La naturaleza de las falacias. Luis Vega-Reñón

La naturaleza de las falacias - Luis Vega-Reñón


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de dar cuenta y razón de algo a alguien con el fin de ganar su asentimiento —aunque para ello puedan envolver, como ya he sugerido, mentiras o falsedades—. Así pues, también supondremos que los términos ‘falaz’ o ‘falacia’ se aplican ante todo a ciertos discursos que cabe considerar “casos paradigmáticos”2, a saber: aquellos que son o al menos pretenden ser argumentos. Por derivación, podremos considerar falaces otras unidades discursivas (proposiciones, preguntas, etc.) en la medida en que forman parte sustancial de una argumentación o contribuyen a unos propósitos argumentativos.

      Recordemos, por ejemplo, una encendida y despiadada soflama que Francisco Rico —académico de la Lengua y colaborador de El País— dirigió desde la tribuna de opinión del periódico (11/01/2011) contra la recién aprobada ley antitabaco, a la que tildaba de “ley contra los fumadores”. El artículo terminaba con la apostilla: “PS. En mi vida he fumado un solo cigarrillo”. Esta declaración levantó una nube de protestas contra la impostura de un Francisco Rico que había sido y seguía siendo fumador habitual. Pues bien, ¿constituye un remate argumentativo de la diatriba de Rico contra la ley, según entendieron la mayoría de los lectores del artículo? ¿O, más bien, representa una especie de juego irónico o de guiño para los conocedores de la vida y costumbres de Rico, una licencia retórica en suma? En el primer caso, podría oficiar como una especie de prevención frente al reparo de que sus ataques a la ley venían dictados por sus intereses de fumador y como una prueba adicional de la plausibilidad y neutralidad de las críticas vertidas en el artículo. En el segundo caso, no pasaría de ser una broma quizás poco afortunada en el marco de una tribuna de opinión de un periódico de información. En el primer caso, se trataría de una apostilla falaz a la que cabría acusar de falsedad o engaño en tal sentido. En el segundo caso, se prestaría más bien a una crítica estilística y a una sanción moral o deontológica. (Por lo demás, dada la ambigüedad quizás deliberada en que se movía esta nota final de Rico, no es extraño que se viera acusada y juzgada en todos estos sentidos). El ejemplo muestra, por otra parte, y una vez más, que no siempre será inequívoca la condición falaz o, siquiera, argumentativa del caso planteado.

      Pero sigamos. Pasándonos de generosos, podríamos reconocer incluso ciertos procedimientos generadores de falacias o ciertas maniobras que producen unos efectos nocivos similares sobre la interacción discursiva en un marco argumentativo —así se habla, por ejemplo, de “maniobras falaces” de distracción o de dilación en una discusión o en un debate parlamentario—. Ahora bien, sea como fuere, convengamos en que las falacias tienen lugar de modo distintivo en un contexto argumentativo o con un propósito argumentativo. En suma, para empezar, vamos a considerar falaces ciertas argumentaciones o argumentos, incluidos los seudo-argumentos que traten de pasar por argumentos genuinos en un determinado contexto discursivo. Y por extensión también podrían considerarse falaces los elementos discursivos en la medida en que formaran parte de una argumentación o pretendieran tener valor o propósito argumentativo, como la apostilla antes examinada en la interpretación mayoritaria de sus lectores.

      En este sentido, también será bueno recordar que nuestro término falacia proviene del étimo latino fallo, fallĕre, un verbo con dos acepciones de especial interés: 1/ engañar o inducir a error; 2/ fallar, incumplir, defraudar. Siguiendo ambas líneas de significado, entenderé por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —o al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta o induce a error pues en realidad se trata de un seudo argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su aparición o uso en un marco argumentativo, de modo que las razones aducidas para asumir la proposición o la propuesta que se pretende justificar no tienen realmente la fuerza o la virtud pretendida, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosas. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. A estos rasgos básicos o primordiales, las falacias conocidas suelen añadir otros característicos. Son dignos de mención tres en particular: su empleo extendido o relativamente frecuente, su atractivo suasorio o su poder de captación, su uso táctico como recursos capciosos de persuasión o inducción de creencias y actitudes en quien reciba el discurso.

      De todo ello se desprende la ejemplaridad que se atribuye a la detección, catalogación, análisis y resolución crítica de las falacias. Pero, por otro lado, y más allá de estos servicios críticos, la consideración de las falacias también puede suministrarnos hoy noticias y sugerencias de interés en la perspectiva de una teoría general de la argumentación. Este papel de síntoma y de espejo del estado del campo de la argumentación, al que no suelen prestar atención los libros de falacias, será debidamente atendido y aprovechado más adelante —vid. Parte III, capítulo 3—. De momento, sigamos buscando y precisando algunos conceptos básicos para continuar avanzando en la exploración del terreno.

      2. SOFISMAS Y PARALOGISMOS

      Como muestra inicial de sofisma puede valer un argumento que Jaime Balmes aducía en El Criterio para justificar la pretensión del cristianismo de ser una doctrina verdadera: lo es efectivamente en razón de los milagros. He aquí el argumento:

      De forma más nítida y terminante el argumento comparece como ejemplo de dilema en una nota que trata de compendiar la lógica escolástica en el capítulo dedicado al “Raciocinio” en ese mismo libro:

      «El dilema es una argumentación fundada en una proposición disyuntiva que por todos los extremos hiere al adversario. O el cristianismo se difundió con milagros o sin milagros; si con milagros, el cristianismo es verdadero; si sin milagros, el cristianismo es verdadero también, pues se difundió con un gran milagro, que es el de difundirse sin milagros» (cap. XV, § 5; edic. cit., p. 648).

      La pretendida prueba resulta no solo fallida, al descansar en una base acrítica como la milagrería, sino fraudulenta en la medida en que trata de enmascarar su carácter de petición de principio mediante una apelación aparentemente paradójica, pero en realidad equívoca a los “milagros” —a la milagrosa difusión de difundirse sin milagros—.

      Entre las muestras de paralogismos merecen citarse las que Carlos Vaz Ferreira ha diagnosticado como falacias de falsa oposición. Dice a este respecto:


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