La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón
especialmente conversaciones con Carlos Pereda, Raymundo Morado, Alejandro Herrera, Gabriela Guevara, Ariel Campirán, Carlos Oller, Cristián Santibáñez y Roberto Marafioti, en el otro lado del Atlántico; con Jesús Alcolea, J. Francisco Álvarez, Manuel Atienza, Lilian Bermejo, Eduardo de Bustos, Huberto Marraud, Paula Olmos, Pablo Ródenas, José Miguel Sagüillo y Javier Vilanova, aquí —digamos— en casa. Pero, claro está, aunque ahora no pueda nombrar a todos los demás interlocutores uno por uno, he de agradecer su inteligencia y comprensión en todas esas ocasiones. Y, por último, pero en primer lugar, sigo en deuda con M.ª Luisa Puertas, mi compañera de cuerpo y alma.
Madrid, septiembre de 2021.
1 Alfred Sidgwick (1884), Fallacies. A view of Logic from the practical side. London: Kegan Paul, Trench, Trübner & Co., 1890, 2ª edic.
2 “Informal logic and the reconfiguration of logic” en D.M. Gabbay et al., eds. Handbook of the logic of argumentation. The turn towards the practical, Amsterdam: North Holland [Elsevier Science B.V.]. Véanse en especial las pp. 355-6, 369, 374-7.
3 London: Methuen & Co. Reimpreso en Newport Reports (VA): Vale Press, 2004. Aquí citaré la versión en español de H. Marraud, Falacias, Lima: Ediciones Palestra, 2016.
4 Es sintomática la vigilancia crítica que van mostrando los títulos de algunos libros contra los sinsentidos que nos rodean, como el de Julian Baggini (2010) ¿Se creen que somos tontos? 100 formas de detectar las falacias de los políticos, los tertulianos y los medios de comunicación. Barcelona: Paidós.
5 Por ejemplo, según Maarten Boudry, Fabio Paglieri y Massimo Pigliucci, la identificación de la argumentación falaz ha de afrontar este dilema destructivo: o es trivial en casos flagrantes pero artificiales o deviene incierta en los casos más complicados y reales. Vid. su (2015) “The fake, the flimsy and the fallacious: Demarcating arguments in real life”, Argumentation, 29/3: 431-456.
6 Cf. por ejemplo el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, Madrid: Espasa, 2001 22ª edic.; el Diccionario de uso del español, de Mª Moliner, Madrid: Gredos, 1998 2ª edic., o el Diccionario del español actual, de M. Seco, O. Andrés y G. Ramos, Madrid: Aguilar, 1999. También pueden verse las asociaciones comunes de ‘falacia’ con ‘fraude’ y ‘engaño’ en la dirección < http://ideasafines.com.ar >.
7 Por ejemplo, imágenes o incluso gestos (véase más adelante el caso de las falacias visuales, en el cap. 1 de la Parte I, o recuérdese el —remedo de— debate gestual entre el sabio griego y el pícaro romano en El libro de buen amor del Arcipreste de Hita, estrofas 46-63).
8 Vid. Luis Vega Reñón (2013), La fauna de las falacias. Madrid: Editorial Trotta, 2018 1ª reimp. Agradezco al editor el detalle de reproducir Le rêve de Rousseau como portada.
9 Un leitmotiv de José Ortega y Gasset, en la primera mitad del s. XX, fue la oposición entre naturaleza e historia. Insistía, por ejemplo, en que «el hombre no tiene naturaleza sino historia». Vaz Ferreira habría diagnosticado en esta tesis un paralogismo de falsa oposición (vid. más adelante, P. II, Sec. 1, 10.2). Desde luego, no es el caso de las falacias: su naturaleza no las priva de tener historia.
Parte I
La naturaleza discursiva
de las falacias
Capítulo 1
La fauna de las falacias y su resistencia a las clasificaciones
UNA APROXIMACIÓN INICIAL
«La filosofía del razonamiento, para ser completa, debe comprender tanto la teoría del mal razonamiento como la del bueno».
John Stuart Mill, A System of Logic [1843], V, i, § 1.
«No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta».
Charles L. Hamblin, Falacias [1970, 2016], Cap. 1.
«Buen entendedor. Arte era de artes saber discurrir. Ya no basta: menester es adivinar, y más en desengaños».
Baltasar Gracián, Oráculo manual [1647], aforismo 25
Trasladada a nuestros términos, la directriz de Stuart Mill viene a decir que la teoría de la argumentación, para ser completa, debe comprender tanto la teoría de la mala argumentación, como la teoría de la buena. Hoy conocemos posturas aún más fuertes en este sentido: hay quienes creen que la teoría de la mala argumentación es un corolario de la teoría de la buena, en razón de que el mal argumento no es sino aquel que no cumple alguna de las condiciones o viola alguna de las reglas que definen el bueno. Pues bien, los casos que suelen considerarse más característicos e instructivos de malos argumentos son precisamente las falacias. Por ejemplo, según un exitoso manual de Edward Damer, «una falacia es una violación de uno de los criterios del buen argumento»1. En esta línea, es tentador suponer que sería fácil contar con una teoría de las sombras, una teoría de la argumentación mala o falaz, como contrapartida de una teoría de la luz, una teoría de la argumentación buena o correcta. Sin embargo, la constatación de Hamblin (1970), en el que se considera el libro fundacional del estudio moderno de las falacias, viene a ser un jarro de agua fría: «La verdad es que nadie, hoy en día, está especialmente satisfecho de este rincón de la lógica... No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta» (Fallacies, Newport News (VA): Vale Press, 2004 reimp., p. 11)2. Esta declaración todavía no se ha visto desmentida en la actualidad, así que las esperanzas de obtener a contraluz de las lógicas sistemáticas del argumento válido una teoría de la falacia parecen fallidas. El punto se agudiza si reparamos en que las falacias han sido, desde antiguo —desde el apéndice Sobre las refutaciones sofísticas de los Tópicos de Aristóteles (s. IV a.n.e.)—, los malos argumentos más estudiados. De manera que, en suma, no deja de ser un hecho curioso, tan llamativo como frustrante, que todavía hoy, veinticinco siglos después del inaugural ensayo aristotélico, sigamos sin tener una teoría cabal de las falacias.
Lo que siempre hemos tenido han sido clasificaciones, unas mejor y otras peor fundadas, algunas sin más criterio que una suerte de orden alfabético para un listado de denominaciones. Así que llama la atención no solo la disparidad de claves y criterios de clasificación, sino más aún el empeño taxonómico mismo, en especial si se recuerda una lúcida observación de Augustus de Morgan: «No hay una clasificación de los modos como los hombres pueden caer en el error; y es muy dudoso que pueda haberla siquiera» (1847, Formal logic, p. 237, cursivas en el original). Años después, a principios del siglo XX, un profesor oxoniense de Lógica, Horace W.B. Joseph, cerraba el círculo de estas desilusiones de partida: «La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación» (1906, An introduction to logic, p. 569). En nuestros días aún se piensa esto mismo y en particular acerca de las argumentaciones: «Ninguna lista de categorías enumerará jamás exhaustivamente todos los modos como puede ir mal una argumentación», dice Scott Jacobs (2002, p. 122)3.
Como ya avanzaba en la Introducción, convengamos en llamar falacia a un mal argumento que, de entrada al menos, parece razonable o convincente, y en esa medida resulta especioso. Es una idea genérica, pendiente de precisiones y discusión. Pero, para empezar, puede bastarle a una clasificación al uso para hacer su tarea. Esta tarea, según es costumbre en