la cuestión de si hay argumentación visual. En realidad, el asunto en discusión es más amplio y podría plantearse en estos términos generales: ¿solo cabe reconocer valor argumentativo al discurso monomodal lingüístico o también se puede atribuir esta significación y este valor a otros géneros de expresión polimodal que envuelven imágenes, gestos, movimientos? Actualmente, una tendencia dominante se inclina por (a): reconocer el papel paradigmático de la expresión lingüística tanto en el plano discursivo a efectos argumentativos, como en el plano metadiscursivo del análisis y la evaluación de unos presuntos argumentos; y así mismo por (b): atribuir posibles valores argumentativos de justificación, inducción suasoria o disuasoria, refutación, etc., a ciertas expresiones no lingüísticas o no meramente lingüísticas y, en suma, polimodales, cuya muestra más compleja podría ser una argumentación fílmica10. En el presente contexto, será suficiente atenerse a la argumentación básicamente visual.
Si no hay en absoluto argumentos visuales, mal puede haber falacias visuales. Y, por el contrario, si hay falacias visuales, bien puede haber efectivamente argumentación visual. Considere el atento lector/a si acaso no son falaces las figuras que puede ver más adelante en las páginas 41-42.
Una se presenta como un retrato robot del hombre de Neandertal, dibujado por F. Kupka según la reconstrucción dictada por Marcellin Boule a partir de unos restos hallados en La Chapelle aux Saints a principios del siglo XIX [Fig. I]11. Trata de aportar “evidencias” en favor de una tesis tácita, aunque nítida y elocuente, sobre la naturaleza brutal y simiesca del Hombre de Neandertal. La otra, no con menos pretensiones de reconstrucción real a partir de los datos disponibles, es un dibujo de A. Forestier, según instrucciones de Arthur Keith, que se opone a la imagen anterior en términos expresos [Fig. II]: “Not in the ‘Gorilla’ stage: the Man of 500.000 years ago”, reza al pie12. No representa ya a un fiero primate cazador, sino más bien a un laborioso artesano, con cierto aire victoriano, sentado al calor del fuego en su caverna: en lugar de un homínido violento y salvaje tenemos una suerte de Robinson Crusoe. Después de ver las figuras, cabe considerar los puntos señalados en un esquema posterior como pasos de esa posible confrontación dialéctica y como elementos de juicio sobre su carácter no solo argumentativo sino sesgado y falaz. Dejo al lector/a la elaboración discursiva correspondiente —así puede comprobar, de paso, cómo la (re)construcción cabal de una argumentación puede suponer la complicidad de un interlocutor o un destinatario—.
Valga el esquema siguiente para señalar algunos puntos de contraste:
Por lo demás, a las señales y evidencias puramente imaginarias, viene a añadirse algún error flagrante de interpretación. Por ejemplo, en los restos hallados en La Chapelle aux Saints se observan daños rotulares y deformaciones en el pie, que Boule dio en tomar por una prueba del caminar simiesco y encorvado del hombre primitivo, aunque hoy es sabido que provenían de una osteoartritis.
Creo que no es muy aventurado considerar que ambas figuraciones funcionan, o tratan de funcionar, como argumentos, con pretensiones de representación convincente y de justificación e incluso prueba de sus respectivas tesis acerca de la condición o la naturaleza del Hombre de Neandertal. Por otra parte, una y otra se oponen en una confrontación de argumentación y contraargumentación —como declara expresamente la réplica inglesa a la propuesta francesa—. Y, en fin, también es perceptible en la imagen que cada una trata de inducir, su carácter falaz: la intención de hacer pasar por representación verdadera o genuina lo que no es tal o carece de fundamento para serlo, según se desprende de los sesgos indicados y de los errores y abusos de interpretación. Hay, en conclusión, falacias visuales que demandan un tratamiento más contextualizado y complejo, conforme a (1), que el requerido por las falacias textuales y autocontenidas o, en general, monomodales13.
Pasemos a continuación a los puntos (2) y (3). Para empezar, veamos una lúcida muestra del proceder crítico conforme a (2) —i. e. una muestra de cómo este proceder contribuye a la detección e identificación de falacias—, tomada de una discusión filosófica efectiva. Se trata de un pasaje de la Ética de Baruch Spinoza que denuncia y rebate el uso falaz de la ignorancia como vía de conocimiento, la apelación a nuestro desconocimiento de unas causas determinadas para probar la existencia y la eficiencia de una voluntad y un designio divinos en todo cuanto ocurre (no es de hoy la llamada “teoría del diseño”). Pero la crítica de Spinoza de la doctrina de la providencia divina y de sus supuestos argumentativos no solo identifica una falacia, la apelación a la ignorancia, sino toda una estrategia falaz que determina el hilo del discurso.
«Y aquí no debe olvidarse que los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio señalando fines a las cosas, han introducido para probar esta doctrina suya una nueva manera de argumentar, a saber: la reducción no ya a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que muestra que no había ningún otro medio de probarla. Pues si, por ejemplo, cayera una piedra desde lo alto sobre la cabeza de alguien y lo matase, demostrarán que la piedra ha caído para matar a ese hombre de la manera siguiente. Si no ha caído con dicha finalidad, queriéndolo Dios, ¿cómo han podido concurrir por ventura tantas circunstancias? (A menudo, en efecto, se dan muchas a la vez). Responderéis, quizá, que así ha sucedido porque soplaba el viento y el hombre pasaba por allí. Pero −insistirán−, ¿por qué soplaba entonces el viento? ¿Por qué pasaba entonces el hombre por allí? Si respondéis, de nuevo, que se levantó el viento porque el mar, cuando el tiempo aún estaba tranquilo, había empezado a agitarse desde el día anterior,