La Fe. Armando Palacio Valdés

La Fe - Armando Palacio Valdés


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derechos parroquiales deben producir mucho, ¿verdad?– preguntó con más curiosidad aún la esposa del boticario de la plaza.

      – Ya comprenderá usted que en una parroquia tan extensa como ésta no han de ser cortos.

      – Pero D. Miguel perdonará muchos de ellos— replicó la señora, con una leve inflexión cómica en la voz.

      – Es posible, señora. Por mi parte, no lo he visto— repuso con perfecta ingenuidad el excusador.

      D. Narciso y D. Joaquín, el capellán de la señora de Barrado, cambiaron una rápida mirada significativa.

      Este capellán era un joven delgado, con rosetas en las mejillas, indicio de un temperamento enfermizo, los ojos vivos e insolentes, la nariz fina, la boca pequeña, con un pliegue hipócrita y malicioso. Había sido un criadillo que doña Serafina metió en casa para recados y servir a la mesa, poco después de quedar viuda. Observando su listeza y encariñada con él, una vez trasladado su domicilio a Lancia, le dio carrera, enviándole al seminario. En las horas que le dejaban libres las clases, Joaquín seguía desempeñando su oficio de criado. Luego que tomó las órdenes le hizo su administrador; hoy era sus pies y sus manos. No salía a la calle sino en su compañía, era su director espiritual y su consejero temporal. Espectáculo curioso en verdad la trasformación súbita de un doméstico en señor de su propia ama. Ésta le trataba de usted, le llamaba siempre D. Joaquín y, públicamente al menos, le prodigaba mil muestras de respeto, obligando asimismo a los criados a tributárselo.

      D.ª Eloisa volvió a insistir, preguntando con acento cariñoso:

      – Entonces, ¿cuál es la razón de su retraimiento, pícaro?

      – Señora, comprendo que a D. Miguel no le gusta mucho que salga de noche; pero la principal razón es que la mayor parte de los días estoy rendido… ¡Como me levanto a las cuatro de la madrugada!… Otras veces necesito rezar un poco…

      – Usted trabaja demasiado, padre— dijo Marcelina, una joven soltera que, al decir de la gente, frisaba ya en los cuarenta, fea, apergaminada, muy habilidosa de manos y no poco también de lengua.– ¡Tantas horas de confesonario!… ¡Y luego los enfermos!…

      – Sin contar las horas que pasa de rodillas en oración…– apuntó con timidez Obdulia. Después de soltar la frase se puso colorada.

      D. Narciso le clavó una mirada singular, entre irónica y agresiva, que la joven no pudo ver, porque ponía empeño en no mirar cara a cara a su antiguo confesor.

      El P. Gil hizo un gesto de impaciencia, molestado por aquellos elogios, y para desviar la conversación de su persona, se encaró con uno de los que jugaban al tresillo.

      – Señor Consejero, hoy le he visto desde la rectoral sacar con la caña un pez muy gordo. Por cierto que me pareció un salmonete, y a D. Miguel una robaliza. Hemos disputado un poco.

      – Tiene mejor vista el cura que usted. Una robaliza era— dijo gravemente el caballero interpelado, sin levantar la vista de las cartas.

      Este D. Romualdo Consejero era un anciano de bigote y cortas patillas blancas, color cetrino, la frente surcada con profundas arrugas, los ojos grandes, severos, de párpados caídos. No sonreía jamás. Hablaba constantemente con acento de mal humor, como hombre desengañado de todo.

      – Los salmonetes no caen en el muelle, don Gil de las calzas verdes— profirió el señor de las Casas con su habitual rudeza, por no decir grosería. Solía llamar así, en broma, a su antiguo protegido.

      – Sí caen tal, D. Martín de las Casas blancas— profirió con voz sorda Consejero.

      Los tertulianos rieron, lo cual amoscó un tanto a D. Martín, hombre, como ya sabemos, propenso a irritarse.

      – Yo lo creía así, Consejero de picardías— respondió con retintín, mirándole a la cara fijamente, y poniendo sobre la mesa al mismo tiempo un rey de copas.

      – Pues creía usted muy mal— replicó el anciano, siempre con los ojos sobre las cartas.– También creía usted que ese rey de copas iba a pasar triunfante, y… vea usted, ¡lo fallo!

      – Eso lo hará usted porque es un grosero y ha adquirido malas mañas allá por Málaga. Aquí el padre Norberto de seguro no lo hubiera hecho.

      – ¡No, no! Yo soy incapaz…– dijo el cura, sofocado por la risa, tosiendo hasta reventar.– No he salido de Peñascosa… Yo lo que hago es achicarme y correr ese punto de oros de mi compañero.

      Y puso sobre la mesa un cuatro.

      – ¡Hurra por el cura!– rugió D. Martín, echando el caballo y recogiendo la baza.

      – Amigo, yo pensé que D. Martín no tendría el caballo— suspiró D. Norberto, dirigiéndose a Consejero con ojos de angustia.

      – Lo pensó usted porque es un babieca y lo ha sido toda su vida— repuso éste con afectada naturalidad donde se traslucía la cólera.

      – ¡Pero hombre de Dios!…– exclamó el clérigo, disponiéndose a dar explicaciones.

      Consejero le atajó con ademán colérico, poniendo resueltamente las cartas boca abajo sobre la mesa.

      – ¡Hombre del diablo! digo yo… ¿Cómo se le ocurre a usted correr un punto no estando cubierto?…

      Armose una disputa violenta que duró breves instantes. Las de Consejero y el P. Norberto no se prolongaban mucho tiempo, porque éste, hombre de buena pasta, flemático, concluía por callarse alzando los hombros con resignación y sacudiendo al mismo tiempo la cabeza en señal de muda protesta. Las que se eternizaban eran las de Consejero con D. Martín, siendo ambos a cual más irascible y tozudo.

      D. Martín de las Casas, teniente coronel retirado, que había hecho la guerra de Cuba, donde había recibido una herida en un hombro que le impidió continuar en el servicio, se creía en el caso, por su profesión, de llevarlo todo por la tremenda. Desde el año 1873 en que pasó al cuerpo de Inválidos no volvió a salir de Peñascosa. Contaba en aquella época cuarenta y dos años. Su esposa se alegró de aquel retiro forzoso, aunque deplorase que viniera al seno de la familia con un hombro de algodón. Consideraba como virtud excelsa, privativa del militar, la energía lo mismo en el campo de batalla que tomando café en el casino. Sus disputas, sus baladronadas en este centro de recreo eran proverbiales en Peñascosa y las bofetadas que solía repartir al final de ellas también. Desde la llegada del tremendo teniente coronel ningún vecino, por grave y respetable que fuese, estaba seguro. Muchos hidalgos y ricos hacendados de la villa, que hasta entonces habían conservado inmaculadas sus mejillas, ni soñaban con que nadie pudiese atentar a ellas, las vieron selladas y rubricadas cuando más descuidados estaban por los dedos del feroz inválido. Esto fue causa de un lento reflujo entre sus amigos y conocidos, que le habían recibido cordialmente a su vuelta del servicio. El movimiento no engendró aquí el calor sino el frío. Poco a poco fueron dejándole aislado, juzgando su sociedad peligrosa. Se vio necesitado a alternar con gentecilla de poco más o menos y con clérigos, que por su sagrado carácter estaban libres de sus manos expeditas, o así lo parecía al menos. En el casino se le veía rodeado casi siempre de dos escribientillos de casas de comercio, un profesor de música, un maestro de obras y otros tres o cuatro individuos del mismo porte. Le escuchaban como un oráculo, y si alguna vez en el calor de la improvisación les largaba un soplamocos, blasfemaban un poco por dignidad y volvían en seguida a las buenas.

      Consejero formaba excepción. Tenía peor genio que él. En el de D. Martín había mucho de afectado y profesional: el de aquél era puro y nativo. Pero su avanzada edad, su debilidad física y sus achaques le ponían a cubierto de cualquier brutal agresión por parte de su amigo. Éste solía concluir la disputa con un gesto violento de desprecio. Alguna vez llegó a decirle:

      – D. Romualdo, si usted tuviera treinta años menos, le estampaba contra la pared.

      D. Romualdo vivía sólo. Un hijo que tenía empleado en Málaga se le había muerto hacía cuatro años. Disfrutaba una pequeña renta, suficiente a subvenir a sus cortas necesidades, y no tenía otra ocupación


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