La Fuerza Pública colombiana en el posacuerdo. Alejo Vargas Velásquez

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de la dominación) y regímenes autoritarios (en los cuales este basamento estaría en la coerción), con distintas modalidades intermedias de regímenes, más o menos democráticos o más o menos autoritarios.

      En esta misma dirección, Maurice Duverger (1995) señala que:

      […] las democracias liberales reposan sobre elecciones libres; son regímenes pluralistas; tienden a restringir los derechos de los gobernantes y a desarrollar las libertades de los ciudadanos. Al contrario, los regímenes autoritarios son autocráticos en cuanto a la elección de los gobernantes, unitarios en cuanto a la estructura gubernamental y poco favorables a las libertades de los ciudadanos, salvo en lo que se refiere a las libertades económicas y sociales. (p. 57)

      Sin embargo, el problema no es si predomina lo uno o lo otro. En la realidad no es que unos sean solo democráticos y otros solo autoritarios, lo que hay realmente son múltiples combinaciones con tendencias al predominio del uno al otro. Esos dos elementos o pares no son otra cosa que la expresión concentrada de todo un debate en la teoría política, que es el debate sobre qué es la política, en el que se van a encontrar por lo menos dos grandes perspectivas clásicas3.

      Una habla de la política como negociación y composición que busca acuerdos, que es la que se conoce por lo general como perspectiva contractualista, de amplia tradición, que se remonta al pensamiento de Locke y Hobbes y permanece en las discusiones de autores contemporáneos. Su expresión máxima es el consenso, entendido como acuerdos mayoritarios, lo cual sería uno de los fundamentos del régimen político.

      La otra forma de entender la política surge en la teoría de los autores alemanes, para quienes esta es un ejercicio de contradicción y enfrentamiento. Tal es la perspectiva de autores como Carl Schmitt y Karl Marx, quienes consideran que la expresión máxima de este ejercicio es el uso de la coerción. En últimas, el poder lo ejerce quien tiene la fuerza, sin olvidar que solo tiene poder quien tiene la posibilidad de sancionar.

      Una de las instituciones fundamentales para la función de coerción y control del Estado, así como para la credibilidad del propio ordenamiento jurídico en la medida en que le da una capacidad de eficacia, son las fuerzas armadas, quienes, como lo señala el general (r) Paco Moncayo (1995):

      […] son una institución básica de todo Estado, no importa su forma de organización, su nivel de desarrollo, su modo de gobierno o su tradición histórica y cultura […] [Así,] el derecho interno es respaldado por una capacidad de coacción indispensable, la existencia de una administración monopólica de la violencia legítima […] [e incluso,] la propia creación de los Estados se produjo gracias a la obra libertadora de sus ejércitos.

      Por ello, la naturaleza de las fuerzas armadas “se deriva de su condición de medio, de recurso de última instancia, para el logro de los fines de la política” (Desportes, 2000). Continuando con la reflexión del coronel francés Desportes (2000), “los militares tienen en su dominio, un rol social particular a jugar porque, más allá de las fluctuaciones políticas, ellos encarnan la conciencia de defensa de la nación […]”; la reflexión se vuelca entonces sobre el rol diferencial de cualquier órgano castrense, dado que en este se intentan ver materializados los verdaderos designios de la nación, más allá de los debates políticos que se producen. Los militares terminan asumiendo una concepción sobre la soberanía, el territorio, la nación, entre otros aspectos fundamentales que son la base de cualquier estructura estatal, concepciones que no son discutidas de forma política.

      Todo indica que la construcción progresiva de las fuerzas armadas como institución estable, profesional y especializada está ligada a los procesos mismos de conformación del Estado-nación. Dentro de esta perspectiva, la conscripción cumple un papel fundamental; por ejemplo, Gustavo Adolfo de Suecia fundó el primer ejército moderno por medio de ella (Caillois, 1975). John Keegan (1995) considera que:

      […] la conscripción, por definición, no es un sistema excluyente, ya que acepta a todos los aptos para caminar y combatir independientemente de su riqueza o derechos políticos; por eso nunca ha gozado de las simpatías de regímenes temerosos de que los ciudadanos armados pudieran hacerse con el poder ni de aquellos con dificultades para allegar fondos. La conscripción es para los Estados que dan derechos —o al menos apariencia de derechos— a todos los ciudadanos. (p. 29)

      Así, la conscripción significa un avance en cuanto a la construcción del ejército como parte de una nación, bajo el propósito de ir más allá de cualquier distinción social y acercándose a la idea del bien general; significa también una forma de vinculación de diferentes ciudadanos a los ideales que defiende el sector castrense, yendo más allá del debate político.

      Pero fue sin duda la Revolución francesa y sus referentes de libertad, igualdad y fraternidad los que contribuyen a marcar un avance en la construcción del Estado-nación y del ejército estable y permanente. La Constituyente francesa de 1789 avanza en la idea de un ejército de ciudadanos:

      La República no diferencia los derechos del ciudadano y los derechos del soldado. Desde 1789, Dubois-Crancé proclama que “todo ciudadano debe ser soldado y todo soldado ciudadano” […]. La Revolución estableció el sufragio universal y el servicio militar obligatorio […] el ciudadano participa a partir de ese momento, tanto en la defensa como en la gobernación de la nación. (Caillois, 1975)

      Sin embargo esto no significa, de ninguna manera, que la Revolución francesa estuviera orientada por una concepción militarista de la sociedad. Así lo precisa Keegan (1995) cuando afirma:

      […] no es que los franceses decidieran hacer de “todo hombre un soldado”; los ideales de la Revolución eran antimilitaristas, racionales y legalistas, pero para defender el imperio de la razón y de la ley justa —la que abolía los privilegios feudales de una clase aristocrática que, aunque ficticiamente, atribuía su preeminencia social a su pasado guerrero— los ciudadanos de la Revolución habían tenido que recurrir a las armas. Los americanos de las colonias inglesas habían hecho lo propio quince años antes, pero mientras que los colonos americanos habían recurrido para sus fines a un sistema militar existente —el de las milicias creadas para defender sus asentamientos contra los indios y los franceses—, los galos tuvieron que crear un instrumento propio. (p. 40)

      Y en esa medida, el ejército comienza a adquirir esas características propias de una institución que es al mismo tiempo jerarquizada e igualitaria:

      Por sí mismo, el ejército no es democrático, pero es, indirectamente, igualitario. Como la autoridad debe ser más exacta e indiscutible que en otras partes, también se muestra más exclusiva: la jerarquía militar no soporta otra escala de valores que la limite o contraríe. Solo cuentan los grados: los privilegios, naturales o sociales, no son nada. No se concibe un subalterno que rehúse obedecer a un oficial porque encuentra que es menos rico o menos bien nacido que él. En este sentido, el ejército aparece como la primera formación social en la que la obediencia se conjuga con la igualdad. (Caillois, 1975)

      Progresivamente se fue avanzando hacia la idea de un ejército profesional permanente con una estructura burocrática que le permitiera una racionalidad funcional.

      Desde el siglo XVII, el soldado no vive ya con los habitantes, sino en un cuartel, propiedad del Estado. El desarrollo de la administración militar lleva a la construcción de arsenales, almacenes, hospitales. El ejército ofrece el primer modelo moderno de una organización compleja a gran escala. Los problemas de producción, transporte, avituallamiento, equipo, el establecimiento de un plan de campaña, la cooperación de diferentes servicios para su ejecución, tienen como consecuencia una hipertrofia sin precedentes de los órganos administrativos, incluso civiles. La estructura centralizada del Estado democrático contemporáneo tiene su origen lejano en el aparato erigido para satisfacer las necesidades militares. (Caillios, 1975)

      Lo anterior nos obliga a plantear cómo se entiende la profesionalización militar, para lo que hacemos referencia a lo planteado por Huntington (citado en González Anleo, 1998) sobre el paradigma del profesional


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