La Fuerza Pública colombiana en el posacuerdo. Alejo Vargas Velásquez

La Fuerza Pública colombiana en el posacuerdo - Alejo Vargas Velásquez


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es el aspecto político de esas relaciones de dominación social, remitiendo fundamentalmente a algo que es inherente a las instituciones estatales: el monopolio de la coerción, que caracteriza la dominación que el Estado ejerce en la sociedad.

      El Estado monopoliza la coerción legítimamente —o la pretende—, si se quiere, a manera de violencia organizada, para que dicha violencia no la ejerzan los particulares. En otros términos, esa es la esencia del poder que ejerce el Estado, pero también por ello podemos decir que:

      […] los militares siempre han tenido un cierto tipo de poder político en la sociedad. En todas las sociedades desde que Macchiavello, en el siglo XVI, lo teorizó en El Príncipe, el monopolio de la fuerza y su uso radica en el Estado que lo ejerce a través de las Fuerzas Armadas. De ahí viene la base de toda la teoría del Estado moderno […]. (Maira y Vicario, 1991)

      Aun así, no es suficiente el monopolio de la coerción y la existencia de una legitimidad; se requiere también un ordenamiento legal. Por eso el Estado moderno, y en particular el denominado Estado de derecho, tienen su basamento en una normatividad constitucional que les proporciona su estructura jurídica-formal. Ella constituye la norma jurídica fundamental, en el sentido de Kelsen, a la cual los otros textos legislativos son subordinados (Seiler, 1982)2.

      Sin embargo, como bien lo anota Ferdinand Lasalle (1984), “los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder; la verdadera Constitución de un país solo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen” (p. 119). Por ello, en las mismas limitaciones que se realizan en el ordenamiento legal existen dinámicas de poder que reflejan el componente de dominación social ya señalado. Es fundamental señalar esto, dado que se debe reconocer al derecho enmarcado en los límites que se le dan a partir del poder; es decir, el derecho no es justo per se.

      Adicionalmente, existe un tercer atributo que tiene esa pretensión monopólica de la coerción que reclama para sí el Estado: la territorialidad. El monopolio de la coerción solo es aplicable para el espacio territorial propio del Estado-nación, porque una vez traspasados los límites de este va a existir otro Estado-nación con las mismas pretensiones. De esta manera, es en buena medida sobre el respeto a ese atributo que las relaciones internacionales entre Estados se materializan, acotándose además al precepto de espacios vacíos, el cual afirma que no hay ningún territorio del mundo que no se encuentre regido por alguna estructura estatal. Esta es la base de lo que varios autores denominan el Estado westfaliano, cuyo fundamento es el ejercicio de la soberanía sobre su territorio.

      Al respecto, Armando Borrero (2017) afirma:

      El Estado nacional moderno sigue vivo, en medio de su crisis, como el marco regulatorio más importante de la vida social en todo el planeta. Pero ha desaparecido la soberanía excluyente del Estado westfaliano, al compás de la globalización de la economía, la cesión de soberanía a instancias supranacionales y las enormes disparidades de poder entre los Estados. (p. 6)

      Sobre esto, es importante rescatar dos elementos descritos por el autor: en primer lugar, el Estado sigue siendo el marco de regulación fundamental en las sociedades actuales. No obstante, y en segundo lugar, hay unas dinámicas de transformación que se deben tener en cuenta y que si bien no le quitan el protagonismo, sí cambian sus características.

      Por otro lado, el monopolio de la coerción no es la única pretensión del Estado-nación. Los Estados modernos también aspiran al menos a tres controles monopólicos más: 1) el de la justicia —ellos serán los únicos con potestad, legitimidad y legalidad para aplicar justicia—, 2) el de la tributación —todo Estado aspira a ser el único que impone impuestos que deben ser de obligatorio cumplimiento por parte de los habitantes de ese espacio territorial— y 3) el monopolio del control del territorio, entendiendo como tal no solo la presencia de la fuerza pública (fuerzas militares y policía), sino también de lo que podríamos denominar la “dimensión institucional civil” del Estado, incluyendo la vigencia de la legalidad que, en su conjunto, configuran la presencia del Estado en el territorio y construyen una legitimidad en los pobladores de esos territorios.

      Por supuesto, este es un campo importante de controversias, teóricas y analíticas, que se ven materializadas en los debates sobre la evolución doctrinal y organizacional tanto de la fuerza pública como de la institucionalidad civil estatal. Martín Moreno (2017) anota que:

      […] el llamado dominio territorial no es otra cosa que un espacio sometido a un determinado orden jurídico. El ejercicio del poder de unos hombres sobre otros, lo que se entiende por gobierno, solo es concebible mediante la producción y aplicación de una normatividad jurídica preestablecida. (p. 29)

      Lo anterior es particularmente relevante en un país como Colombia, donde la complejidad de su geografía y la presencia recurrente a lo largo de la historia de grupos armados privados de diferente naturaleza han puesto en cuestión esa pretensión estatal de control del territorio, situación agravada si se tiene en cuenta que el caso colombiano es el de un Estado en proceso de conformación y consolidación, cuya estructura nunca ha tenido un control pleno de su territorio, lo que es una tarea pendiente.

      Adicionalmente, el Estado se materializa (se corporiza o toma forma) en instituciones concretas como la Procuraduría, la Contraloría, las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial, el Ejecutivo, entre otras. Esta dimensión del Estado institucional es la que remite al concepto de régimen político, el cual, como expresión o materialización del Estado institucional, requiere de unos fundamentos de legitimidad. Cuando se habla de legitimidad se hace referencia a la aceptación social de la autoridad que el Estado ejerce sobre la sociedad.

      El concepto de legitimidad remite en últimas a los discursos que explican y justifican el ejercicio del poder, los cuales son cambiantes históricamente. La legitimidad está cerca a otro concepto, el de legalidad, que, en sentido amplio, es el conjunto de normas que regulan el orden dentro de una sociedad, algunas escritas, otras no, dependiendo de las distintas sociedades y de qué tan positivizada esté la normatividad en una u otra.

      Si se hace una rápida mirada por distintos momentos de la historia, puede encontrarse que en los orígenes del Estado absolutista lo que prima es un discurso eminentemente teocrático, es decir, el poder se supone delegado por un ser superior al emperador o al rey, y ese soberano, en la medida en que es un delegatario de ese ser superior, ejerce el poder, y la sociedad acepta este ejercicio como válido y legítimo. Pero ese discurso, con el desarrollo de la historia, comienza a ser cuestionado y se construyen nuevas disertaciones. Va a ser en los grandes movimientos sociales de la modernidad cuando se desarrolla toda la perspectiva que construye el discurso contractualista: la ficción del contrato social que explica y justifica el Estado.

      Por otra parte, entendemos el concepto ciudadanía, en los términos de Guillermo O’Donnell (1984), como una abstracción que permite ubicar a todos los miembros de una sociedad como iguales, despojándolos de sus atributos y, en esa medida, es una mediación entre sociedad y Estado. Por eso las instituciones estatales invocan la ciudadanía, al conjunto de los miembros de la sociedad para ejercer su poder. Lo que buscan todos los discursos políticos, en relación con el poder, es explicar y justificar su ejercicio, es decir, hacer que la sociedad acepte ese poder como legítimo y le permita no tener que recurrir permanentemente al uso de la fuerza sino a la aceptación interiorizada de dicho poder.

      Los regímenes políticos están atravesados por una dicotomía aparente: el consenso y la coerción. Es aparente porque en la realidad ningún régimen político puede prescindir de ninguno de los dos; no puede prescindir de la coerción, porque las instituciones estatales son primariamente coercitivas, pero tampoco puede prescindir del consenso porque la sola coerción no le permite mantener un régimen político estable con la mera dominación. Se necesita que los miembros de la sociedad (ciudadanos) acepten ese ejercicio del poder de manera normal y lo interioricen. Eso se expresa de manera práctica cuando el ciudadano sigue las pautas de la ley, paga los impuestos, reconoce la autoridad superior estatal, recurre a las instituciones oficiales y las utiliza para tramitar sus demandas, entre otros aspectos. Con estos actos le está dando legitimidad al Estado, está contribuyendo a que ese Estado institucional no tenga que recurrir a la fuerza.

      Desde


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