La razón práctica en el Derecho y la moral. Neil MacCormick
una sola vez.
Estos párrafos son suficientes como breve explicación histórico-autobiográfica de mi dilema. Es la más exacta que puedo dar. La conclusión fue que decidí decir a los dirigentes del partido que no me presentaría a la reelección e informar a la Universidad de Edimburgo de que pretendía regresar tras mi periodo de excedencia y tratar de conseguir una renovación de mi beca de la Fundación Leverhulme. Cuando llegó la hora, regresé, realmente sorprendido de que la Fundación hubiera dado una respuesta favorable a mi solicitud.
En ningún momento del proceso de deliberación, que para mí fue angustiosamente difícil, pareció posible reducir el problema a una mera lista de razones a favor y en contra, seguida de una asignación de peso a cada una y de un cálculo matemático del ganador. Ciertamente, intenté anotar cada una de las consideraciones a favor y en contra en dos listas en columnas paralelas para tratar de comparar lo que fuese comparable. Esto me ayudó mucho, aunque al final las listas eran bastante largas. Me ayudó a asegurarme en la medida de lo posible de que estaba teniendo todo en cuenta y comparando cosas similares, dejando un margen al mismo tiempo para las consideraciones inconmensurables y divergentes que afectasen a un lado u otro del dilema. También era fundamental preguntarse en qué medida y de qué manera los valores que obviamente apoyaban una opción podían buscarse o realizarse, aunque fuese en un grado menor, si escogiera la otra opción.
Discutí aspectos del problema con personas muy cercanas a mí, especialmente mi esposa (cuya preferencia personal era que yo regresara a la Universidad), y volví a reflexionar sobre ello varias veces durante una semana de vacaciones que pasé en la Costa Brava, en Cataluña.
Al final, después de haber descompuesto las opciones en sus componentes y en consideraciones a favor y en contra, hay que volver a unirlo todo de nuevo. A lo que me enfrentaba era la elección entre dos paquetes completos que constituían dos partes de mi vida significativamente diferentes, aunque solo parcialmente, que iban a ocupar los últimos años de mi trabajo a tiempo completo antes de abandonarme a los placeres de la jubilación. (Al tomar una decisión en la sesentena, lo más inteligente es reflexionar sobre qué tipo de vida puede reducirse más fácilmente a un compromiso a tiempo parcial, para después aplicar mayores reducciones hasta el abandono total del trabajo. La vida académica tiene notorias ventajas en este sentido, pero para mí en 2003 no eran decisivas.)
Una elección entre formas de vida parcialmente diferentes puede hacerse en términos de lo que expresan o de aquello para lo que son instrumentales. En cuanto a la instrumentalidad, en este caso concreto los beneficios económicos eran casi los mismos en cualquier caso, y eran ampliamente suficientes para cubrir mis necesidades y mis modestos lujos, así como para cumplir con mis diferentes obligaciones. Alguien que toma una decisión de manera racional siempre debe tener en mente las necesidades de supervivencia y de comodidad razonable, así como la capacidad de ayudar a quienes lo necesitan y lo piden. Si uno tiene la suerte de poder tratar todo esto como algo ya establecido, las razones para la decisión pasan a referirse a lo que tiene valor intrínseco (como bien ideal) entre las opciones disponibles, o a cualquier cosa que estas representen.
«La justicia es la primera virtud de los sistemas políticos, al igual que la verdad es la de los sistemas de pensamiento», dijo John Rawls29. En cierto modo, esto expresa el tipo de decisión que yo estaba tomando. El valor rector del trabajo académico es la verdad, en el sentido de buscar una buena comprensión de un ámbito de investigación. El valor rector de la actividad política es la búsqueda de la justicia en la sociedad de acuerdo con alguna concepción bien elaborada de la justicia y del bien común. En la función de representación pública, esto por supuesto está sujeto a diversas concesiones en diversas etapas, ya que no se puede actuar eficazmente en una asamblea representativa (o siquiera ser elegido en una) sin participar en un partido. Esta complejidad es aún mayor dentro de un Parlamento como el Parlamento Europeo, cuyos miembros son elegidos por medio de partidos nacionales de muchos Estados miembros, y quienes por tanto tienen que trabajar en agrupaciones de partidos que implican alianzas de trabajo con otros partidos. El precio que se paga por una implicación eficaz en el ejercicio del poder es la capacidad de ceder, la disposición a renunciar de algún modo a la verdad perfecta sobre la justicia y el bien común tal como uno la ve. Puede que esto pueda convertirse fácilmente en un precio excesivo que corrompa cada vez más la capacidad propia para actuar de manera honesta pero con ánimo de conciliación. No obstante, eso no es inevitable.
En cambio, aunque la vida académica contiene algunas presiones para ceder y limar asperezas con el fin de lograr resultados publicables y cumplir los plazos de publicación, e incluso algunas veces presiones para alejarse de verdades incómodas, las buenas universidades e instituciones similares protegen celosamente el derecho del académico o del científico a investigar su propia visión de la verdad, su propia vía hacia la buena comprensión. Según este criterio, la Universidad de Edimburgo era y es un buen lugar para trabajar. Cuando el dominio de investigación propio incluye asuntos de justicia y del bien común, uno puede proponer su propia concepción de la verdad sin interferencias y con firmeza (aunque no de una manera que sea insensible hacia las concepciones opuestas de otros). Sin embargo, el precio por la libertad de interferencias es que uno carece relativamente, o incluso completamente, de influencia en la gestión de los asuntos públicos, al menos a corto plazo y probablemente también a largo plazo.
No estoy negando la idoneidad y la legitimidad de las concesiones en la vida política. Son esenciales para una democracia efectiva. Me alegro de haber desempeñado un papel en esto durante años y en varios cargos en mis propios lugares de residencia. De hecho, estoy orgulloso de haberlo hecho, a un coste considerable de tiempo libre y de disfrute de una vida tranquila. Involucrarse en la vida pública es una parte de la virtud cívica que todos tienen razones para cultivar. No obstante, para mí, cuando llegó el momento de decidir cuál era la mejor manera de pasar el último periodo de mi vida totalmente activa, finalmente di prioridad a las virtudes académicas, con una implicación política continuada pero secundaria y sin menospreciar las virtudes políticas. Así es como me justifiqué la decisión a mí mismo, teniendo todo en cuenta. Así es como describo hoy, de manera autobiográfica, la decisión que tomé en 2003 y con cuyas consecuencias todavía estoy viviendo —con mucha satisfacción, debo añadir—. En cierto modo, las grandes decisiones expresan un compromiso con ciertos aspectos de la buena vida, es decir, con virtudes. Puede haber diferentes modos de vida que exhiban virtudes genuinas pero diferentes, y uno tiene que escoger a la luz de su propio carácter y sus propias predilecciones. Las decisiones también contribuyen con el tiempo a formar el carácter. Uno se convierte en lo que hace. Los mismo vale para los modos de vida viciosos, desgraciadamente.
Puede que esta parte de la discusión haya sido demasiado idiosincrática, basada en una situación de decisión concreta y extremadamente inusual. Tal vez se puedan decir también algunas cosas de importancia más general.
Algunos valores humanos son valores animales compartidos, que tienen que ver con permanecer con vida (perseverare in esse suo), criar a la siguiente generación de los nuestros, evitar la enfermedad y la exposición a lesiones y cosas similares. Estos valores van primero, no necesariamente por la importancia que tengan en sí mismos sino simplemente como una condición para lograr todo lo demás que sea de valor. Cuando están en peligro, o simplemente si asumimos una perspectiva prudencial a largo plazo de los posibles riesgos futuros, es razonable prestarles atención en primer lugar, por el bien de uno mismo y por el de quienes son cercanos física o emocionalmente o por medio de relaciones familiares o estrechas. Para quienes son afortunados, esto no es difícil en sí mismo, y a menudo en la toma de decisiones se puede dar por sentado que estos valores no están en ningún riesgo por el momento.
Más allá de eso, la toma de decisiones se ocupa de las razones para la acción concernientes a uno mismo, a la comunidad y a otros que tienen al menos parcialmente un contenido ideal, y su objetivo es establecer la mejor línea de actuación teniendo en cuenta todo lo que está en juego. Cuando hay razones fuertes concernientes a uno mismo para emprender una línea de actuación, es esencial preguntarse si uno es moralmente libre para emprenderla. Si hay razones excluyentes pertinentes y hacen que por algún motivo sea incorrecto emprender la línea de actuación que se contempla (o incorrecto a menos que pueda encontrarse alguna manera viable), entonces se debe descartar