La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón

La naturaleza de las falacias - Luis Vega-Reñón


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seguramente, lo que hace Trabuco no constituye una falacia en absoluto, puesto que Trabuco, en realidad, ni siquiera argumenta; antes bien, corta la posibilidad de hablar o discutir sobre el asunto, pone punto final a cualquier argumentación si alguna hubiera habido. Lo que este caso viene a ilustrar es la necesidad de precisar no solo las señas de identidad de las falacias, dentro del oscuro reino de los malos argumentos, sino antes que nada su condición misma de argumentos. Algo que no siempre puede hacerse con facilidad. Cierto es que hay textos discursivos que dejan traslucir o incluso traen escritas en la frente sus señas argumentativas. Hay textos que transparentan el canon estructural que la tradición lógica asigna al argumento: una o más premisas, un nexo ilativo y una conclusión conforme al esquema:

      “son ciertas (plausibles, aconsejables…) tales y tales cosas; de donde se sigue (o se desprende) que también es cierta (plausible, aconsejable…) tal otra”.

      Hay textos que vienen además con marcadores expresos de las premisas: “dado que (puesto que, en razón de, en el supuesto de …) tal y tal cosa”, o con marcadores ilativos de la conclusión: “luego (por consiguiente, en consecuencia, así que …) tal otra”.

      De cómo un relato deviene en un argumento efectivo gracias a que lo asume como tal su destinatario, puede ser ilustración esta historia árabe: “Un visir en desgracia”, tomada del Libro de las argucias, II, c. viii.

      Está clara, aunque no se refiera, la argumentación reflexiva y práctica, deliberativa, en que el sultán convierte el escueto y antitético relato de su visir, para concluir que él no puede ser con su servidor menos justo y más cruel que los perros de la jauría. Los casos de este tipo revelan cierta primacía de la interacción argumentativa, y de sus aspectos dialécticos y retóricos, sobre la constitución canónica o textual de los productos discursivos, mientras apuntan la complejidad que puede darse en la identificación y el análisis de una expresión como argumento.

      En la misma dirección discurren otros ejemplos, con el valor añadido de mostrar cómo una insinuación se vuelve falaz y efectivamente engañosa a través de su asunción cómplice por parte del destinatario de ese mensaje insidioso. Así como hay discursos que cuentan con la complicidad del interlocutor para ser cabalmente argumentativos —según acabamos de ver—, hay argumentos que requieren esa misma complicidad para ser efectivamente falaces. Una muestra paradigmática es la conversación que Yago y Otelo mantienen en la escena iii del acto III de Otelo, el moro de Venecia, de Shakespeare.

      Desdémona acaba de salir de escena y Otelo se explaya confesando sus sentimientos hacia ella ante Yago:

      «Otelo. − ¡Adorable criatura! ¡Que la perdición se apodere de mi alma si no te quiero! ¡Y cuando no te quiera será de nuevo el caos!

      Yago. − Mi noble señor ...

      Otelo. − ¿Qué dices, Yago?

      Yago. − ¿Conocía Casio vuestro amor cuando hacíais la corte a la señora?

      Otelo. − Lo conoció de principio a fin. ¿Por qué me preguntas eso?

      Yago. − Sólo para dar satisfacción a mi pensamiento, no por nada más grave.

      Otelo. − ¿Y cuál es tu pensamiento, Yago?

      Yago. − No creía que Casio hubiera tenido entonces trato con ella.

      Otelo. − ¡Oh, sí!, y a menudo nos sirvió de intermediario.

      Yago. − ¿De veras?

      Otelo. − “¡De veras!”; sí, de veras... ¿Ves algo en eso? ¿Casio no es honesto?

      Yago. − ¿Honesto, señor?

      Otelo. − “¡Honesto!”. Sí, honesto.

      Yago. − Mi señor, por algo así lo tengo.

      Otelo. − ¿Qué es lo que piensas?

      Yago. − ¿Pensar, señor?

      Otelo. − “¡Pensar, señor!”. ¡Por el cielo, me hace de eco como si anidara en su pensamiento algún monstruo demasiado horrible para manifestarse! Tú quieres decir algo. [Al fin, después de varias vueltas en torno a la honradez y el buen nombre, Otelo se impacienta] ¡Por el Cielo, conoceré tus pensamientos!

      Yago. − ¡Oh, mi señor, cuidado con los celos! Es el monstruo de ojos verdes que se burla de las viandas con que se alimenta. Feliz vive el cornudo que ya está seguro de su destino, que no ama a quien le ofende. Pero, ¡qué condenados minutos cuenta el que adora y, sin embargo, duda; el que sospecha y sin embargo ama profundamente!

      Otelo. −¡Oh, suplicio! [Otelo se resiste, no obstante, a dudar antes de tener pruebas; aunque termina reconociendo que, tras ellas, se verá obligado a decir adiós al mismo tiempo al amor y a los celos]

      Yago. − Me alegro de eso, pues ahora tendré una razón para mostraros más abiertamente la estima y el respeto que os profeso. Por tanto, obligado como estoy, recibid este aviso. No hablo todavía de pruebas. Vigilad a vuestra esposa, observadla bien con Casio. Servíos entonces de vuestros ojos, sin celos ni confianza. No quisiera que vuestra franca y noble naturaleza se viera engañada por su propia generosidad. Vigiladla. Conozco bien el carácter de nuestro país: en Venecia, las mujeres dejan ver al cielo las tretas que no se atreven a mostrar ante sus maridos; su buena conciencia estriba no en no hacer, sino en mantener oculto lo que hacen.

      Otelo. − ¿Eso me cuentas?

      Yago. − Ella engañó a su padre para casarse con vos. Y cuando parecía estremecerse y tener miedo a vuestras miradas, era cuando las deseaba más.

      Otelo. − Así fue, en efecto.

      Yago. − Sacad entonces la conclusión».

      ¿En


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