La teoría de la argumentación en sus textos. Luis Vega-Reñón
otros amantes no pueden argumentar con otros sin arriesgar su propio ser y sin involucrarse con la otra persona. Natanson continúa (1965a, p. 19):
Se establece un riesgo cuando... su vida inmediata de sensaciones y sensibilidades se ve desafiada y se abre al desafío. La argumentación involucra la constitución de ese mundo total, del cual solo una parte superficial está constituida por la formación de argumentos.
El filósofo ideal argumenta con amor. Solicita el asentimiento libre, presenta sus argumentos abiertamente y pide críticas abiertas. Arriesga su propio ser y pide a sus coargumentadores que asuman ese mismo riesgo. Busca una relación bilateral con seres humanos.
La argumentación con amor es al menos un ideal en un segundo tipo de argumentación: la argumentación científica. Si se ve la ciencia como infalible, la idea de que los científicos argumentan resultará extraña. Esa concepción implica que los científicos simplemente descubren la Verdad y después se la explican a quienes son inferiores. Dado que se asume que el interlocutor no tendrá otra opción que aceptar esa Verdad, tal relación implica el asentimiento forzado característico del abuso.
Warren Weaver tiene una visión diferente de la ciencia (1964, p. 29):
Si se analiza en profundidad [la ciencia]... en lugar de encontrar finalmente una permanencia y una perfección, ¿qué se descubre? Se descubre el desacuerdo no resuelto y aparentemente irresoluble entre los científicos sobre la relación entre el pensamiento científico y la realidad. ...Se descubre que las explicaciones de la ciencia tienen una utilidad, pero que objetivamente no se puede decir que expliquen. Se descubre que la vieja apariencia externa de inevitabilidad se desvanece completamente, ya que se halla una fascinante arbitrariedad en todos los sucesos. ...Para quienes han caído en la ilusión... de que la ciencia es una fuerza intelectual implacable y todopoderosa, de naturaleza irrevocable y perfecta, las limitaciones aquí señaladas tendrán que ser consideradas como nefastas imperfecciones... Yo no las considero imperfecciones desagradables, sino más bien como las manchas de piel que hacen que nuestra amante sea aún más adorable.
Weaver concluye su ensayo instándonos a devolver (1964, p. 30):
la ciencia a la vida como una empresa humana, una empresa en cuyo núcleo tiene la incertidumbre, la flexibilidad, la subjetividad, la dulce sinrazón, la dependencia de la creatividad y la fe que le permiten, cuando se la comprende correctamente, ocupar su lugar como una compañía amigable y comprensiva para el resto de la vida.
Yo interpreto estas afirmaciones de modo que sitúan a la ciencia en el ámbito de la argumentación pero fuera del ámbito del abuso. Si la ciencia se ocupa de asuntos que son fundamentalmente inciertos, los científicos deben argumentar sus posturas pero no pueden propiamente exigir aquiescencia.
Pero el argumentador científico también debe situarse fuera del ámbito de la seducción. Parafraseando a Johnstone: “Ningún científico que merezca ese nombre desearía conseguir el asentimiento a su postura por medio de técnicas que oculta a su auditorio”. Al igual que el filósofo, el científico también busca el asentimiento libre y es abierto en sus argumentaciones. Mientras diseña un proyecto de investigación, el científico se esfuerza por dar todas las oportunidades para que se demuestre que sus afirmaciones son incorrectas. Emplea un riguroso procedimiento de recogida de datos y expone tal procedimiento a la crítica de los demás. Hace inferencias sobre la base de garantías que sus colegas puedan estar dispuestos a aceptar y los pasos de su proceso de razonamiento son visibles para que todos puedan comprobarlos. No se dirige a los demás científicos como un ser superior frente a sus inferiores, sino como un compañero frente a sus iguales. Al usar una forma abierta de argumentar, hace una invitación implícita a la crítica. Su relación con sus colegas es bilateral.
Por supuesto, no todos los filósofos y los científicos son amantes. Pero, cuando sirven de la mejor manera a los propósitos de la filosofía y la ciencia, argumentan como amantes.
Puede ser útil concluir con cuatro observaciones. En primer lugar, estas clases de transacciones argumentativas no son exhaustivas ni mutuamente excluyentes. Si alguien quiere desarrollar la metáfora sexual, podría investigar las implicaciones para la argumentación de actitudes tales como el romance, el encaprichamiento, la prostitución y la masturbación. Sin duda, algunas situaciones tienen elementos de los tres paradigmas considerados en este ensayo; un argumentador puede tener algunos de los impulsos de un amante y también algunas de las tendencias de un seductor o de un abusador. Además, puede que la situación no sea lo que parece ser. Puede que un argumentador parezca ser un abusador al usar una estrategia de confrontación y, sin embargo, sea un amante en su deseo de que su interlocutor haga una elección libre en la decisión a la que se enfrenta existencialmente. Finalmente, puede que una de las partes de la transacción considere que la situación encaja en un paradigma, mientras que otra persona considere que encaja en otro. Lo que parece amor para una persona puede parecer seducción o abuso para otra.
En segundo lugar, una aparente conclusión bastante curiosa que se puede extraer de los ejemplos que he usado es que las personas que trabajan en la metacomunicación —la discusión sobre la comunicación—, ya sean filósofos o científicos, pueden comportarse como amantes, pero las personas que trabajan en procesos de toma de decisiones y persuasión —por ejemplo, políticos y publicistas— deben abusar o seducir. Dicho de otra forma, la pregunta es la siguiente: ¿debe ser relegada la argumentación retórica, a diferencia de la metaargumentación, a quienes no son amantes? Cuando el poder es la principal preocupación de los argumentadores, ya sea el poder de una idea o el poder interpersonal, ¿son el abuso y la seducción probables, si no inevitables?
En tercer lugar, todas esas tres actitudes pueden usarse para llegar a la “verdad” de una situación. Robert L. Scott argumenta convincentemente que (1967, p. 13):
la verdad no es anterior e inmutable sino que es contingente. En la medida en que podemos decir que existe la verdad en los asuntos humanos, existe en el tiempo; puede ser el resultado de un proceso de interacción en un momento dado. Así que la retórica puede ser vista no como una manera de hacer la verdad más eficaz sino de crear la verdad.
Si la verdad es “epistémica”, como Scott argumenta, entonces surge a partir de la transacción de los argumentadores. La manera como un argumentador se relaciona con otros es una variable importante. La verdad epistémica de una transacción puede ser determinada unilateralmente por medio de la argumentación de un abuso forzoso o de una seducción engañosa, o puede ser alcanzada bilateralmente por medio del asentimiento libre de los amantes.
En cuarto lugar, la argumentación tiene otra función tan importante como cualquier creación intelectual de la “verdad” de una situación, y es la función personal de influir en el crecimiento y la plenitud de quienes participan en la transacción. Natanson destaca la importancia de la función personal de la argumentación (1965b, p. 152):
El filósofo intenta desvelar algo sobre sí mismo. La actividad filosófica es un autodescubrimiento. Las declaraciones filosóficas, orales o escritas, son en primer lugar confesiones y solo después se convierten en argumentos... Incluso aunque los argumentos aparezcan primero cronológicamente, se presentan como una indagación para descubrir su intención original en relación con la persona que tenía esa intención. La persona que busca a un alter ego, el filósofo que busca a un interlocutor, el profesor que busca a su estudiante, todos ellos se encuentran en una situación primaria en la que la retórica y la filosofía son integrales.
Solo el amante puede lograr esta meta personal de la argumentación. Ni el abusador ni el seductor se involucran personalmente en la argumentación. El profesor Johnstone explica por qué (1965b, p. 6):
Las órdenes, las sugestiones subliminales y los movimientos hipnóticos evitan el riesgo de ocuparse de uno mismo. El engatusador, el publicista y el hipnotizador no solo operan sobre la base de que «nadie está en casa» en el cuerpo del interlocutor, sino también la de que ni siquiera ellos mismos están «en casa». Quien engatusa en lugar de argumentar no merece ser tratado como una persona, como tampoco quien consigue el asentimiento de otro cuando este último ha bajado la guardia o mira hacia otro lado.
Solo las transacciones argumentativas en las que