La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón
fauna informal de las falacias.
– En (5) se dan dos falacias al menos: una falacia de caricaturización que también podría clasificarse dentro del tipo de (1); y otra de insinuación perversa, por no prestarse de hecho a verificación o refutación, que puede recibir tanto la descripción culta de “innuendo” (del latín innuere, indicar por señas, insinuar), como la más popular y expresiva de “envenenar el pozo”. Sirve como el caso anterior para ilustrar un desafuero no insólito, el de cometer más de una falacia en un mismo argumento
– En (6), en fin, parecen concurrir no solo dos sino tres. Hay una falacia de alegación ad hominem, de remisión a una actitud personal del interlocutor que se desvía del caso argüido y de las pruebas en juego. Hay otra de tergiversación, irónica e incontrovertible, de sus alegaciones, con la que ya estamos familiarizados desde (1), aunque en este caso se trataría más bien de una variante de la falacia de apelación ad hominem, donde D trae a colación los oscuros puesto que no se declaran, pero auténticos, motivos —“razones” entre comillas— que mueven a T y presuntamente lo descalifican. Y al final aún podría haber otra falacia más, representada por el decidido carpetazo a la conversación: “no se hable más”, donde los estudiosos del diálogo crítico o racional suelen ver una especie de bloqueo o clausura indebida del intercambio dialéctico en la medida en que priva al contrario de su derecho a la dúplica o, en general, al uso de la palabra. Esto no deja de suscitar un problema añadido: el de distinguir entre lo que más bien consideraríamos un movimiento ilegítimo o un ilícito argumentativo y lo que más bien constituye una falacia. Las falacias tienen de modo tácito o expreso una condición discursiva y una pretensión argumentativa, de las que en principio carecen las actitudes y los gestos. Así que, por ejemplo, dejar con la palabra en la boca a nuestro interlocutor volviéndole la espalda o indicándole la puerta de salida, no es una falacia, no es un argumento falaz, por más que resulte una conducta impropia en el curso de una conversación o un corte censurable de la discusión misma. Pero, en situaciones concretas y aparte de que suelan aunarse y reforzarse las palabras y los gestos, no faltan a veces ni las actitudes elocuentes, ni los gestos con significación y función discursiva —a manera de réplica, por ejemplo—, de modo que la distinción anterior se desdibuja. Es otra señal de que, en la fauna de las falacias, las clasificaciones escolares de tipos y especies suelen ser más netas y nítidas cuando nos atenemos a unos ejemplares disecados, que cuando salimos al campo y nos movemos en los contextos de uso de las falacias vivas.
COMPLICACIONES: OTROS CASOS DE MENOS A MÁS SOFISTICADOS
Cambiemos ahora de tercio en busca de otros casos y de nuevas complicaciones como las que puede proporcionarnos generosamente la literatura. Hay, para empezar, casos de flagrantes falacias que las clasificaciones tradicionales no recogen o apenas consideran, y esta ausencia revela nuevas limitaciones del trato dado a las falacias en el Collegium logicum, en la lógica escolar. Una es, sin ir más lejos, la ignorancia de los casos irreducibles al plano monológico de un producto textual por implicar una interacción discursiva dialógica más allá de la perspectiva tradicional, como ocurre, por ejemplo, en la falacia relativa a la carga de prueba. La carga de la prueba consiste en la responsabilidad que un agente discursivo X asume al sostener una posición frente a algún otro agente Y, por ejemplo, al acusar a Y de haber cometido un delito; responsabilidad que X no debe evadir ni traspasar a Y en el curso de su confrontación, e. g. por el procedimiento de exigir a Y pruebas de su inocencia, cuando es el propio X quien debe probar la acusación. Se trata de un recurso bien conocido desde antiguo en el ámbito jurídico, sancionado por máximas como el brocardo: “Probat qui dicit, non qui negat (prueba el que afirma, no el que niega)” 7, aunque no resultara tan familiar para la tradición escolástica en lógica. Pero puede que la muestra más famosa de esta falacia sea literaria, a saber: la que aparece, junto con otros recursos falaces, en un pasaje del cap. 12, “El testimonio de Alicia”, de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll —un lógico, por cierto, poco convencional—. Veamos un extracto.
La acción viene del capítulo anterior, “¿Quién robó las tartas?”, donde la Sota de Corazones, acusada de haber robado las tartas de la Reina, comparecía ante un tribunal presidido por el Rey en calidad de juez. Después de las declaraciones de algunos testigos, el Conejo Blanco, creyendo disponer de un elemento de juicio importante, se había apresurado a aducirlo:
«– ¡Acaba de ser interceptado este escrito!
− ¿Qué es lo que dice? −preguntó la Reina
− Aún no lo he abierto −confesó el Conejo Blanco−, pero parece que se trata de una carta escrita por la prisionera a... a alguien.
– Así ha de ser −dijo el Rey−, porque de lo contrario habría estado dirigida a nadie, cosa que, según es bien sabido, no es usual.
− ¿A quién va dirigida? −preguntó uno de los jurados.
− No lleva dirección −constató el Conejo Blanco-. De hecho, no hay nada escrito en su exterior. [Dicho esto, procedió a abrir y desplegar el pliego] No se trata de una carta, después de todo; aquí no hay más unas estrofas en verso.
− ¿Se reconoce la escritura de la acusada? −preguntó otro miembro del jurado.
− Pues no −contestó el Conejo Blanco−. ¡Y eso es lo más extraño del documento! (Todo el jurado puso cara de extrañeza).
− Puede que haya imitado la escritura de otra persona −sugirió el Rey. (Las caras del jurado se iluminaron de alivio).
− Con la venia de su majestad −dijo entonces la Sota−, yo no he escrito eso y nadie puede probar lo contrario, puesto que el escrito en cuestión no lleva firma.
− Si no lo habéis firmado −declaró el Rey−, eso sólo agrava más vuestro caso, pues entonces no cabe la menor duda de que lo habéis escrito con alguna intención inconfesable, ¡de lo contrario habríais firmado como toda persona honesta!».
Pero las complicaciones pueden surgir no solo en los casos descuidados, sino a propósito de las falacias más notorias dentro de la tradición escolar. Una de ellas es la apelación ad baculum. Según su descripción en los catálogos, consiste en responder a lo que alega o puede alegar nuestro interlocutor, o nuestro oponente en una discusión, con una intimidación o una amenaza más o menos velada, que trata de ser disuasoria. Así, volviendo a la conversación imaginaria entre el director del Colegio y el tutor, D cometería una falacia ad baculum si frente a la insistencia de T arguyera con una advertencia de este tenor:
D. − A Ud. le parecerá bien fundado y digno de atención su informe sobre el nuevo profesor de Lengua, pero si insiste en darle publicidad, me veré obligado a convocar a la Junta para revisar la renovación de su propio contrato en el Colegio. Piense si le merece la pena correr el riesgo de quedarse en la calle al terminar el curso.
Pues bien, armados de esta noción de falacia ad baculum, consideremos otro caso famoso. En el c. VI de La Regenta cuenta Clarín que el diputado por Pernueces, Pepe Ronzal —alias Trabuco—, habiendo observado que en el casino de Vetusta pasaban por más sabios los que gritaban más y eran más tercos, se dijo que eso de la sabiduría era un complemento necesario y se propuso ser sabio y obrar en consecuencia. Desde entonces:
«Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo, procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima. Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin y blandiéndolo, gritaba:
− ¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡En todos los terrenos!
Y repetía lo del terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido».
A primera vista se diría que este procedimiento de Pepe Ronzal para dirimir la discusión constituye una falacia ad baculum (una apelación al bastón, nunca mejor dicho), un argumento donde el uso de razones ha sido sustituido por el recurso a la intimidación. Pero luego, en vista de que las falacias suelen definirse como argumentos no solo malos sino aparentemente buenos y por lo tanto ladinos y especiosos, cabe pensar